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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (21 page)

BOOK: Persuasion
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Al quedarse sola en su habitación trató de comprender lo acontecido. ¡Claro que podía Carlos preguntarse qué sentiría el capitán Wentworth! Quizás había abandonado el campo, dejando de amar a Luisa; quizás había comprendido que no la amaba. No podía soportar la idea de traición o versatilidad o cualquier cosa semejante entre él y su amigo. No podía imaginar que una amistad como la de ellos diera lugar a ningún mal proceder.

¡El capitán Benwick y Luisa Musgrove! La alegre, la ruidosa Luisa Musgrove y el pensativo, sentimental, amigo de la lectura, Benwick, parecían las personas menos a propósito la una para la otra. ¡Dos temperamentos tan diferentes! ¿En qué pudo consistir la atracción? Pronto surgió la respuesta: había sido la situación. Habían estado juntos varias semanas, viviendo en el mismo reducido círculo de familia; desde la vuelta de Enriqueta, debían haber dependido el uno del otro, y Luisa, reponiéndose de su enfermedad, estaría más interesante, y el capitán Benwick no era inconsolable. Esto ya lo había sospechado Ana con anterioridad, y en lugar de sacar de los acontecimientos la misma conclusión que María, todo esto la afirmaba en la idea de que Benwick había experimentado cierta naciente ternura hacia ella. Sin embargo, en esto no veía una satisfacción para su vanidad. Estaba persuadida que cualquier mujer joven y agradable que le hubiese escuchado pareciendo comprenderle hubiera despertado en él los mismos sentimientos. Tenía un corazón afectuoso y era natural que amase a alguien.

No veía ninguna razón para que no fueran felices. Luisa tenía para empezar, entusiasmo por la Marina, y bien pronto sus temperamentos serian semejantes. El adquiriría alegría y ella aprendería a entusiasmarse por Lord Byron y Walter Scott; no, esto ya estaba sin duda aprendido; de seguro, se habían enamorado leyendo versos. La idea de que Luisa Musgrove pudiera convertirse en una persona de refinado gusto literario y reflexiva era por cierto bastante cómica, pero no cabía duda de que así ocurriría. El tiempo transcurrido en Lyme, la fatal caída de Cobb, podían haber influido en su salud, en sus nervios, en su valor, en su carácter, hasta el fin de su vida, tanto como parecían haber influido en su destino.

Se podía concluir que si la mujer que había sido sensible a los méritos del capitán Wentworth podía preferir a otro hombre, nada debía ya sorprender en el asunto. Y si el capitán Wentworth no había perdido por ello un amigo, nada había que lamentar. No, no era dolor lo que Ana sentía en el fondo de su corazón, a pesar de ella misma, y coloreaba sus mejillas el pensar que el capitán Wentworth seguía libre. Se avergonzaba de escudriñar sus sentimientos. ¡Parecían ser de una grande e insensata alegría!

Deseaba ver a los Croft, pero cuando los encontró, comprendió que éstos aún no sabían las novedades. La visita de ceremonia fue hecha
y
devuelta,
y
Luisa Musgrove y el capitán Benwick fueron mencionados, sin que ni siquiera sonrieran.

Los Croft se habían alojado en la calle Gay, lo que Sir Walter aprobaba. Este no se sentía avergonzado en modo alguno de tal conocimiento. En una palabra, hablaba y pensaba más en el almirante que lo que éste jamás pensó o habló de él.

Los Croft conocían en Bath tanta gente como era su deseo, y consideraban su relación con los Elliot como un asunto de pura ceremonia, y que en lo absoluto les proporcionaba placer. Tenían el hábito campesino de estar siempre juntos. El debía caminar para combatir la gota y Mrs. Croft parecía compartir con él todo, y caminar junto a ella parecía hacerle bien al almirante. Ana los veía en todas partes. Lady Russell la sacaba en su coche casi todas las mañanas y ella jamás dejaba de pensar en ellos y de encontrarlos. Conociendo como conocía sus sentimientos, los Croft constituían un atractivo cuadro de felicidad. Los contemplaba tan largamente como le era posible y se deleitaba creyendo entender lo que ellos hablaban mientras caminaban solos y libres. De la misma manera le encantaba el gesto del almirante al saludar con la mano a un antiguo amigo, y observaba la vehemencia de la conversación cuando Mrs. Croft, entre un pequeño grupo de marinos, parecía tan inteligente e interiorizada en asuntos náuticos como cualquiera de ellos.

