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Authors: Edgar Rice Burroughs

Pellucidar (18 page)

BOOK: Pellucidar
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Durante unos doscientos pies caí en posición horizontal. La velocidad que iba alcanzando era terrorífica. Casi podía sentir el aire como una cosa sólida por la velocidad con que lo atravesaba. Luego mi posición cambió gradualmente a la vertical, y con las manos extendidas me deslicé por el aire hendiéndolo como si fuera una flecha. Justo antes de golpear el agua, una auténtica rociada de lanzas cayó a mi alrededor. Mis enemigos se habían abalanzado hasta el extremo del risco y me lanzaban sus armas. No me alcanzaron de milagro.

En el último instante vi que había evitado las rocas y que iba a golpear limpiamente el agua. Entonces caí a plomo en las profundidades de la cala. Supongo que en realidad no me hundí demasiado, pero en aquel momento creí que nunca me detendría. Cuando por fin me atreví a curvar mis manos hacia arriba y desviar mi avance hacia la superficie, pensé que iba a explotar por la falta de aire antes de que volviera a ver el sol a través de los remolinos del agua. Pero al fin mi cabeza surgió de entre las olas, y llené mis pulmones de aire.

Ante mí se encontraba la canoa, de la que Juag y Dian se estaban bajando. No podía entender por qué la abandonaban ahora que estábamos a punto de alejarnos en ella a tierra firme; pero cuando llegué a su costado, lo comprendí. Dos pesadas lanzas, que por un pelo no habían alcanzado a Dian y Juag, se habían clavado hasta la madera en el fondo de la piragua, partiéndola prácticamente en dos trozos, de proa a popa. Estaba inutilizada.

Juag estaba sobre una roca, extendiendo su mano hacia mí para ayudarme a subir a su lado; no perdí el tiempo en aceptar su ofrecimiento. Alguna lanza ocasional todavía caía peligrosamente a nuestro alrededor, de modo que nos apresuramos a acercarnos lo más posible a la pared del risco, donde estábamos relativamente a salvo de los proyectiles.

Allí sostuvimos una breve conferencia en la que se decidió que nuestra única esperanza ahora radicaba en alcanzar el extremo opuesto de la isla tan rápido como pudiéramos hacerlo, y utilizar el bote que había dejado allí escondido para continuar nuestro viaje hasta tierra firme.

Recogiendo tres de las lanzas menos dañadas que habían caído a nuestro alrededor, iniciamos nuestro camino, dirigiéndonos hacia el lado sur de la isla, ya que Juag había apuntado que era menos frecuentado por los hombres de Hooja que la parte central por la que discurría el río. Creo que este ardid debió alejar a nuestros perseguidores de nuestro rastro, ya que ni vimos ni oímos señal alguna de persecución durante la mayor parte de nuestra marcha a lo largo de la isla.

Pero la ruta que Juag había elegido era quebrada y daba muchos rodeos, de modo que nos llevó una o dos marchas más el cubrir aquella distancia  que las que hubiéramos hecho de seguir el río. Eso fue nuestra perdición.

Los que nos buscaban debían de haber enviado una partida río arriba inmediatamente después de nuestra fuga, porque cuando por fin llegamos a la vista del río no muy lejos de nuestro destino, no hubo ninguna duda de que ya éramos observados por los hombres de Hooja situados en el río delante de nosotros, y antes de que apenas pudiéramos devolver un golpe en nuestra defensa, nos habían desarmado y atado.

Después de esto parecía que nos habían arrebatado toda esperanza. No veía ningún rayo de luz en nuestro futuro; tan sólo una muerte inmediata para Juag y para mí, lo que no me importaba mucho a la vista de lo que le aguardaba a Dian.

