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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (28 page)

BOOK: Patente de corso
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Voy a brindar por ella -la llamaré María- porque hace cinco años, apenas cumplidos los veinte, trastornada por los golpes de su marido, loca, desconfiada, triste, encontró la sonrisa perdida, la abnegación y el respeto. Por esas bromas que tiene la vida, todo lo halló en un hombre ensimismado en su soledad, con treinta años como treinta navajazos, con el regusto de la droga todavía en las venas y paseándose del brazo del diablo por el filo del abismo.

Tenían frío -ahí afuera hace un frío del carajo- y se acercaron el uno al otro para darse calor. AI poco estaban viviendo juntos, y cada uno aportó su singular dote: ella, una cría pequeña y la ternura que no habían podido romperle las humillaciones y las palizas. Él, su mirada vacía, una soledad infinita y un perro de dos años. Háganse cargo del capital social: una desequilibrada con una hija y un yonqui con un chucho. Como para no jugarse un duro por ellos.

Y sin embargo, funcionó. El aprendizaje fue lento y duro, pero perfecto. María y su hombre habían sacado el número correcto en esa tómbola que tiene tan mala leche pero que a veces, cuando se le entra con ganas, es capaz de deslumbrar con el más hermoso premio del mundo. Sufrieron, soportaron problemas de dinero, de trabajo, de salud, de vivienda. Tropezaron con muchos miserables en el camino, pero también con gente honrada que les echó una mano cuando la necesitaban, que les dio comida cuando tuvieron hambre, que les devolvió poco a poco la fe en sí mismos y en los demás. Tuvieron algo de trabajo, compenetración, amor. Complicidad. Y un día se miraron y él dijo: «soy feliz», y ella respondió: «soy feliz». Y no era una de esas frases que repites para creerte un sueño o para convencerte de algo, sino que era de verdad. Esa especie de rayito de sol, de calor que te alegra el alma aunque sea un poco, y aleja el frío, y te hace pensar que después de todo, bueno, aquí vamos a estar sólo un rato pero igual si nos abrazamos fuerte resulta que hasta vale la pena.

Pero la vida se lo cobra todo. Y un día, hace pocas semanas, él tuvo un accidente, y fue al médico, y le contó sus antecedentes, y el médico le preguntó si quería hacerse los análisis del Sida. Y él se acordó de casi todos sus amigos, muertos de eso, enganchados o en el talego. Y se acordó de María y de las chiquillas y del chucho, y dijo que sí, que vale, que venga el análisis de los cojones. Y no fue un análisis sino tres, con resultados confusos o contradictorios. Y vino el miedo. Y la incertidumbre. Y hace unos días él llegó tarde del trabajo, cansado, distinto, y le confió a María que había ido a la iglesia, a la parte vieja de esa ciudad del sur, cerca del lugar donde nació. Y le dijo que había ido a pedir por ellos dos, y por la niña. En realidad -añadió- a pedir por la niña y por ella, porque después de todo él se lo había buscado y ella no.

María es calor, y tibieza, y consuelo. Y él es aire fresco, con unos ojos claros que se parecen al mar, o al cielo, o a ambas cosas a la vez. Y durante estas últimas semanas han vivido con la esperanza puesta en el último pétalo de la margarita deshojada día tras día, sin abandonarse al miedo, o a la desesperación, en atroz espera. Y de ese modo, si alguna vez dudaron de su capacidad de amarse, ya no les queda duda alguna, Y cuando escribo estas líneas el perro está inmóvil enroscado a sus pies, y la chiquilla duerme con ese olor a fiebre y sudor suave de niño que tienen los críos cuando descansan. Y ellos siguen mirándose el uno al otro callados, esperando el papel del laboratorio que les traiga la liberación, o la sentencia.

