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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (8 page)

BOOK: Persuasion
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—Pero ¿estarías tranquila si te pasaras toda la tarde lejos del pobre niño?

—Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué entonces yo no? ¡Jemima es tan diligente! Nos podría enviar información acerca del estado del chico a cada hora. Carlos podía haber dicho a su padre que iríamos todos. Carlitos ya no me inquieta tanto; lo mismo que a él. Ayer estaba asustadísima, pero las cosas han cambiado mucho hoy día.

—Está bien entonces; si no crees que es demasiado tarde para avisar que irás, anda con tu marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señores Musgrove no se ofenderán si yo me quedo con el niño.

—¿Lo dices en serio? —exclamó María con los ojos brillantes—. ¡Hermana, ¡has tenido la mejor idea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que finalmente es lo mismo si voy que si no voy, ya que nada soluciono quedándome aquí, ¿estás de acuerdo? Lo único que haría sería cansarme. Tú, que no sientes como una madre, eres la más indicada para quedarte. Tú logras que Carlitos obedezca; a ti siempre te hace caso. Es mejor que dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto que iré! Pudiendo, conviene mucho más que vaya yo que Carlos, porque está muy interesado en que conozca al capitán Wentworth, y ya sé que a ti no te importa quedarte sola. ¡Has tenido una idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Carlos y estaré lista en un minuto. Ya sabes que puedes mandarnos recado en cualquier momento si pasara algo, aunque te puedo asegurar que nada desagradable sucederá. Si no estuviera tranquila del todo respecto de mi hijito querido, no iría; no lo dudes.

Un momento después, Maria llamaba al tocador de Carlos, y Ana, que subía por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación, que empezó con María, hablando con gran excitación:

¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.

—Ana es muy amable —contestó el marido— y me encantaría llevarte; pero me parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.

Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?

Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias. Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando los acontecimientos le proporcionaron tan rápidamente aquella independencia, que era lo único que anhelaba.

Su hermana y su cuñado volvieron contentísimos de su nuevo amigo y de la reunión en general. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron del modo más agradable; el capitán Wentworth era encantador, no había en él ni timidez ni reserva; fue como si se hubiesen conocido desde siempre, y a la mañana siguiente iba a ir a cazar con Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quinta, tal como al principio se le propuso, porque se le rogó que fuese a hacerlo en la Casa Grande, y él se mostró temeroso de molestar a la señora de Carlos Musgrove, a causa del niño.

Fuese como fuese y sin que supieran exactamente cómo había ido la cosa, acabaron por resolver que Carlos almorzaría con el capitán en casa de su padre.

Ana lo comprendió. Federico quiso evitar verla. Supo que había preguntado por ella al pasar, como si se hubiese tratado de cualquier vieja amistad sin mayor importancia, sin parecer conocerla más de lo que ella le había conocido, y procediendo, quizá, con la misma intención de rehuir la presentación cuando se encontrasen.

En la quinta siempre se levantaban más tarde que en la otra casa; pero al día siguiente, la diferencia fue tan grande que Ana y María empezaban sólo a desayunar cuando llegó Carlos a decirles que iban a salir en aquel momento y que había ido a buscar a sus perros. Sus hermanas venían tras él con el capitán Wentworth, pues las chicas querían ver a María y al niño, y el capitán deseaba también saludarla si no había inconveniente. Carlos le había dicho que el estado del chico no era de cuidado, pero el capitán Wentworth no se habría quedado tranquilo si él no hubiese corrido a prevenirla.

María, halagadísima con esta atención, dijo que lo recibiría encantada. Mientras tanto, mil encontrados sentimientos agitaban a Ana; el más consolador de todos era que el trance pronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto. Dos minutos después de la preparación de Carlos, aparecieron en el salón los anunciados. Los ojos de Ana se encontraron a medias con los del capitán Wentworth, y se hicieron una inclinación y un saludo. Ana oyó su voz: estaba hablando con María y diciéndole las cosas de rigor; dijo algo a las señoritas Musgrove, lo bastante para demostrar gran seguridad en sí mismo. La habitación parecía llena, llena de personas y voces, pero a los pocos minutos todo hubo terminado. Carlos se asomó a la ventana, todo estaba listo; los visitantes saludaron y se fueron. Las señoritas Musgrove se fueron también, repentinamente resueltas a llegarse hasta el final del pueblo con los cazadores. La habitación quedó despejada y Ana logró terminar su desayuno como pudo.

