¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (8 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»Quedamos en silencio —el disco acabado en el tocadiscos, algunos ecos de ciudad por la ventana, la habitación oscurecida, apenas descubierta por una vela perfumada que languidece, terminal—. Las brasas de los cigarrillos como ojos enrojecidos en la habitación oscura. Así se nos escapa la noche, durmiendo a ratos, los cuerpos desnudos y llenos de un calor nuevo en la piel, abrazados o rechazándonos en el sueño. A veces me despierto, desvelado unos minutos, la habitación completamente en tinieblas, y mi mano busca una nuca donde hundir los dedos, un vientre caliente al que agarrarme de nuevo hacia el sueño.

»Por fin, el amanecer: la luz del primer sol desordenando la habitación, devolviéndonos los muebles, las fotografías robadas por la noche, el cuerpo de Laura encogido, la carne ahora aterida de amanecer. En pocos minutos la ciudad nos roba, somos ya sólo dos ciudadanos, las pieles duchadas, cubiertas con nuestras ropas de ciudadanos, olvidados del tiempo los amantes, recordado Cortázar:

Los amantes rendidos se miran y se tocan

una vez más antes de oler el día
.

Ya están vestidos, ya se van por la calle
.

Y es sólo entonces

cuando están muertos, cuando están vestidos
,

que la ciudad los recupera hipócrita

y les impone los deberes cotidianos
.

»—Quiero pedirte algo, niña. Voy a marcharme unos días de viaje, tal vez un par de semanas. Me gustaría que vinieras conmigo: podemos pasar unos buenos días juntos.

»—¿Dónde te vas? —dice ella, excluyéndose ya del viaje.

»—Al sur, no estoy seguro. Algunas provincias, distintos pueblos que tengo que visitar, personas que entrevistar.

»—Se trata de lo de Mariñas, ¿verdad? No cuentes conmigo, no pienses que voy a colaborar en forma alguna en tu trabajo. Me repugna, y lo sabes —dice ella, intentando llenar sus palabras de una dureza que a esta hora es imposible, la noche tan reciente.

»—No seas así... Puede estar bien, es una región hermosa... Además, me serías de ayuda: tengo que encontrar un pueblo que no estoy seguro de que exista.

»—Déjame de misterios, que te conozco. Sólo quieres liarme, mentiroso.

»—Te digo la verdad. Es un pueblo que nadie conoce, del que no se sabe nada. Ni siquiera aparece ya en los mapas, excepto en el mío, un mapa de carreteras de hace casi veinte años.

»—No es tan misterioso entonces: hay muchos pueblos que desaparecieron con la emigración, se quedaron vacíos, se murieron solos.

»—Pero en éste hay algo más... No sé qué, no me preguntes. Es sólo una intuición, si es que existen las intuiciones.

»—Venga, ¿cómo se llama tu misterio?

»—Alcahaz —dije, y al pronunciarlo, la boca se me llenaba de tierra, de tiempo, de fotografías antiguas con hombres amarillentos y Mariñas en el centro, soberbio—. ¿No te parece un nombre sugerente? Tú eres la filóloga, sabrás qué significa.

»—Alcahaz... Es un nombre bonito, es cierto... Árabe, por supuesto... Creo que el alcahaz es una especie de jaula para pájaros, pero tampoco estoy segura, no me hagas mucho caso.

»—¿No te atrae entonces?

»—Olvídalo, pájaro —y me dejó un beso corto en los labios, antes de salir del apartamento.

»—Una jaula de pájaros... Ésa es buena.»

* * *

La torpeza del autor para construir personajes, especialmente los femeninos más allá de caracterizaciones tópicas (la viuda de hielo, la criada de pechitos), gana un nuevo trofeo con el personaje de Laura, mera comparsa sin identidad, introducido en la novela con la única misión de dar réplica fácil al protagonista, pero también reforzar sus atributos mediante el demérito propio. En otras palabras, el androcentrismo del autor, común a tantos autores, construye un personaje femenino menor para que el masculino gane altura por contraste. Laura es inocente, infantil, incluso boba, con un activismo político ingenuo, que se indigna con rabia de chiquilla (y no deja de encender con vehemencia un cigarrillo y agachar la cabeza mientras aprieta los dientes), y a la que el protagonista trata con paternalismo, superioridad y condescendencia, «pasando una mano por su nuca con intención apaciguadora» como si fuese su mascota, fierecilla domada, o se divierte provocándola, «enojándola a propósito» mediante la burlona repetición «musical» de sus palabras enfurecidas, así como llamándola con todo tipo de apelativos melosos: niña, cielo, cariño, venga, nena, no te enfades, tonta, ay, lo guapa que te pones cuando te indignas con mis cosillas, chiquitina
...