Ana estaba demasiado ocupada por Lady Russell para hacer caminatas, pero, pese a ello, ocurrió que una mañana, diez días después de la llegada de los Croft, en que decidió dejar a su amiga y al coche en la parte baja de la ciudad y volver a pie a Camden Place. Caminando por la calle Milsom tuvo la suerte de encontrarse con el almirante. Estaba parado frente a una vidriera, con las manos detrás, observando atentamente un grabado, y no sólo hubiera podido pasar sin ser vista, sino que debió tocarlo y hablarle para que reparase en ella. Cuando la vio y la reconoció, exclamó con su habitual buen humor:

—¡Ah!, ¡es usted! Gracias, gracias. Esto es tratarme como a un amigo. Aquí estoy, ya ve usted, contemplando un grabado. No puedo pasar frente a esta vidriera sin detenerme: ¡Lo que han puesto aquí pretendiendo ser un barco! Mire usted. ¿Ha visto algo semejante? ¡Qué individuos curiosos deben ser los pintores para imaginar que alguien arriesgaría su vida en esa vieja y desfondada cáscara de nuez! Y, sin embargo, vea usted allí a dos caballeros muy cómodamente mirando las rocas y las montañas, sin preocuparse por nada, lo que a todas luces es absurdo. Pienso en qué lugar ha podido construirse un barco semejante —riendo—. No me atrevería a navegar en ese barco ni en un estanque. Bueno —volviéndose—, ¿hacia dónde va? ¿Puedo hacer algo por usted o acompañarla tal vez? ¿En qué puedo serle útil?

—En nada, gracias. A menos que quiera darme usted el placer de caminar conmigo el corto trecho que falta. Voy a casa.

—Lo haré con muchísimo gusto. Y si lo desea, la acompañaré más lejos también. Sí, juntos haremos más agradable el camino. Además, tengo algo que decirle. Tome usted mi brazo; así está bien. No me siento cómodo si no llevo una mujer apoyada en él. ¡Dios mío, qué barco! —añadió lanzando una última mirada al grabado mientras se ponían en marcha.

—¿Usted quería decirme algo, señor?

—Así es. De inmediato. Pero allí viene un amigo: el capitán Bridgen. No haré más que decirle: «¿Cómo está usted?», al pasar. No nos detendremos. «¿Cómo está usted?» Bridgen se sorprenderá de verme con una mujer que no es mi esposa. Pobrecita, ha debido quedarse amarrada, en casa. Tiene una llaga en el talón, mayor que una moneda de tres chelines. Si mira usted a la vereda de enfrente verá al almirante Brand y a su hermano. ¡Unos desharrapados! Me alegro de que no vengan por esta acera. Sofía los detesta. Me hicieron una mala pasada una vez… Se llevaron algunos de mis mejores hombres. Ya le contaré la historia en otra oportunidad. Allí vienen el viejo Sir Archibaldo Drew y su nieto. Vea, nos ha visto. Besa la mano en su honor, la confunde a usted con mi esposa. Ah, la paz ha venido demasiado aprisa para este señorito. ¡Pobre Sir Archibaldo! ¿Le agrada a usted Bath, miss Elliot? A nosotros nos conviene mucho. Siempre nos encontramos algún antiguo amigo; las calles están repletas de ellos cada mañana. Siempre hay con quien conversar, y después nos alejamos de todos y nos encerramos en nuestros aposentos, y ocupamos nuestras sillas y estamos tan cómodamente como si nos encontráramos en Kellynch o como cuando estábamos en el norte de Yarmouth o en Deal. Uno de nuestros aposentos no nos agrada porque nos recuerda los que teníamos en Yarmouth. El viento se cuela por uno de los armarios tal como que se colaba allá.