Pensaré en ellos esta noche, cuando irresponsables y asesinos cargados de alcohol se rompan el alma en las carreteras, malgastando una vida que otros han aprendido, con tanto amor y sufrimiento, a valorar en lo que cuesta. Por esos fiambres anunciados del matasuegras y el dieciséis válvulas no enarcaré ni una ceja. Pero brindaré de corazón por María y por su hombre, por la cría y por el chucho. Por esa vida que ellos sí merecen vivir. Sea cual sea el resultado del análisis. Lo sepan ya o no lo sepan.

En realidad, ¿quién de nosotros lo sabe?

El Semanal, 31 Diciembre 1995

1996
El chinorri de Juan

Estos primeros días de enero, con todo el venid y vamos todos, y los Reyes Magos, y los escaparates de los grandes almacenes y las jugueterías las pocas que van quedando atiborradas con esa mala zorra de la Barbie y demás artilugios engañainfantes, el arriba firmante se ha estado acordando mucho del hijo de su ex amigo Juan. Algunos de ustedes, los que durante cinco años escucharon La ley de la calle en RNE, recordarán a Juan y su peculiar modo de contar las noticias, con aquella jerga y maneras de tipo bronco, taleguero, junto a Manolo el pasma marchoso y Ángel, el choro arrepentido.

Juan era mi amigo, y era un tipo especial. Había estado enganchado a la heroína, y en la cárcel; y dispuesto a regenerarse se comía el mono yéndose al monte a cortar árboles con las brigadas de ICONA, o como se llame ahora. Llegaba al programa inmaculadamente limpio, con la camisa y los pantalones recién planchados por su vieja, que era una santa. A pesar del pasado reciente, Juan era un tipo cabal y cumplidor, fiel a sus amigos y a sus compromisos. Rubito, menudo y con una mirada azul que parecía agua helada, peligrosa. Era un duro de verdad. Tenía en el costado una cicatriz de un palmo -la mojada que una vez le dieron en el talego- y ese andar rápido y oscilante que se adquiere pateando arriba y abajo muchos patios de prisión. Era inquieto, nervioso, susceptible, auténtico, bravo. También tenía un corazón de oro, pero el jaco le habla dejado algún muelle suelto, un punto agresivo que saltaba de vez en cuando y lo hacía liar unas pajarracas terribles. Por alguna extraña razón, en el programa no respetaba a nadie más que a mí; y sólo yo conseguía templarlo cuando se enzarzaba con algún oyente malintencionado, o con un tolai, o con un pelmazo. Nos queríamos mucho.

Los viernes por la noche, después del micrófono, íbamos por ahí de birras y conversación, y él se liaba esos canutos que yo nunca le dejaba fumar mientras estábamos en antena. Supe así de su vida, de sus esfuerzos por mantenerse lejos del caballo, de la soledad y de aquella retorcida dignidad personal, hecha de orgullo desesperado y de respeto a la palabra dada, que él mantenía en alto como una bandera, tal vez porque no tenía otra cosa a la que agarrarse. Había estado casado con una merchera sometida a los códigos estrictos de su clan, y me contaba que ella habla vuelto con su familia, con el hijo que habían tenido, y que ahora no le dejaban ver. Cuando iba a visitarlo, la familia de su mujer se cerraba en banda, le impedían ver al enano, e incluso hubo algún incidente que desbordó las palabras. A veces Juan no podía más y se iba de viaje a ese pueblo de Valencia, o Castellón no recuerdo bien el sitio para, escondido tras una esquina, ver de lejos a su mujer y a su hijo. No tenía un duro, y cuando reunía lo que le pagaban por dos o tres programas, le compraba un juguete al crio e intentaba hacérselo llegar de alguna manera. Recuerdo que un año, por estas mismas fechas, Juan estuvo ahorrando para comprarle un camión con mando a distancia que era decía para rilarse, colega, con todas las sirenas, y las luces, y la hostia. Y yo ofrecí echarle una mano, no sé, dos o tres talegos; y él me miró muy serio y me dijo: mi chinorri es cosa mía, colega, cómo lo ves.

