Read Piedras ensangrentadas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (17 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tras otra larga pausa, Patta preguntó:

—¿Y usted se considera el más apto para este caso?

Brunetti contó hasta cinco muy despacio antes de responder:

—No particularmente, señor.

Al instante, Patta saltó:

—¿Significa eso que no lo quiere?

Esta vez, Brunetti llegó hasta siete.

—Ni lo quiero ni no lo quiero —mintió—. Estoy viendo que resultará un caso de rivalidad entre bandas de africanos y que vamos a tener que interrogar a docenas de ellos, que dirán que no saben quién era ese hombre. Y al final no averiguaremos nada, cerraremos el caso y lo enviaremos al archivo. —Trataba de aparentar desagrado y tedio al mismo tiempo. En vista de que Patta seguía callado, preguntó—: ¿Quería hablarme de eso, señor?

Patta se volvió a mirarlo y dijo:

—Creo que será mejor que se siente, Brunetti.

Reprimiendo toda señal de sorpresa, Brunetti obedeció. Su superior optó por no apartarse de la ventana. El cielo se nublaba y la luz disminuía rápidamente. La cara de Patta había ido haciéndose menos visible desde que habían entrado en el despacho, y a Brunetti le hubiera gustado levantarse a encender las luces, para distinguir la expresión de su superior.

Al fin, Patta dijo:

—Me parece insólita esa falta de interés, Brunetti.

El comisario abrió la boca para responder, decidió mostrar reticencia y esperó unos segundos antes de decir:

—Probablemente lo sea, señor. Pero en este momento estoy ocupado y tengo la impresión de que la investigación de este caso será inútil. —Lanzó una mirada a Patta, vio lo atento que estaba a sus palabras y continuó—: Por lo poco que he oído decir de los
vu cumprà,
tengo la impresión de que viven en un mundo cerrado al que nosotros no tenemos acceso. —Buscó una comparación—. Son como los chinos —fue lo único que se le ocurrió.

—¿Cómo? —pregunto Paita ásperamente—. ¿Qué dice?

Sorprendido por el tono de su jefe, Brunetti respondió:

—Que son como los chinos que están aquí, señor, un mundo cerrado, un universo particular, y que nosotros no tenemos idea de las interrelaciones y las regias que rigen en él.

—Pero, ¿por qué ha mencionado a los chinos? —preguntó Patta con voz más sosegada.

Brunetti se encogió de hombros.

—Porque son el único gran grupo que hay en la ciudad. Grupo étnico, quiero decir.

—¿Y los filipinos? ¿Y los de Europa del Este? —preguntó Patta—. ¿No son grupos étnicos?

Brunetti reflexionó antes de contestar:

—Sin duda. —Y prosiguió—: Pero, a decir verdad, si los he asociado, es porque tanto los africanos como los chinos son tan diferentes de nosotros. Quizá eso los hace parecer más extraños. —En vista de que Patta no respondía, preguntó—: ¿Por qué lo pregunta, señor?

Entonces Patta se alejó de la ventana, aunque no se sentó detrás de su escritorio sino que eligió la silla situada frente a Brunetti, decisión que suscitó en su subordinado cierto desasosiego.

—Usted y yo no nos fiamos el uno del otro, ¿verdad Brunetti? —preguntó Patta al fin.

Normalmente, Brunetti mentiría a este respecto, haría hincapié en que los dos eran policías y que, obviamente, tenían que confiar el uno en el otro si habían de colaborar en interés de la sociedad, pero algo le advirtió de que Patta no estaba para monsergas, y dijo:

—No, señor.

Patta consideró la respuesta, miró al suelo y después a Brunetti. Finalmente, dijo:

—Voy a decirle algo que no explicaré, pero debe confiar en mí, porque es verdad.

Al instante, Brunetti recordó un acertijo que les planteaba su profesor de Lógica: si una persona que siempre miente te dice que te miente, ¿te está diciendo la verdad o te está mintiendo? Habían pasado muchos años y ya no recordaba la respuesta, pero la frase de Patta tenía una similitud sospechosa. Guardó silencio.