Cuando hubieron caminado un poco, Ana se atrevió a inquirir otra vez qué era lo que él deseaba comunicarle. Ella había esperado que al alejarse de la calle Milsom su curiosidad se vería satisfecha. Pero debió esperar aún más, porque el almirante estaba dispuesto a no comenzar hasta que hubieran llegado a la gran tranquilidad espaciosa de Belmont, y como no era la señora Croft, no tenía más remedio que dejarlo hacer su voluntad. En cuanto iniciaron el ascenso de Belmont, él comenzó:

—Bien, ahora oirá algo que la sorprenderá. Pero antes deberá usted decirme el nombre de la joven de la que voy a hablar. Esa joven de la que tanto nos hemos ocupado todos. La señorita Musgrove, la que sufrió el accidente… su nombre de pila, siempre olvido su nombre de pila.

Ana se avergonzó de comprender tan presto de qué se trataba; pero ahora podía sin problemas sugerir el nombre de «Luisa».

—Eso es, Luisa Musgrove, éste es el nombre. Desearía que las muchachas no tuviesen tal cantidad de lindos nombres. Nunca olvidaría si todas se llamasen Sofía o algún otro nombre por el estilo. Bien, esta señorita Luisa, sabe usted, creíamos todos que se casaría con Federico. El le hacía la corte desde hacía varias semanas. Lo único que nos sorprendía algo era tanta demora en declararse hasta que ocurrió el accidente de Lyme. Entonces, por supuesto, supimos que él debía esperar hasta que ella se recobrase. Pero aun así había algo curioso en su manera de proceder. En lugar de quedarse en Lyme, se fue a Plymouth y de allí se encaminó a visitar a Eduardo. Cuando nosotros volvimos de Minehead se había ido a visitar a Eduardo y allí permaneció desde entonces. No hemos vuelto a verlo desde el mes de noviembre. Ni Sofía puede entenderlo. Pero ahora ocurre lo más extraño de todo, porque esta señorita, esta joven Musgrove, en lugar de casarse con Federico se va a casar con James Benwick. Usted conoce a James Benwick.

—Algo. Conozco un poco al capitán Benwick.

—Bien, ella se casará con él. Ya deberían estar casados, porque no sé lo que están esperando.

—Considero al capitán Benwick un joven muy agradable —dijo Ana— y tengo entendido que tiene excelente carácter.

—¡Oh, claro que sí! No hay nada que decir en contra de James Benwick. Es solamente comandante, ¿sabe usted? Fue ascendido el último verano, y éstos son malos tiempos para progresar, pero ésta es la única desventaja que le conozco. Un individuo excelente, de gran corazón, y muy activo y celoso de su carrera, puedo asegurarlo, cosa que por cierto usted no habrá sospechado, porque sus ademanes suaves no revelan su carácter.

—En eso se equivoca usted, señor; jamás encontré falta de entusiasmo en los modales del capitán Benwick. Lo encuentro particularmente agradable, y puedo asegurarle que sus modales gustan a todo el mundo.

—Bien, las señoras son mejores jueces que nosotros. Pero James Benwick es demasiado tranquilo a mi manera de ver, y aunque puede ser parcialidad nuestra, Sofía y yo no podemos evitar encontrar mejores maneras en Federico. Y creo que hay algo en Federico que está más de acuerdo con nuestro gusto.

Ana estaba en la trampa. Sólo había querido oponerse a la idea de que el entusiasmo y la gentileza eran incompatibles, sin decir por ello que los modales del capitán Benwick fueran mejores, y después de un momento de vacilación, dijo: «No he pensado comparar a los dos amigos…», cuando el almirante la interrumpió diciendo:

—El asunto es bien claro. No se trata de simple chismografía. Lo hemos sabido por el mismo Federico. Su hermana recibió ayer una carta de él en la que nos informa de todo, y él, a su vez, lo ha sabido por una carta de los Harville, escrita de inmediato, desde Uppercross. Creo que están todos en Uppercross.