Juan es uno de mis remordimientos. Porque una noche que venía quemado y se le cruzaron los cables en directo y empezó a cagarse en los muertos de un oyente, tuvimos allí, en el estudio, unas palabras. Y ya con el micro cerrado él me agarró por el cuello de la camisa y yo, que también estaba caliente, le dije que me soltara o lo rajaba allí mismo. Y me miró como no me habla mirado nunca muy fijo y muy triste, y me soltó la camisa. Y yo, que seguía caliente, en plan doble, le dije que aquello no era el patio del talego, sino una emisora de radio, y que estaba despedido. Y él se fue, y ya no volvió nunca más, y yo perdí para siempre aquella noche, porque soy un perfecto gilipollas, a uno de los más fieles amigos que tuve nunca. Y sólo mucho después supe, por un tercero, que ese día Juan habla vuelto de Castellón, o de Valencia, con su camión de sirenas y luces que era la hostia bajo el brazo, porque la familia de su ex no le habla dejado dárselo al chinorri. Y por eso iba como iba. Son cosas que pasan.

De aquello han transcurrido dos años y no sé qué fue de Juan. Pero siempre lo imagino con su pelo rubio recién lavado y aquellos pantalones y camisas impecablemente limpios, planchados por su vieja, tras una esquina, viendo pasar al chinorri a lo lejos, de la mano de su madre y los abuelos. Ojalá este día de Reyes haya podido darle el camión.

El Semanal, 07 Enero 1996

Nefertari va lista

Acabo de leer no sé dónde que la tumba de Nefertari, consorte que fue del faraón Ramsés II, ha sufrido más daños a causa de las visitas turísticas en poco más de medio siglo que durante los tres mil tacos de calendario que permaneció oculta. Siete millones de visitantes son muchos, y desde la humedad de la respiración hasta las manos que tocan las paredes, y el polvo, y el Te amo Jennifer, y la lata de Coca Cola que se derrama encima del mural de treinta siglos, aquello está hecho una lástima. Ni siquiera las restricciones impuestas tras la última restauración solucionan el problema. Así que la tal Nefertari va lista de papeles a corto plazo.

Pero no se trata sólo de la chica egipcia esa. Podemos citar los frescos del Vaticano acribillados por nombres y mensajes de turistas, las botellas vacías que llenan las calles y canales de Venecia, los azulejos arrancados de Lisboa, los bellísimos rincones, muros o pinturas machacados por gentuza sin conciencia en Sevilla, Paris, Córdoba, Santiago, Florencia o Viena, para comprender que algo se está yendo de vareta en esto del turismo popular, de masas o cómo diablos queramos llamarlo. De hecho, uno hasta se pregunta si las palabras turismo y masas son compatibles. O si el término popular es hoy combinable con la palabra cultura. O para ser más exactos, si todos los turistas tienen el mismo derecho a acceder a todas partes. Y la desoladora respuesta es que sí. Que, para bien o para mal, nadie puede negarles, negarnos ese derecho. Esa espeluznante conquista social. Y en el futuro ya siempre será así, o será peor.

Irse al carajo destruyendo los restos de nuestra memoria, supongo, forma parte inevitable del tiempo y de la vida. Incluso en lo que se refiere a la memoria de la Humanidad. Somos demasiados los que hemos adquirido el derecho a invadir, degradar y arrasar impunemente lugares que costaron muchos siglos y esfuerzos conservar. Pero además, como éstos son tiempos en que lo malo y lo estúpido suele ir vinculado a la ordinariez, resulta que lo hacemos alfombrando esa memoria con latas vacías y mondas de naranja, marcando piedras, muros o pinturas con nuestras iniciales y declaraciones de principios, sin el menor interés por enterarnos de la historia y circunstancias de las reliquias que destruimos. Con el único objeto de hacernos una puta foto.

