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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (4 page)

BOOK: Parque Jurásico
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El doctor Gutiérrez resultó ser un hombre barbado que llevaba pantalones cortos y camisa caqui. La sorpresa fue que era norteamericano. Cruz se lo presentó a los Bowman, a quienes dijo con suave acento sureño:

—Señor y señora Bowman, ¿cómo están ustedes?, es un placer conocerles. —Y después pasó a explicarles que era biólogo de campo de Yale, y que había estado trabajando en Costa Rica durante los cinco últimos años.

Marty Gutiérrez examinó a Tina concienzudamente, levantándole el brazo con delicadeza, escudriñando de cerca cada una de las mordeduras con una linterna, para medirlas después con una pequeña regla de bolsillo. Después de unos momentos, Gutiérrez retrocedió, asintiendo para sí con la cabeza, como si hubiera entendido algo. Después inspeccionó las instantáneas «Polaroid» e hizo varias preguntas respecto de la saliva, de la que Cruz le dijo que todavía estaban examinándola en el laboratorio.

Finalmente, se volvió a Mike Bowman y su esposa, que esperaban, en tensión:

—Creo que Tina se pondrá bien. Pero quiero aclarar algunos pocos detalles —dijo, tomando notas con mano firme—. ¿Su hija dice que la mordió una lagartija verde, de treinta centímetros de alto aproximadamente, que caminaba erguida por la playa después de haber salido del pantano de mangles?

—Así es, sí.

—¿Y la lagartija produjo una especie de sonido oral?

—Tina dijo que gorjeaba o chirriaba.

—¿Como un ratón, dirían ustedes?

—Sí.

—Bien, pues conozco esta lagartija. De las seis mil especies de lagartijas que hay en el mundo, no más de una docena de especies caminan erguidas. De esas especies, solamente cuatro se hallaron en América Latina y, a juzgar por la coloración, la lagartija únicamente podría ser una de las cuatro. Estoy seguro de que esta lagartija era un
Basiliscus amoratus
, un basilisco veteado, que se encuentra aquí, en Costa Rica, y también en Honduras. Cuando se yerguen sobre las patas traseras, a veces llegan a medir unos treinta centímetros.

—¿Son venenosas?

—No, señora Bowman. En absoluto. —Gutiérrez explicó que la tumefacción del brazo de Tina se debió a una reacción alérgica—. Según la bibliografía, el catorce por ciento de la gente es intensamente alérgica a los reptiles —dijo—, y su hija parece pertenecer a ese porcentaje.

—Estaba gritando, decía que era doloroso.

—Probablemente lo era. La saliva de los reptiles contiene serotonina, que ocasiona un dolor tremendo. —Se volvió hacia Cruz—: ¿La presión sanguínea le bajó con antihistamínicos?

—Sí, rápidamente.

—Serotonina —dijo Gutiérrez—. No cabe duda alguna.

Aun así, Ellen Bowman seguía intranquila:

—¿Pero por qué una lagartija mordería a mi hija, en primer lugar?

—Las mordeduras de lagartija son muy comunes —dijo Gutiérrez—. En los zoológicos, el personal que atiende a los animales recibe mordeduras con mucha frecuencia. Sin ir más lejos, el otro día oí que una lagartija había mordido a un bebé en su cuna, en Amaloya, a unos cien kilómetros de donde estaban ustedes. Así que las mordeduras sí se producen. Pero no sé por qué su hija tiene tantas. ¿Qué estaba haciendo en ese momento?

—Nada. Dijo que estaba sentada muy quieta porque no quería espantar al animal.

—Sentada muy quieta —dijo Gutiérrez, frunciendo el entrecejo. Sacudió la cabeza, en un gesto de negación—. Bueno, no creo que podamos decir con exactitud lo que pasó. ¡Los animales silvestres son tan impredecibles!

—¿Y qué hay sobre la saliva espumosa que tenía en el brazo? —preguntó Ellen—. Sigo pensando en la rabia…

—No, no. Un reptil no transmite la rabia, señora Bowman. Su hija padeció una reacción alérgica a la mordedura de un basilisco. Nada grave.

Entonces, Mike Bowman le mostró el dibujo que había hecho Tina. Gutiérrez asintió con la cabeza:

—Yo aceptaría esto como la ilustración de un basilisco —dijo—. Unos pocos detalles están mal, claro: el cuello es demasiado largo y la niña dibujó las patas traseras con tres dedos nada más, en vez de cinco. La cola es demasiado gruesa y está demasiado elevada pero, aparte de eso, ésta es una lagartija, perfectamente útil, de la especie de la que estamos hablando.

—Pero Tina dijo específicamente que el cuello era largo —insistió Ellen Bowman—. Y dijo que tenía tres dedos en la pata.

—Tina es muy observadora —agregó Mike Bowman.

—Estoy seguro de que es todo eso —dijo Gutiérrez, sonriendo—. Pero sigo creyendo que a su hija la mordió un
Basiliscus amoratus
vulgar, y que tuvo una grave reacción herpetológica. El tiempo normal de evolución de la enfermedad es, con medicación, de doce horas. Debería estar perfectamente bien por la mañana.