En definitiva, Laura es poco más que una muñequita (mona y delicada, imaginamos) de adorno en un nuevo decorado teatral: el apartamento de Julián, otro topos acartonado con todos los elementos de ambientación propios del
loser
, del maldito, del bohemio, del perdido, tal como pretende presentarnos a Julián con todo ese falseado atractivo del perdedor. Así, su apartamento, que hemos visto tantas veces en comedias de Fernando Colomo, está desordenado, lleno de libros y papeles, con una cocina sin utilizar (eso sí, la imaginamos llena de ceniceros sucios, vasos de papel y botellas de whisky vacías), decorado de forma improvisada (fotografías y recortes de periódico por las paredes, y la laminita del
Guernica
«que no puede faltar», como dice el autor no sabemos si con ironía), la residencia propia de un canalla, de alguien nocturno, que duerme poco y come mal, que debe de tener el armario del baño lleno de somníferos, ansiolíticos y anfetas que consumirá a capricho, y que bebe, fuma y lee mucho, ese seductor intelectual en cuyo reflejo todos los lectores querrían verse idealmente, esa estética de fracasado social y económico pero triunfador intelectual (moralmente lúcido, cínico, de vuelta de todo, la carne triste y leídos todos los libros)
.

Un tipo así, que vive en una cueva-museo como ésa, y se relaciona con una muñequita tonta como Laura, sólo puede mantener encuentros amorosos impostados, llenos de gestos y escenografía, como el descrito, que empieza con «música leve en el fondo, humo hasta el techo», continúa con «más café para prolongar la noche», el inevitable «cigarrillo mal liado» (¿a qué huele ese petardito, eh? Huy, huy...), los dos desnudos en la cama (ella con su pubis redundantemente rizado, pues no recordamos muchos pubis lisos, pero el autor no ha evitado la frase hecha y literariamente habitual, los pubis rizados como los ya citados pechos pequeños, de los que las novelas están llenos pues los autores ven en tales descripciones una exitosa sugerencia erótica), las sábanas por el suelo, el fumeteo compartido tras la sesión de sexo, que se prolonga en unos grimosos párrafos finales que resultan pegajosos en su recreación de lo que el autor cree debe de ser una envidiable noche toledana (por lo de estar en la calle Toledo, perdonen la broma): el disco acabado, los ecos de ciudad, la vela perfumada, las brasas de los innumerables cigarrillos, el calor nuevo en la piel, los abrazos dormidos, el vientre caliente al que agarrarse, y por fin el amanecer de los amantes, la carne aterida, la realidad sucia que maltrata a los amantes, y hasta el poema de Cortázar, que inserto en esas páginas acaba pringándose del mismo carácter grimoso y parece más malo de lo que en realidad es
.

Por otro lado, el autor insiste en la idea inverosímil de las acusaciones a Mariñas, reflejadas en la prensa, «toda esa mierda» que aparece «en los periódicos», y que, como ya dijimos antes, se centran en «el hecho de que se valiera de la represión para enriquecerse», en «haber mandado al paredón o a la cárcel a muchísima gente con falsas denuncias, para quedarse con sus propiedades e incrementar su fortuna», cosa increíble en aquellos años, pues no ha ocurrido ni siquiera después, ni ahora, tantos años después, cuando la rapiña de guerra y posguerra sigue siendo uno de los episodios menos conocidos
.

Por último, descubrimos ahora que el nombre del pueblo buscado, Alcahaz, tiene un significado que imaginamos cargado de simbolismo, pero para descubrirlo el autor se vale de una treta tramposa e increíble, pues por muy filóloga que sea nuestra Laura, no tiene por qué saber que un alcahaz es «una especie de jaula para pájaros», aunque añada el «tampoco estoy segura» para hacer menos increíble su conocimiento enciclopédico
.

No olvidamos algunas otras expresiones cursis que no hemos recogido, pero que suponemos habrá identificado con espanto cualquier lector despierto, ahí quedan
.