—Hemos de dejar esto —dijo Patta finalmente.

Cuando se hizo evidente que no iba a decir más, Brunetti preguntó:

—¿«Esto» es el asesinato del subsahariano?

Patta asintió.

—¿Cómo, dejarlo? ¿No investigar o hacer como que investigamos y no encontramos nada?

—Podemos dar la impresión. Es decir, interrogar a la gente y redactar informes. Pero sin descubrir cosa alguna.

—¿Cosa alguna como qué? —preguntó Brunetti.

Patta movió la cabeza negativamente.

—Eso es todo lo que tengo que decir sobre este asunto, Brunetti.

—¿Quiere decir con eso que no hay que encontrar a los que lo mataron? —preguntó Brunetti con voz áspera.

—Quiero decir lo que he dicho, Brunetti, que hemos de dejarlo.

Brunetti sintió el impulso de gritar a Patta, pero lo reprimió y, con una voz que consiguió mantener serena, preguntó:

—¿Por qué me dice eso?

Patta, no menos tranquilo, respondió:

—Para evitarle disgustos, dentro de lo posible. —Y, como inducido por el silencio de Brunetti a decir la verdad, agregó—: Para evitarnos disgustos a todos.

Brunetti se levantó.

—Le agradezco el aviso, señor —dijo, y fue hacia la puerta. Allí se detuvo un momento, por si Patta le preguntaba si había comprendido y si pensaba obedecer, pero el
vicequestore
no dijo nada y Brunetti salió, procurando cerrar la puerta sin hacer ruido.

La
signorina
Elettra levantó la cabeza con interés y fue a decir algo, pero Brunetti sólo dejó la carpeta vacía encima de la mesa mientras se llevaba el índice a los labios y le indicaba con una seña que subía a su despacho.

Para impedirse a sí mismo ceder a la petición de Patta, Brunetti llamó a Paola, le describió la cabeza de madera y le pidió que la agregara a la información que debía dar a su amigo de la universidad, instándola a hacer la llamada cuanto antes. Después, se puso a examinar posibilidades. El que el
vicequestore
le advirtiera de que debía abandonar una investigación significaba que también él había sido advertido, lo cual abría el interrogante de quién había hecho la primera advertencia. ¿Y de quién podía partir una advertencia que tuviera fuerza suficiente como para persuadir al
vicequestore
en menos de un día? Patta respetaba el dinero y el poder, aunque Brunetti no estaba seguro de cuál de las dos cosas significaba más para él. Patta siempre se inclinaba ante el dinero, pero era el poder el que le hacía doblegarse.

Patta había insinuado que su advertencia obedecía a su preocupación por la seguridad de Brunetti, posibilidad que el comisario descartó de entrada. La causa más probable era el temor de Patta a que Brunetti no se dejara convencer para abandonar una investigación iniciada, aunque se lo ordenaran. Aquella aparente preocupación de Patta denotaba la astucia de la serpiente, fingir que su mayor prioridad era la seguridad de Brunetti y no la suya propia.

¿Un poder tan grande como para hacerse obedecer por un
vicequestore
de la policía? Brunetti cerró los ojos y empezó a pasar las cuentas del rosario de posibilidades. Los candidatos de rigor se hallaban distribuidos entre el Gobierno, la Iglesia y la Justicia. La gran tragedia del país —pensó Brunetti— radicaba en que los tres estamentos eran probables instigadores en igual medida.

Capítulo 15

La llegada de la
signorina
Elettra interrumpió estas reflexiones. Llamó a la puerta, entró sin esperar su permiso, se acercó al escritorio y preguntó, en tono casi perentorio:

—¿Qué quería Patta? —Luego, como si advirtiera su brusquedad, dio un paso atrás y añadió—: Estaba tan impaciente por hablar con usted…

Un impulso, que Brunetti reconoció como de protección, le hizo responder con calma, como si la pregunta hubiera sido normal:

—Quería que le informara del asesinato del africano.