¡Pobre niña! ¡Qué vida más terrible había tenido! Desde el momento en que la había visto por primera vez en la caravana de esclavos de los mahars, hasta hoy, prisionera de una criatura no menos cruel, apenas podía recordar unos breves intervalos de paz y tranquilidad en su tempestuosa existencia. Antes de conocerla yo, Jubal el Feo la había perseguido a través de un mundo salvaje para hacerla su compañera. Ella le había eludido y finalmente yo lo había matado; pero el terror, las privaciones y la exposición a las fieras feroces le habían seguido el rastro durante su solitaria huida. Y cuando regresé al mundo exterior las pasadas desgracias habían vuelto a comenzar con Hooja en el papel de Jubal. Casi deseaba que la muerte le concediese la paz que el destino parecía denegarle en esta vida.

Le comenté el tema, sugiriéndole que muriésemos juntos.

—No temas, David —contestó—. Acabaré con mi vida antes de que Hooja pueda causarme daño alguno, pero antes veré morir a Hooja.

Al decir esto sacó de su pecho una pequeña tira de cuero, a cuyo extremo estaba atado un pequeño saquito.

—¿Qué tienes ahí? —pregunté.

—¿Recuerdas la vez que pisaste la cosa a la que en tu mundo llamáis víbora? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Aquel accidente te dio la idea de envenenar las flechas con las que atacamos a los guerreros del Imperio —continuó—, y a mí también me dio una idea. Durante mucho tiempo he llevado un colmillo de víbora en mi seno. Me ha dado la fuerza para afrontar muchos peligros, porque siempre me ha garantizado la inmunidad frente al insulto final. Pero todavía no estoy preparada para morir. Antes dejaré que Hooja pruebe el colmillo de la víbora.

Así que no morimos juntos, y hoy soy feliz por no haberlo hecho. Siempre me ha parecido algo estúpido contemplar el suicidio; porque no importa lo oscuro que hoy aparezca el futuro pues el mañana puede depararnos aquello que alterará toda nuestra vida en un instante, revelándonos la luminosidad del día y la felicidad. Así, en lo que a mí respecta, siempre aguardaré el mañana.

En Pellucidar, donde siempre es hoy, la espera puede no ser muy larga, y así resultó para nosotros. Mientras estábamos atravesando una elevada colina de aplanada cumbre, en un bosque de apariencia similar a una campiña, una auténtica red de flexibles cuerdas cayó repentinamente sobre nuestros guardias, atrapándolos. Al momento, una horda de mis aliados, los peludos hombres gorila de tiernos ojos y alargados rostros de oveja, saltó entre ellos.

Fue una batalla muy interesante. Lamenté que mis ataduras me impidieran tomar parte en ella, pero alenté con mi voz a los hombres bestia y al viejo y osado Gr-gr-gr, su jefe, cada vez que sus poderosas mandíbulas acababan con la vida de uno de los hombres de Hooja. Cuando acabó la lucha, sólo habían conseguido escapar algunos de nuestros captores; la mayoría yacían muertos a nuestro alrededor. Los hombres gorila no les prestaron mayor atención. Gr-gr-gr se volvió hacia mí.

—Gr-gr-gr y su pueblo son tus aliados —dijo—. Uno de los nuestros vio a los guerreros del Astuto y los siguió. Vio como te capturaban y regresó tan rápido como pudo hasta la aldea para contarme lo que había visto. El resto ya lo sabes. Tú hiciste mucho por Gr-gr-gr y el pueblo de Gr-gr-gr. Nosotros siempre haremos mucho por ti.

Se lo agradecí, y cuando le informé de nuestra huida y de nuestro destino, insistió en acompañarnos hasta el mar con un gran número de sus feroces machos. Al final no fuimos reacios a aceptar su escolta. Encontramos la canoa donde la había escondido, y despidiéndonos de Gr-gr-gr y de sus guerreros, los tres nos embarcamos hacia el continente.