X

No, no te queda ya tiempo apenas, como si éste fuese el día último, el sol deslizado veloz tras los canchales, el cielo doblado en un azul sucio, espeso sobre la sierra. No, no hay tiempo apenas, una prisa fatal te empuja ahora a encontrar el pueblo, Alcahaz, como sea, antes de la noche, como si fuese ésta la última oportunidad de encontrarlo, el día final del pueblo; no podrías esperar a mañana porque entonces, con el sol naciendo sobre las lomas secas, el pueblo se desharía en pocos segundos, se hundiría en una grieta que justificara para siempre la cautela de los habitantes de esta provincia, la negación nerviosa cuando les preguntas por el pueblo, la desaparición del lugar en todos los mapas. El día se acaba y con él, intuyes, las posibilidades de encontrar el pueblo, porque así está establecido, no importa qué ni quién, así lo crees y basta.

Dejaste Lubrín mientras el sol amenazaba ya el descenso tras los tejados viejos, y el crepúsculo instalaba en el pueblo una venidera rutina de paseos y cenas familiares, comentarios a la luz de la bombilla, hombres sentados en la cocina que poco podrán contar de un día más sin trabajo, mujeres que dirán la historia corriente de cada día, la de los hechos comunes. Dejaste Lubrín sin despedida, pocos minutos después de tu atropellada salida del ayuntamiento; montaste en el coche y saliste del pueblo, con el mapa otra vez abierto sobre el volante, recorriendo los caminos de tinta roja con el dedo, dispuesto a encontrar como sea el lugar que nadie conoce, que provoca temblor en algunos, estupor en otros, furia en algún funcionario municipal que te expulsó a golpes. El sol cae y tú cruzas otra vez la carretera tantas veces transitada en los últimos dos días, conduciendo ahora despacio, imaginas cada posible desvío de la carretera, intentas orientarte con las pocas referencias que el mapa insinúa: la sierra torcida a la derecha, la carretera recta, alguna pista forestal que no encuentras, ninguna señal indicadora.

(sabrás después, ahora no importa todavía, sabrás después que ésta fue la carretera de cuarenta años atrás, el camión cubierto de banderas rojinegras, cruzando el paisaje, los más de treinta hombres, algunos niños incluso, todos de pie en la parte trasera del camión, sintiendo la proximidad de los cuerpos como una certeza de fraternidad, comparten cigarrillos, abiertas las camisas contra el sol de agosto, la calor de la primera tarde, el camión que traquetea por el irregular firme, la sierra también a la derecha, algo de nerviosismo en los rostros, canciones a media voz, decenas de hombres que cruzan la tierra hacia ninguna parte.)

Detienes el automóvil en un margen de la carretera. Has hecho el recorrido en ambas direcciones, estudiando despacio cada posibilidad en forma de camino, pista, senda insinuada junto a la vía principal. Nada. Buscas en la guantera alguna de las fotografías que traes de Madrid: recuerdas una fotografía que mostraba el paisaje de fondo, tras las casas del pueblo. La encuentras y la acercas a la luz del coche, apenas ya hay sol en la tierra, escondido tras la sierra casi por completo, tan sólo una corona rojiza en la cresta. En la fotografía, Mariñas monta un hermoso caballo oscuro. Aparece joven, fuerte, con la ropa de campo y el gorro, siempre elegante, hasta en la forma de montar el caballo, con las piernas rectas pero tranquilas, el cuerpo algo inclinado hacia delante, una mano que acaricia el cuello bajo del animal. Alrededor del joven terrateniente, una veintena de hombres, campesinos todos, con herramientas de campo. A la derecha del retrato se ven algunas casas del pueblo. Al fondo, la sierra se recorta en un perfil blanquinegro que ahora tratas de entender desde tu posición en la carretera, buscas algún recurso de orientación mediante las caras de la sierra, que ya se apaga en la noche. En el reverso de la fotografía, escrito con lápiz, casi borrado de los años:
Alcahaz, 1930
.