En el moderno laboratorio situado en el sótano de la Clínica Santa María corrió la voz de que el doctor Gutiérrez había identificado al animal que mordió a la niña norteamericana, estableciendo que era un inofensivo basilisco. De inmediato se detuvo el análisis de la saliva, aun cuando una destilación fraccionada preliminar demostró la presencia de varias proteínas de peso molecular extremadamente alto y de acción biológica desconocida. Pero el técnico del servicio nocturno estaba ocupado, y puso las muestras de saliva en un estante de frigorífico.

A la mañana siguiente, el empleado de día revisó el contenido del estante, comparándolo con la lista de los pacientes a los que iba a dar de alta. Al ver que B
OWMAN
, C
HRISTINA
L. iba a ser dada de alta esa mañana, el empleado tiró las muestras de saliva. En el último momento se dio cuenta de que una de las muestras tenía la etiqueta roja, lo que quería decir que esa muestra debía ser enviada al laboratorio de la Universidad, en San José. El empleado sacó el tubo de ensayo del cesto de los desperdicios y lo mandó adonde tenía que ir.

—Adelante. Dile «gracias» al doctor Cruz —indicó Ellen Bowman, y empujó a Tina hacia delante.

—Gracias, doctor Cruz —dijo Tina—. Me siento mucho mejor ahora. —Alzó la mano y estrechó la del médico. En ese momento, dijo—: Lleva una camisa diferente.

Durante unos instantes, el médico frunció el entrecejo. Después asintió:

—Cierto, Tina. Cuando trabajo toda la noche en el hospital, por la mañana me cambio de camisa.

—¿Pero no la corbata?

—No. Solamente la camisa.

Ellen Bowman intervino:

—Le dije que es observadora.

—Por cierto que lo es. —El doctor Cruz sonrió y estrechó la mano de la niñita con aire grave—. Que pases unas buenas vacaciones, Tina. Disfruta los días que te quedan en Costa Rica.

—Lo haré.

La familia Bowman ya se retiraba, cuando el doctor Cruz dijo:

—Ah, Tina, ¿recuerdas a la lagartija que te mordió?

—Aja.

—¿Recuerdas sus patas?

—Aja.

—¿Tenían dedos?

—Sí.

—¿Cuántos dedos tenían?

—Tres.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo miré. De todos modos, todos los pájaros de la playa dejaban huellas de tres dedos en la arena, así. —Levantó la mano, con los tres dedos de en medio bien separados—. Y la lagartija también dejó esas huellas en la arena.

—¿La lagartija dejó huellas como de pájaro?

—Aja. Y caminaba como un pájaro, también. Sacudía la cabeza así, para arriba y para abajo. Dio unos pasos, subiendo y bajando la cabeza con movimientos cortos y convulsivos.

Una vez que los Bowman hubieron partido, el doctor Cruz decidió informar de esta conversación a Gutiérrez, que estaba en el departamento de biología:

—Debo admitir que el relato de la niña me deja perplejo —dijo Gutiérrez—. Yo mismo estuve haciendo algunas comprobaciones. Me alegro de que se haya recuperado, pero ya no estoy seguro de que la haya mordido un basilisco. No estoy nada seguro.

—Entonces, ¿qué pudo haber sido?

—Bueno —dijo Gutiérrez—, no hagamos especulaciones prematuras. A propósito, ¿te enteraste de que en el hospital haya habido otros casos de mordedura de lagartija?

—No, ¿por qué?

—Házmelo saber, amigo mío, si te enteras.

La playa

Marty Gutiérrez estaba sentado en la playa, y observaba el sol de la tarde bajar cada vez más en el cielo, hasta que centelleó deslumbrante en el agua de la bahía y sus rayos llegaron hasta más abajo de las palmeras, donde el propio Gutiérrez estaba sentado: entre los mangles, en la playa de Cabo Blanco. Según lo que había podido establecer, estaba sentado cerca del sitio en el que había estado la niña norteamericana hacía dos días.

Si bien las mordeduras de lagartija eran frecuentes, como les había dicho a los Bowman, Gutiérrez nunca había oído que un basilisco mordiera a nadie. Y por cierto que nunca había tenido noticias de que alguien debiera ser internado en un hospital por la mordedura de una lagartija. Además estaba, también, el hecho de que el radio de la mordedura que se apreciaba en el brazo de Tina parecía ser un tanto excesivamente grande para ser de un basilisco. Cuando regresó al puesto de Carara, revisó la pequeña biblioteca de investigación que allí existía, pero no encontró referencias sobre la mordedura de los lagartos. A continuación, revisó los «International Bio Sciences Services», una base de datos para ordenador, ubicada en Norteamérica. Pero no halló nada acerca de mordeduras de basiliscos, ni sobre internamientos por mordedura de lagartijas.

Después llamó al funcionario de salud pública de Amaloya, que confirmó que un bebé de nueve días, que dormía en su cuna, había sido mordido en el pie por un animal, del que la abuela —la única persona que realmente lo había visto— afirmó que era una lagartija. Con posterioridad, el pie se puso tumefacto y el bebé estuvo a punto de morir. La abuela había descrito a la lagartija como de color verde con listas marrones. Había mordido al niño varias veces, antes de que la mujer la espantara.