Pregunté a Juag sobre la posibilidad de intentar cruzar hasta la boca del gran río que según me había contado se podía remontar casi hasta Sari; pero me aconsejó no intentarlo, ya que sólo teníamos un remo y además no teníamos ni agua ni comida. Tuve que reconocer la sabiduría de su consejo, pero el deseo de explorar aquella gran masa de agua estaba fuertemente implantado en mí, y acabó despertando la determinación de realizar el intento una vez que hubiésemos ganado la costa y subsanado nuestras deficiencias.

Desembarcamos varias millas al norte de Thuria en una pequeña cala que parecía ofrecernos protección del fuerte oleaje que a veces corre, incluso en los de ordinario pacíficos océanos de Pellucidar. Allí desvelé a Dian y a Juag los planes que tenía  en mente. Íbamos a equipar a la canoa de una pequeña vela, cuyo propósito les tuve que explicar a ambos, ya que ninguno de ellos había oído o visto antes de semejante ingenio. Después cazaríamos algo de comida que llevaríamos con nosotros y prepararíamos un recipiente para el agua.

Los dos últimos puntos entraban más en la línea de Juag, pero estuvo murmurando entre dientes algo sobre la vela y el viento durante largo rato. Podía ver que no estaba ni siquiera medio convencido de que una idea tan ridícula pudiera hacer que la canoa se moviese por el agua.

Durante algún tiempo intentamos cazar cerca de la costa pero no fuimos recompensados con ningún éxito relevante. Finalmente decidimos esconder la canoa, y adentrarnos en tierra firme en busca de caza. A sugerencia de Juag excavamos un hoyo en la arena en el extremo superior de la playa y enterramos la nave, alisando la superficie y echando a un lado la arena sobrante que habíamos excavado. Después nos alejamos del mar. Viajar hacia Thuria es menos arduo que hacerlo bajo el sol de mediodía que eternamente se derrama sobre el resto de la superficie de Pellucidar; pero también tiene sus desventajas, una de las cuales es la depresiva influencia emitida por la sempiterna cortina de la Tierra de la Horrible Sombra.

Cuanto más nos adentrábamos, más oscuro se volvía, hasta que por fin nos movimos en un eterno crepúsculo. La vegetación estaba ahora más esparcida y era de una extraña naturaleza descolorida, aunque crecía en una forma y tamaño asombrosos. A menudo divisamos enormes lidi, las bestias de carga, moviéndose a grandes pasos por el tenue boscaje, retozando en la grotesca vegetación, o bebiendo de los calmados y sombríos ríos que discurrían desde las llanuras del Lidi para desembocar en el mar en Thuria.

Lo que buscábamos era un thag, una especie de bisonte gigantesco, o alguna de las mayores especies de antílope, cualquiera de sus carnes secaría bien al sol. La vejiga del thag nos daría un excelente odre para el agua, y su piel, me figuraba, sería una buena vela. Viajamos a una considerable distancia tierra adentro, cruzamos totalmente la Tierra de la Horrible Sombra y por fin salimos a la parte de las Llanuras del Lidi que se encuentran a la placentera luz del sol. Por encima nuestro el mundo colgante giraba sobre su eje, llenándome especialmente a mí y a Dian en un estado casi similar, de una maravilla y de una curiosidad insaciable acerca de las extrañas formas de vida que existirían entre sus valles y colinas y a lo largo de sus mares y ríos, que ahora podíamos divisar claramente.

Ante nosotros se extendían las inmensidades sin horizonte del vasto Pellucidar, las Llanuras del Lidi nos circundaban, mientras que por encima de nosotros hacia el noroeste podía distinguir las numerosas torres que señalaban las entradas a la lejana ciudad mahar, cuyos habitantes oprimían a los thurios.

Juag sugirió que viajásemos hacia el nordeste, donde dijo que en el margen de la llanura encontraríamos un país arbóreo en el que la caza sería abundante. Actuando de acuerdo con su consejo, llegamos por fin a una jungla boscosa, atravesada por incontables senderos de caza. En las profundidades de este formidable bosque encontramos el rastro reciente de un thag.