«Encontré la fotografía alguna tarde de finales de marzo; pero no fue en una de las cajas que la viuda, atribulada, dejaba sobre la mesa del despacho. Ocurrió en uno de los últimos días en Madrid, cuando maduraba ya la posibilidad de abandonar el trabajo, no podía avanzar más, demasiado confundido, lleno de Mariñas en todos los sentidos, creando en mí mismo un extraño personaje fruto de lo más oscuro de Mariñas y de mis olvidos, pero incapaz de plasmarlo sobre el papel. No tenía nada que presentar a la viuda, que pretendía medir mis progresos en número de folios. Pasaba las horas mirando por el balcón, la vida feroz en las calles. Sentado en el sillón del difunto, fingía ojear papeles cada vez que entraba la viuda con alguna excusa; garabateaba cuadernos sin objeto, o hacía ruido con la máquina de escribir, eco de teclas que despertaría alguna esperanza en la viuda que, al fondo del pasillo, quizás tras la puerta, escucharía, afligida por mi lentitud. En una de estas tardes, mientras distraído observaba la biblioteca —esperando tal vez el momento en que la viuda entrase en el despacho y me comunicara el cese de nuestra relación y el fin de mis actividades—, me entretenía pasando el dedo por el lomo de los libros, hasta escoger alguno al azar. Un gesto tantos días repetido, pero que en esta ocasión me ofreció la posibilidad de Alcahaz. Del interior del libro escogido, un viejo volumen de novelas breves del
XIX
, escapó una fotografía hasta el suelo. Al recogerla, me acerqué a la luz del sol tras el balcón, para reconocer a Mariñas sobre el caballo, los campesinos alrededor, el paisaje común, la inscripción en el reverso, como una invitación:
Alcahaz, 1930
. Aquello no tenía, en principio, nada de particular: una nueva fotografía para unir al montón de retratos que salían de las cajas, un nombre de pueblo para incorporar a la geografía pasada de Mariñas, los muchos pueblos donde tenía propiedades, nombres de cortijos, fincas, olivares. Sin embargo, pretendí encontrar algo extraordinario en aquella fotografía. Tal vez fue la manera en que llegó a mí, nacida del vientre de un libro, quizás oculta en la biblioteca durante años, negada a la luz y a los ojos. Tal vez fue el nombre del pueblo, el hecho de que no apareciera apenas en la documentación, que no hubiera ninguna otra fotografía con esa inscripción —cuando de los demás pueblos y tierras había decenas de fotografías repetidas—; o el propio nombre del pueblo como tal, Alcahaz, pronunciado con una leve eclosión en la boca, la lengua rozando los dientes. Qué importa, no hacen falta excusas. La realidad era que yo había alcanzado un momento crítico, necesitaba salir de la parálisis que me ganaba. Sin embargo, si la viuda no me despedía, yo me sentía incapaz de salir de allí, de olvidarme de Mariñas, apartarme de su rastro, de sus gestos que yo repetía, de sus escritos que copiaba con mi letra, acaso demasiado poseído por el personaje. El caso es que Alcahaz, la fotografía repentina, se presentaba como una coartada urgente, una huida cualquiera, una contraseña para escapar, de alguna forma.

»—Dígame: ¿qué sabe usted de Alcahaz? —pregunté después a la viuda, y le mostré la fotografía, que ella tomó y miró con expresión miope, acercándola mucho a los ojos.

»—¿Alcahaz?

»—Sí... Aparece citada en algunos papeles, pero siempre de forma imprecisa. Exceptuando eso, no hay nada más. Quizás es alguna de las partes que su marido quiso borrar de aquellos años. No me haga mucho caso; los presentimientos no son útiles en este trabajo...

»—Tampoco yo sé mucho. Alguna vez escuché a mi marido ese nombre, pero él no quiso explicarme nada. En cierta ocasión insistí demasiado, pidiéndole que me contara algo de ese pueblo, intrigada por el ligero temblor que tenía su boca al pronunciarlo, al negar su importancia cuando yo encontraba alguna fotografía, esa misma que usted ha encontrado. Pero él se enfurecía, me mandaba callar, perdía los nervios. Creo que allí ocurrió algo importante, no sé qué. Pero tal vez usted tenga razón... Sé que la familia de mi marido tenía antes de la guerra algunas tierras en ese pueblo, y él las heredó, claro, como todas las demás posesiones... No me pregunte más, es todo lo que sé —la mujer, ahogada, tomó aire profundo antes de seguir hablando—: Quizás debería ir usted a ese pueblo, tal vez allí le cuenten algo. Alcahaz. No es mala idea, vaya e investigue, hay que atar todos los cabos, que no quede ninguna posibilidad de que, tras la publicación de las memorias, alguien pueda desmentirlas mediante un resquicio que escape a nuestro celo.

»—¿Quiere usted que vaya? —pregunté yo, escondiendo mi satisfacción, agradecido en silencio porque la viuda me dejase la oportunidad de escapar. Probablemente ella lo hacía como una forma de prolongar en el tiempo un trabajo que estaba muerto desde el principio, demorar su finalización, alargar así la esperanza de recuperar el nombre limpio de su marido.

»—Sí, puede tomar una semana y buscar ese pueblo. Le daré dinero suficiente para el viaje. Vaya allí y averigüe. Pero asegúrese de que no deja nada detrás.