—¡Qué raro! —comentó Gutiérrez.

—No, como todos los demás —contestó el funcionario, agregando que se había enterado de otros incidentes de mordedura: un niño en Vásquez, la aldea costera que venía después de Amaloya, fue mordido mientras dormía. Y otro en Puerto Sotrero. Todos estos sucesos se habían producido en los últimos dos meses. En todos, los protagonistas habían sido niños y bebés que dormían.

Un patrón tan nuevo y característico indujo a Gutiérrez a sospechar de la presencia de una especie desconocida de lagartija. Esta circunstancia era particularmente posible en Costa Rica. Sólo con ciento veinte kilómetros de ancho en su punto más estrecho, el país era más pequeño que el estado de Maine. Y, aun así, dentro de su limitado espacio, Costa Rica tenía una notable diversidad de hábitats biológicos: costas marinas, tanto en el Atlántico como en el Pacífico; cuatro cadenas montañosas separadas, que comprenden cumbres de tres mil seiscientos metros y volcanes en actividad; selvas tropicales en las que llueve todo el año, bosques de montaña, zonas templadas, terrenos pantanosos y desiertos áridos. Tal diversidad ecológica mantenía una asombrosa diversidad de formas de vida animal y vegetal: Costa Rica tenía el triple de especies de pájaros que toda Norteamérica. Más de mil especies de orquídeas. Más de cinco mil especies de insectos.

Nuevas especies se iban descubriendo a cada momento, a un ritmo que aumentaba año tras año, pero por una triste razón: a Costa Rica se la estaba despoblando de su vegetación y, a medida que las especies de la jungla perdían sus hábitats, se desplazaban hacia otras zonas y, en ocasiones, también alteraban sus pautas de conducta.

Así que una especie nueva era perfectamente posible. Pero, acompañando la emoción de una sensación nueva, estaba la preocupante posibilidad de las nuevas enfermedades: las lagartijas eran portadoras de enfermedades víricas, entre las que figuraban varias que se podían trasmitir al ser humano. La más grave era la encefalitis sauria central, o ESC, que en los seres humanos y en los caballos producía una especie de enfermedad del sueño. Gutiérrez pensaba que era importante encontrar esa nueva lagartija, aunque sólo fuera para comprobar si era portadora de enfermedades.

Observó el sol descender más, y suspiró. Quizá Tina Bowman había visto un animal nuevo, y quizá no. Gutiérrez, ciertamente, no lo había visto. Esa mañana, temprano, había cogido la pistola de aire comprimido, cargando el peine de munición con dardos de ligamina, y se había dirigido hacia la playa lleno de esperanza. Pero desperdició el día. Pronto tendría que iniciar el viaje de regreso desde la playa hacia la colina: no quería conducir por ese camino en la oscuridad.

Se puso en pie y empezó a caminar de regreso por la playa. Más lejos, y en trayectoria paralela a la de él, vio la forma oscura de un mono aullador, que se desplazaba con tranquilidad siguiendo el borde del manglar. Gutiérrez se alejó, saliendo de la playa hacia el agua. Si había un aullador, probablemente habría otros en los árboles que pendían sobre Gutiérrez, y los aulladores tenían tendencia a orinar sobre los intrusos.

Pero ese aullador en particular parecía estar solo, caminaba con lentitud y se detenía con frecuencia para sentarse sobre sus cuartos traseros. El mono tenía algo en la boca. Cuando Gutiérrez se aproximó, vio que el animal se estaba comiendo una lagartija. La cola y las patas traseras colgaban de las mandíbulas del mono. Aun desde lejos, Gutiérrez pudo ver las listas marrones en el cuerpo verde.

El biólogo se dejó caer al suelo y afirmó la mira apoyándose en los codos. El mono aullador, acostumbrado a vivir en una reserva protegida, le miró con curiosidad. No huyó ni siquiera cuando el primer dardo pasó silbando a su lado, sin darle. Cuando el segundo se le clavó profundamente en el muslo, lanzó un chillido de ira y sorpresa, dejando caer los restos de su comida mientras huía hacia la espesura.

Gutiérrez se puso de pie y caminó hacia delante. No estaba preocupado por el mono: la dosis de tranquilizante era demasiado pequeña como para producirle más que unos pocos minutos de aturdimiento.

Ya estaba pensando en qué hacer con su nuevo descubrimiento. Él mismo redactaría el informe preliminar, pero los restos habría que enviarlos de vuelta a Estados Unidos para que se les hiciera una identificación positiva final, claro está. ¿A quién se los debería enviar? El experto reconocido era Edward M. Simpson, profesor emérito de zoología de la Columbia University de Nueva York. Un refinado anciano con el cabello canoso peinado hacia atrás, Simpson era la principal autoridad mundial en la taxonomía de las lagartijas. Marty pensó que probablemente le enviaría la lagartija al doctor Simpson.

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