—Estaba muy raro —dijo ella, tanteando el terreno en busca de una respuesta más satisfactoria.

Brunetti se encogió de hombros.

—Siempre se pone nervioso cuando hay problemas. Afectan a la imagen de la ciudad.

—Y a su propia imagen —terminó ella.

—Aunque la víctima no sea uno de nosotros —dijo Brunetti y, mientras hablaba, advirtió que sus palabras sonaban como las de Chiara. Antes de que se despertaran los afanes universalistas de la
signorina
Elettra, explicó—: Un veneciano, quiero decir.

Ella pareció aceptar la aclaración y preguntó:

—Pero, ¿por qué matar a uno de esos pobres diablos? ¡Si no causan problemas! Lo único que pretenden es vender sus bolsos y buscar una oportunidad que les permita vivir decentemente. —Reprimiendo su vehemencia, preguntó—: ¿Le ha asignado el caso?

—No; no específicamente. Pero no ha dicho que quiera que se encargue otro, por lo que supongo que puedo seguir adelante. —Mientras decía estas vaguedades, él seguía buscando mentalmente la causa de la advertencia de Patta: si había sido amenazado para que disuadiera a Brunetti de seguir adelante, quienquiera que interviniera en la investigación estaría en peligro.

¿Cómo se había expresado Patta? ¿Hemos de dejar estar esto? Qué propio de él hablar como si sus palabras fueran resultado de larga reflexión y del consenso general. Y «hemos de» como si fuera una verdad universalmente reconocida que el caso debía ser abandonado y el asesinato, olvidado, o consignado discretamente al concurrido limbo de los casos pendientes.

Un Patta que nunca había existido habría podido decir: «Me han amenazado para que le obligue a paralizar la investigación, y la idea de perder el cargo o sufrir un percance me asusta de tal modo que estoy decidido a hacer cuanto esté en mí mano para corromper el sistema judicial e impedir que haga usted su trabajo, sin otro fin que el de preservar mi seguridad.» Era tan real la voz de este Patta fantasma que casi ahogaba la auténtica voz de la
signorina
Elettra. Brunetti parpadeó varias veces y prestó atención a tiempo de oírla preguntar:

—¿… seguir pasándole la información a usted?

—Sí, por supuesto —respondió él como si hubiera oído la primera parte de la pregunta—. Seguiré como si aún estuviera al frente de la investigación hasta nueva orden.

—¿Y entonces?

—Entonces, según a quien encargue del caso, le ayudaré o seguiré trabajando por mi cuenta. —No era necesario nombrar a la persona cuya intervención le haría decidirse por esta última posibilidad: incluso en una organización que no solía distinguirse por su hambre y sed de justicia, era notorio el desdén del teniente Scarpa hacia ella. Algunos de los otros comisarios podían fracasar en un caso difícil o complicado, pero, bajo la dirección de un magistrado competente, intentarían por lo menos aprehender a los culpables, y sólo estarían limitados por la inexperiencia y la falta de imaginación. Pero Scarpa no conocía más motivación que la del propio interés, y bastaba una insinuación de su superior —o de fuerzas que Brunetti prefería no nombrar— para que hiciera encallar una investigación.

Afortunadamente, el caso no podía ser encomendado a Scarpa, que aún no era más que teniente, a pesar de los esfuerzos de Patta por conseguirle el ascenso. El encargado de la investigación debía ser un comisario, aunque nada impedía que Patta asignara también a Scarpa el caso, si lo creía conveniente.

—Si por lo menos no tuviéramos que preocuparnos por él —dijo Brunetti, sabiendo que no era necesario pronunciar el nombre de Scarpa y sintiéndose un poco desconcertado al oírse a sí mismo hablar como un monarca inglés que tratara de resolver un problema de personal.