»—¿A qué se refiere?

»—Usted ya me entiende. Confío en que usted es la persona adecuada; no me defraude.»

»Fue así, recuerdas, como se abrió una válvula inesperada, una posibilidad de alejarte de Mariñas, de todo. Después, conforme avanzaban los días, has comprobado que el viaje no era lo que esperabas, que esto no es una fuga sino una caída mayor en la grieta Mariñas, en tu propia grieta, con este pueblo, Alcahaz, que nadie sabe si existió, y en el que tú sitúas ya, por instinto, la solución de todo el misterio Mariñas, aunque también de tu propio misterio, porque este pueblo que no existe es también, de alguna manera, otro pueblo, aquel que dejó de existir para ti cuando lo abandonaste hace casi cuarenta años. Y ahora te parece que toda tu vida hasta hoy no ha sido más que un desesperado movimiento circular, un volver una y otra vez al mismo sitio, recorrer siempre una carretera que eran todas las carreteras y que pasaba junto al pueblo, éste o el tuyo, que quedaba a un lado, que casi podías tocar con sólo sacar el brazo por la ventana, pero que nunca veías, quizás cerrados los ojos.

Haces ahora un último intento: el perfil de la sierra, según aparece en la fotografía, te permite cierta orientación si miras a la sierra desde un lado que crees opuesto al de la fotografía, lo cual trasladado al mapa te crea ciertas expectativas. Te pones en marcha y recorres casi un kilómetro muy lento, estudiando cada ondulación del terreno, por mínima que sea, tienes que seguir siempre la línea de la sierra, sombreada por la cada vez mayor falta de sol. Detienes el automóvil en un punto de la carretera, donde según tu mapa y la nueva orientación debería nacer el camino hacia Alcahaz. No hay, evidentemente, ninguna señal indicadora, como tampoco hay camino alguno. Bajas del coche y comienzas a caminar, a través del campo, doblando los pies en la tierra dura, hundiéndote a veces en un surco más profundo. Avanzas unos cien metros hasta confirmar tus sospechas: el camino existe, ante tus ojos nace la pista de tierra clara que se dirige hacia la sierra. Sin embargo, la primera parte del camino, los cien primeros metros desde la carretera, han sido eliminados, cubiertos por la tierra, removida y aplanada y después arada, hasta crear desde la carretera apariencia de campo continuo. Oculto el acceso, queda cerrada cualquier posibilidad de alcanzar un pueblo que nadie ya conoce, que muchos niegan, pero que sin embargo tiene una senda hasta él, el camino antiguo que sí figura en tu mapa caducado.

Cuando subes otra vez al coche, el cielo está ya completamente oscurecido, y tan sólo queda un último resplandor dilatado, que pareciera salir de las cosas, de los árboles, de la tierra, prendido todo aún de sol. Enciendes los faros del auto y giras hacia el campo, cruzas los cien metros de tierra con dificultad, el coche se atasca a veces en un surco del que sales acelerando con fuerza, hasta que por fin alcanzas suelo firme, el camino en el que no hay ninguna huella de vehículo, animal o persona, como si hubiese permanecido intransitable por muchos años, desde que decidieron su desaparición y lo enterraron al tiempo que corrían de boca en boca las consignas que lo negarían años después ante las preguntas de cualquier forastero que presentase un mapa de 1960. Es tu coche el que estrena ahora el camino, nuevo a tus huellas, las ruedas escriben un recorrido que se dirige hacia la sierra, ya desaparecida del horizonte, la oscuridad gobierna de nuevo el mundo, la luna empieza a salir de entre los montes como un falso sol, una moneda de plata vieja.

Deberías dar la vuelta ahora, cuando todavía estás a tiempo, dónde crees que vas, de noche por un camino negado, hacia un pueblo que no existe ni en el pasado. Enciendes un cigarrillo por dar más luz a la noche, la luna es incapaz de ascender, finas amarras la anclan en la montaña, como ilusión de tiempo detenido, un coche que cruza la tierra, quebrando la tiniebla oscura, y enciende con los faros un espacio mínimo, que a su paso quedará de nuevo borrado. Ya no sirve el mapa ni la orientación, la sierra ya no es la referencia, sólo queda seguir este camino, que sea el azar quien decida cada vez que llegues a una bifurcación, donde elegirás siempre la senda hacia la derecha, sin motivo lógico, sin pensar en la posibilidad de acabar, entre la oscuridad, en una barranca por la que despeñarte, porque lo que es evidente es que el coche está subiendo: el camino se encrespa por la espalda de la sierra, en algunos tramos te cuesta seguir ascendiendo, la pendiente es grande.