Mirémonos despacio, por el amor de Dios. Pasamos por los sitios a centenares y en tropel, detrás del guía, a toda prisa y sin enterarnos de nada, con el gesto bovino de quien únicamente espera la vista conocida, el cuadro famoso, la torre inclinada, para inmortalizarse a sí mismo con vídeo o fotografía en un escenario que sólo interesa porque sale en las postales y en las películas. El resto nos importa una puñetera mierda. Recorremos el mundo sin saber siquiera dónde hemos estado; sin cambiar una sola palabra con los habitantes del lugar, sin entrar en un café, sin pisar una calle que no esté programada en los malditos itinerarios turísticos oficiales. Somos zombies boquiabiertos y grotescos, incapaces de registrar en la retina sino lo que de antemano estamos programados para ver. Y así, después, cuando en el cine sale la torre Eiffel, puede oírsenos decir a la legítima, en tono viajado y cosmopolita: "Mira, Paris".

Si fuéramos inofensivos, todo eso sería asunto de cada cual. Pero no somos inofensivos: ocupamos espacio, hacemos ruido, dejamos sucias huellas, fastidiamos a los turistas individuos de verdad, esos que si andan por el mundo a la búsqueda de una explicación, un recuerdo, un matiz. Los que viajan para conseguir cultura y conocimiento. Esos que, agazapados en un rincón del museo o de la iglesia, esperan pacientemente a que desfile la infame tropa para quedarse de nuevo cara a cara con el cuadro, el retablo, el misterio de sí mismos que intentan desvelar merced a esas reliquias de la memoria. En otro tiempo, sólo quienes tenían dinero, o quienes no lo tenían pero estaban dispuestos a hacer el esfuerzo necesario, accedían a ese tipo de lugares. Y el que no, pues no. Eso era injusto, por supuesto; pero favorecía una especie de selectividad práctica: uno valora más aquello que consigue con dinero, dificultad o sacrificio. Además, entonces la gente aspiraba a parecer culta y educada, aunque no lo fuera. Se guardaban las maneras, y al final ya no era tanto cuestión de pasta, sino de actitudes acordes con el lugar a visitar: éste ejercía una influencia benéfica sobre el turista. Ahora ocurre justo lo contrario. Quizás, porque a cualquier animal borracho de cerveza, echar una meada en una esquina oscura del Duomo de Florencia le sale por cuatro duros si lo hace con desayuno incluido, en días azules y en compañía de otros cinco mil.

El Semanal, 25 Febrero 1996

El amante de Almudena Jong

El hombre cuya intuición literaria más respeto en el mundo se llama Antonio Robles, tiene cuarenta y cinco años y fuma en pipa. Como él mismo suele decir a menudo, la suya es una trayectoria profesional lenta, pero segura: hace treinta años empezó trabajando de botones en la editorial que publica mis novelas, y ahora es ordenanza de la misma. Si vas muy deprisa, argumenta, derrapas en las curvas. Y él no tiene prisa, ni maldita la falta que le hace.

Antonio es uno de los fulanos más singulares que conozco. Es de La Carolina, Jaén, donde pasó la infancia cuidando cerdos, gallinas y cosas así, hasta que la vida lo trajo al rompeolas de las Españas, a buscársela. Uno se lo tropieza por los pasillos de Alfaguara, cargado con cajones de libros, ocupándose del correo, del mantenimiento y toda la parafernalia. Cualquier autor de la casa, incluidas las estrellas extranjeras, lo conoce y respeta. Vive solo. O, para ser más exactos, vive en la editorial. Llega a las cinco de la madrugada y se abre a las ocho de la tarde, y a esa hora hace exactamente lo mismo todos y cada uno de los días de su vida: cena huevos fritos con patatas en la tasca de Justino, cerca de su casa en la calle de Toledo de Madrid, y luego se toma sus copas, sobre el mármol manchado de vino de viejos mostradores, con sus compadres El Duchas, La Guiri y el camareta Carlitos.

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