Esta fue una oportunidad que Ana no pudo resistir. Así, pues, dijo:

—Espero, almirante, que no haya en la carta del capitán Wentworth nada que les intranquilice a ustedes. Parecía en verdad, el último otoño, que había algo entre el capitán y Luisa Musgrove. Pero confío en que haya sido una separación sin violencias para ninguna de las dos partes. Espero que esta carta no trasunte amargura.

—En modo alguno, en modo alguno. No hay ni un juramento ni un murmullo de principio a fin.

Ana dio vuelta el rostro para ocultar su sonrisa.

—No, no, Federico no es hombre que se queje; tiene demasiado espíritu para ello. Si a la muchacha le gusta más otro hombre, con seguridad ella está mejor destinada para éste…

—No hay duda de eso, pero lo que quiero decir es que espero que no haya en la manera de escribir del capitán Wentworth nada que les haga pensar que guarda algún resentimiento contra su amigo, lo que bien podría ser, aunque no lo dijera. Lamentaría mucho que una amistad como la que ha habido entre él y el capitán Benwick se destruyese o sufriese daño por una causa como ésta.

—Sí, sí, comprendo. Pero no hay nada semejante en la carta. No lanza el menor dardo contra Benwick, ni siquiera dice: «Me sorprende, tengo mis razones para sorprenderme». No; por la manera de escribir jamás sospecharía usted que miss… (¿cómo se llama?) hubiera podido interesarle. Muy amablemente desea que sean felices juntos, y no hay nada rencoroso en ello, en mi opinión.

Ana no tenía igual convicción del almirante, pero era inútil continuar preguntando. Por consiguiente, se dio por satisfecha, asintiendo calladamente o diciendo alguna frase común a las opiniones del almirante.

—¡Pobre Federico! —dijo éste por último—. Debemos comenzar con alguna cosa. Creo que debemos traerlo a Bath. Sofía debe escribirle y pedirle que venga a Bath. Aquí hay muchas muchachas, estoy cierto. Es inútil volver a Uppercross por la otra señorita Musgrove, porque según sé está prometida a su primo, el joven pastor. ¿No cree usted, miss Elliot, que es mejor que venga a Bath?

CAPITULO XIX

Mientras el almirante Croft paseaba con Ana y le expresaba su deseo de que el capitán Wentworth fuese a Bath, éste ya se encontraba en camino. Antes de que Mrs. Croft hubiera escrito, ya había llegado; y la siguiente vez que Ana salió de paseo, lo vio.

Mr. Elliot acompañaba a sus dos primas y a Mrs. Clay. Se encontraban en la calle Milsom cuando comenzó a llover; no muy fuerte, pero lo bastante como para que las damas desearan refugiarse. Para miss Elliot fue una gran ventaja tener el coche de Lady Dalrymple para regresar a casa, pues éste fue avistado un poco más lejos; por tanto, Ana y Mrs. Clay entraron en Molland, mientras Mr. Elliot se dirigía hacia el coche para solicitar ayuda. Pronto se les unió nuevamente. Su intento, como era de esperar, había tenido éxito; Lady Dalrymple estaba encantada de llevarlos a casa y estaría allí en pocos momentos.

En el coche de su señoría sólo cabían cuatro personas cómodamente. Miss Carteret acompañaba a su— madre, y por tanto no podía esperarse que cupieran allí las tres señoras de Camden Place. Miss Elliot iría, eso sin duda; estaba decidida a no sufrir ninguna molestia. Así, pues, el asunto se convirtió en una cuestión de cortesía entre las otras dos señoras. La lluvia era muy fina, de manera que Ana no tenía inconveniente en seguir caminando en compañía de mister Elliot. Pero Mrs. Clay también encontraba que la lluvia era inofensiva. Apenas lloviznaba, y por otra parte, ¡sus zapatos eran tan gruesos!; mucho más gruesos que los de miss Ana. En una palabra, estaba cortésmente ansiosa de caminar con Mr. Elliot, y ambas discutieron tan educada y decididamente, que los demás debieron solucionarles el asunto. Miss Elliot sostuvo que mistress Clay tenía ya un ligero resfriado y, al ser consultado mister Elliot, decidió que los zapatos de su prima Ana eran los más gruesos.

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