A ella la sonrisa le empezó en los ojos y se le extendió por la cara. Entonces dijo:

—No me tiente, comisario.

—Sólo desplazarlo temporalmente,
signorina
—dijo él con énfasis, ya que no estaba muy seguro de hasta dónde podían llevarla sus sugerencias.

Ella se volvió hacia la ventana y contempló la fachada de la iglesia de San Lorenzo.

—¡Ah! —suspiró largamente, y guardó silencio. Ladeó la cabeza como para ajustar la vista a la contemplación de un objeto que sólo ella podía ver, y entonces, por fin, sonrió—. El cursillo de la Interpol de Tecnología Aplicada a la Vigilancia.

Brunetti preguntó con asombro:

—¿En Lyon?

—Sí, señor.

—Pero, ¿no era sólo para los oficiales seleccionados por ellos, antes de que sean transferidos a la Interpol?

—Sí —respondió ella—. Hace años que él viene solicitando el traslado.

—Pero siempre inútilmente, según tengo entendido.

Con su más tenue sonrisa, la
signorina
Elettra explicó:

—Mientras Georges dirija la Oficina de Personal, la solicitud del teniente Scarpa no prosperará.

—¿Georges? —preguntó Brunetti, como si acabara de descubrir que ambos tenían el mismo gestor.

—Yo era muy joven —dijo ella a modo de explicación.

Brunetti, aparentando comprender lo que quería decir esto, repuso tan sólo:

—Claro —y apuntó, tratando de hacerla volver de su abstracción—: ¿Scarpa?

Ella regresó al presente y explicó el futuro:

—Podría ser invitado a ir a Lyon y seguir el cursillo y, cuando éste hubiera terminado, alguien podría descubrir que la invitación estaba destinada a otro teniente Scarpa.

—¿Qué otro teniente Scarpa? —preguntó Brunetti.

—Ni idea —dijo ella con impaciencia—. En la policía habrá una docena por lo menos.

—¿Y si no los hay?

—Pues en el ejército, o en los
carabinieri,
o en Finanza o en la Polizia di Frontiera.

—Sin olvidar a la Policía de Ferrocarriles —recordó Brunetti.

—Gracias.

—¿Cuánto dura el cursillo?

—Tres semanas, me parece.

—¿Y lo paga la Interpol?

—Por supuesto.

—¿Cree que Georges estará de acuerdo?

No hubiera mostrado mayor sorpresa un teólogo al ser interrogado sobre la importancia de la fe. La
signorina
Elettra no se dignó responder. Como Brunetti no decía más, ella fue hacia la puerta. Allí se detuvo y dijo:


J'appellerai
Georges —y se fue.

El pensamiento de quién podía estar detrás de la advertencia hecha a Patta acompañó a Brunetti a un almuerzo con otros oficiales de policía del Véneto y se mantuvo presente mientras él conversaba amigablemente con sus colegas y escuchaba los habituales discursos acerca de la necesidad de proteger el orden social frente a las fuerzas que lo amenazaban por todos lados. Distraídamente, Brunetti dio la vuelta al menú y sacó el bolígrafo del bolsillo. Mientras iban transcurriendo los minutos —y los cuartos de hora— fue anotando los conceptos y las posibles líneas de actuación que se invocaban con más frecuencia. Al cabo de una hora, tenía en el papel tres nombres: «hogar», «familia» y «seguridad», pero ningún proyecto o plan específico aparte de «acción decidida» y «rápida intervención». «¿Por qué no podemos concretar? —se preguntaba—. ¿Por qué hemos de estar siempre usando unos términos generales tan altisonantes como vacíos de significado?»

BOOK: Piedras ensangrentadas
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Slowly We Trust by Chelsea M. Cameron
The Complete Essays by Michel de Montaigne
Daniel and the Angel by Jill Barnett
Gently Sinking by Alan Hunter
The Moon by Night by Madeleine L'engle
One Safe Place by Alvin L. A. Horn
The Summer I Wasn't Me by Jessica Verdi