Poco después, acechando sigilosamente, tuvimos al alcance de nuestras lanzas a un pequeño rebaño. Eligiendo un gran toro, Juag y yo lanzamos nuestras armas simultáneamente. Dian reservó la suya para un caso de emergencia. La bestia trastabilló sobre sus pies, rugiendo. En un instante el resto del rebaño se levantó y salió a la carrera quedándose solo el toro herido, con la cabeza agachada y los ojos errantes buscando a su enemigo. Entonces Juag, como parte de la táctica de la cacería, se expuso a la vista del toro, mientras yo me situaba a un lado detrás de un arbusto. En el momento en que la salvaje bestia vio a Juag cargó contra él. Juag salió corriendo, atrayendo al toro hacia mi escondite. Hacia él vino; toneladas de poderosa y rabiosa fuerza bestial.

Dian se había deslizado a mi espalda. Ella también, si las circunstancias lo requerían, podía luchar contra un thag. ¡Ah, qué muchacha! ¡Una verdadera emperatriz de la edad de piedra por cualquier patrón de los dos mundos por el que la quisierais medir!

Arrollándolo todo a su paso, el thag vino hacia nosotros, rugiendo y bufando, con la potencia de cien toros del mundo exterior. Cuando estuvo enfrente de mí salté hacia la pesada crin que cubría su enorme cuello. Enredar mis dedos en ella apenas me llevó un instante. Luego eché a correr justo al costado de la bestia.

La teoría en que se funda la costumbre de esta cacería se basa en lo que alguien descubrió hace mucho tiempo a base de experiencia, y es que un thag no varía su embestida una vez que ha cargado contra el objeto de su ira, al menos mientras que todavía pueda ver aquello contra lo que embiste. Evidentemente cree que el hombre que trepa a su crin intenta retenerlo para que no dé alcance a su presa, y por ello no presta atención a su enemigo, quien, naturalmente, no retrasa su carga en lo más mínimo.

Una vez que me mantuve al paso de la traqueteante bestia, fue relativamente fácil saltar sobre su espalda al estilo en que los soldados de caballería montan sus caballos a la carrera. Juag todavía corría delante del toro. Su velocidad era unas tres veces menor que la del monstruo que le perseguía. Los pellucidaros son casi tan veloces como un ciervo; debido a que yo no lo soy, ésa es la razón por la que siempre me eligen para la tarea de acercamiento en la caza del thag. No puedo mantenerme delante de un thag a la carga el tiempo suficiente para que el matador haga su trabajo. Lo aprendí la primera y única vez que lo intenté.

A horcajadas sobre el cuello del toro, desenvainé mi largo cuchillo de piedra, y situando cuidadosamente la punta en la espina dorsal del bruto, lo clavé con ambas manos. En el mismo instante salté del vacilante animal. Ningún vertebrado puede avanzar con un cuchillo atravesando su espina dorsal, y el thag no es la excepción a esa regla.

La bestia cayó al suelo instantáneamente. Mientras se revolcaba por el suelo, volvió Juag; los dos saltamos sobre ella cuando una abertura nos dio la oportunidad de recuperar nuestras lanzas de su costado. Después danzamos a su alrededor, como si fuéramos dos salvajes, hasta que encontramos el hueco que estábamos buscando, y simultáneamente nuestras lanzas atravesaron su fiero corazón, dejándola inmóvil para siempre.

El thag había cubierto una distancia considerable desde el lugar en que yo había saltado sobre él. Cuando después de despacharlo, miré hacia donde estaba Dian, no pude verla. La llamé en voz alta, pero no recibí ninguna contestación, y me dirigí rápidamente adonde la había dejado. No tuve ninguna dificultad en encontrar el mismo arbusto detrás del que habíamos estado escondidos, pero Dian no estaba allí. La llamé una y otra vez para ser recompensado sólo por el silencio. ¿Dónde podía estar? ¿Qué le podría haber ocurrido en el breve intervalo transcurrido desde que la había visto detrás de mí?

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