«¡Ya pasó! ¡Ya pasó» se repetía a sí misma una y otra vez, nerviosamente aliviada. «¡Ya pasó lo peor!»

María le hablaba, pero Ana no la escuchaba. La había visto. Se habían encontrado. ¡Habían estado una vez más bajo el mismo techo!

Sin embargo, no tardó en empezar a razonar consigo misma y en procurar controlar sus sentimientos. Ocho años, casi ocho años habían transcurrido desde su ruptura. ¡Era tan absurdo recaer en la agitación que aquel intervalo había relegado a la distancia y al olvido! ¿Qué no podían hacer ocho años? Sucesos de todas clases, cambios, desvíos, ausencias, todo; todo cabía en ocho años. ¡Y cuán natural y cierto era que entretanto se olvidase el pasado! Aquel período significaba casi una tercera parte de su propia vida.

Pero ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos, Ana se dio cuenta de que para los sentimientos arraigados ocho años eran poco más que nada.

Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federico? ¿Deseaba huir de ella? Y en seguida se odió a sí misma por haberse hecho esa loca pregunta.

Pero todas sus dudas quedaron despejadas por otra cuestión en la que su extrema perspicacia no había reparado. Las señoritas Musgrove volvieron a la quinta para despedirse, y cuando se hubieron ido, María le proporcionó esta espontánea información:

—El capitán Wentworth no estuvo muy galante contigo, Ana, a pesar de lo atento que estuvo conmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta le preguntó qué le parecías, y él le dijo que estás tan cambiada que no te habría reconocido.

Por lo general, María no acostumbraba respetar los sentimientos de su hermana, pero no tenía la menor sospecha de la herida que le infligía.

«¡Tan cambiada que no me habría reconocido!» Ana se quedó sumida en una silenciosa y profunda mortificación. Así era, sin duda; y no podía desquitarse, porque él no había cambiado si no era para mejor. Lo notó al momento y no podía rectificar su juicio, aunque él pensara de ella lo que quisiera. No; los años que habían distraído su juventud y su lozanía no habían hecho más que darle a él mayor esplendor, hombría, y desenvoltura, sin menoscabar para nada sus dotes personales. Ana había visto al mismo Federico Wentworth.

«¡Tan cambiada que no la habría reconocido!» Estas palabras no podían menos que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.

Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.

El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.

Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas. En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto, mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:

—Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier matrimonio tonto. Cualquier mujer entre los quince y los treinta puede contar con mi posible declaración. Un poco de belleza, unas cuantas sonrisas, unos elogios a la marina, y soy hombre perdido. ¿No es acaso bastante para conquistar a un marino rudo?

Su hermana comprendía que decía esto esperando ser contradicho. SU orgulloso mirar decía a las claras que se sabía agradable. Y Ana Elliot no estaba fuera de sus pensamientos cuando más en serio describía a la mujer con quien le agradaría encontrarse.

—Una mentalidad fuerte y dulzura en los modales. Eran el principio y el fin de su descripción.

—Esa es la mujer que quiero —decía—. Transigiría con algo un poco inferior, siempre que no lo fuera mucho. Si hago el tonto lo haré de verdad, porque he pensado en este asunto más que cuanto lo piensan muchos hombres.

CAPITULO VIII

Por ese tiempo, el capitán Wentworth y Ana Elliot frecuentaban un mismo círculo. Pronto se encontraron comiendo en casa de los señores Musgrove, porque el estado del pequeño no permitía a su tía una excusa para ausentarse. Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevos encuentros.

Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.

El año de su compromiso no podía menos que ser aludido por él en las pequeñas narraciones y descripciones propias de la conversación. Su profesión lo predisponía a ello; su estado de ánimo lo hacía locuaz:

«Eso fue en el año seis», «Esto fue después que me hice a la mar en el año seis» —fueron frases dichas en el transcurso de la primera tarde que pasaron juntos. Y a pesar de que su voz— no se alteró, y a pesar de que ella no tenía razón para suponer que sus ojos la buscaban al hablar, Ana sintió la completa imposibilidad, dado su carácter, de que existiera otra mujer para él. Debía haber la misma inmediata asociación de pensamiento, pero no supuso que pudiera haber el mismo dolor.

Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.

Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove —que no parecían tener ojos más que para él—, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.

Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:

—¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestro amigo en la actualidad!

Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir la conversación de los demás.

Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla, con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.

—El primero fue el
Asp
, bien lo recuerdo; busquemos el
Asp
.

—No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.

Las muchachas miraron sorprendidas.

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