Deberías dar la vuelta ahora, pero el miedo no es suficiente para retenerte. Porque el miedo está presente desde ahora: el miedo antiguo, a la oscuridad, al campo anochecido, a la sierra oculta como amenaza. Un miedo que, como todos los miedos, arraiga en la infancia, en las noches en que, con sólo cinco o seis años de edad, salías del pueblo —las casas ya sin luz, las alcobas vencidas de sueño, las calles abandonadas—. Estabas dormido, pero tu madre te sacaba de la cama en mitad de la noche, te espabilaba con manotazos de agua fría y te vestía deprisa, abrigándote con un tabardo de saco para la noche helada del monte. Tú, adormilado, mirabas a tu madre con ojos que querían cerrarse, recibías el beso en la frente como una protección, y ella te entregaba el paquete de papel rugoso que guardarías bajo el abrigo, apretado contra el pecho mientras dejabas la casa, acobardado en la rutina que repetías cada tres noches. Salías de la casa a la calle desierta, el miedo acechando en cada esquina («ten cuidado si ves algún guardia», te advertía tu madre, y tú imaginabas a los guardias, no como esos tipos barrigudos que renqueaban por las calles durante el día, sino como presencias animales que aguardarían en alguna esquina a tu paso). Recorrías las calles amordazando tus pisadas, escapabas de tu propia sombra surgida de los débiles faroles, escuchabas apenas alguna conversación tras las celosías de una casa, discusiones familiares, gritos comunes o canciones en voz baja. Cruzabas la plaza, que por el día era fiesta de vida a tus ojos, y por la noche espacio para el miedo —la fuente con el chorro que multiplicaba en los soportales un crujido de hogueras, los castaños frotando las ramas al viento, alguna rata que cruzaba la calle hasta perderse en un sótano, gatos en reyerta, chillando, cualquier sonido amplificado en mitad de la noche—. Salías por fin del pueblo, caminabas unos cincuenta metros por la carretera, hundido finalmente en la oscuridad, las luces del pueblo atrás, esforzadas por romper el cerco de la noche. Entonces te desviabas hacia la izquierda, dejabas la carretera para iniciar el ascenso por la loma terrosa del monte. Te agarrabas a los troncos finos de olivo, a los arbustos fuertes, para no tropezar y poder seguir subiendo: repetías el camino de tantas noches, invisible sin sol pero adivinado por algunas señales de referencia: ciertos troncos en paralelo, la rugosidad de las cortezas, el brillo de las hojas bajo la luna, detalles imperceptibles para cualquiera que no llevara casi un año repitiendo cada tres noches el mismo trayecto. Sin embargo, la frecuencia no atenuaba el miedo, que se presentaba brutal cuando llevabas varios minutos subiendo por la ladera abrupta y no podías ya ver las luces del pueblo, ocultas en la vuelta del monte; era entonces cuando empezaba el verdadero miedo, el mismo miedo que nos apresa en una habitación oscura, cuando nos sabemos solos pero por un instante sentimos una presencia cercana, humana o no, y nos bastaría con estirar el brazo, mover la mano hacia delante para tocar una cara, un cuerpo de sueños. Caminabas deprisa en aquellas noches de hace casi cuarenta años, resbalabas a veces en la pendiente de arena, el paquete apretado contra el pecho —responsabilidad terca la de los niños, cuando les dan una moneda para hacer la compra, y aprietan la moneda dura en la mano, sin abrir el puño hasta entregarla al dependiente—. Así tú con el paquete bajo el abrigo, aferrado contra el pecho, impensable tropezar y perder el bulto en lo oscuro y seguir adelante sin nada, o volver al pueblo con una mentira que tu madre descubriría en seguida. Continuabas andando durante unos treinta minutos, sin dejar de subir la montaña interminable, te arañabas las manos con alguna rama de espinas, intentabas desoír los ruidos animales, las criaturas nocturnas de la tierra, tus propios pasos sobre la hojarasca, amplificados en el eco sordo. Continuabas andando hasta ver, a lo lejos, la brasa del cigarrillo como faro en la sierra, los dientes blancos a la luna, la voz anhelada que te llamaba en susurros, las manos surgidas de la oscuridad que te desordenaban el pelo con una caricia y te levantaban del suelo para abrazarte, Julianín, eres un hombrecito, sí señor, sin miedo ni nada, invisible a los guardias como animales.

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