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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (23 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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—Cierre —dijo Patta a modo de saludo.

Brunetti así lo hizo y se sentó en una de las sillas situadas delante de la mesa de Patta, sin esperar la invitación.

—¿Se puede saber por qué me ha colgado el teléfono? —preguntó Patta airadamente.

Brunetti juntó las cejas con gesto pensativo.

—¿Cuándo, señor?

Con acento de cansancio, Patta dijo:

—Por mucho que a usted le divierta, esta mañana no tengo tiempo para juegos, comisario. —El instinto advirtió a Brunetti que debía callar, y Patta prosiguió—: Es sobre ese negro. Quiero saber qué ha hecho usted.

—Menos de lo que me gustaría hacer, señor —dijo Brunetti, respuesta que era verdad y mentira a la vez.

—¿No podría concretar un poco? —preguntó Patta.

—Hablé con algunos de los hombres que trabajaban con él —empezó Brunetti, optando por omitir los detalles de la entrevista y los métodos utilizados para conseguirla—. Ellos se negaron a dar información sobre él. No he podido volver a ponerme en contacto con ellos. —Juzgó oportuno hacer como si creyera que Patta se interesaba por lo que ocurría en la ciudad, y dijo—: Habrá observado que ya no están en la calle.

—¿Quiénes, los
vu cumprà?
—preguntó Patta, prescindiendo de la cortesía del lenguaje.

—Sí, señor. Han desaparecido de
campo
Santo Stefano —dijo Brunetti, sin hacer referencia a la ausencia de por lo menos varios de ellos de sus alojamientos. Aunque no podía estar seguro de que fuera verdad, dijo—: Da la impresión de que han desaparecido de la ciudad.

—¿Adonde han ido? —preguntó Patta.

—No tengo ni idea, señor —reconoció Brunetti.

—¿Qué más ha hecho?

Modulando la voz con esmero, Brunetti mintió:

—Eso es todo lo que me ha sido posible hacer. No había indicios útiles en el informe de la autopsia. —Esto era cierto: las indicaciones de Rizzardi sobre las señales de tortura habían llegado después del informe original que para entonces ya se había hecho desaparecer—. Todo indica que era un senegalés que andaba metido en líos con gente peligrosa y no tuvo la prudencia de marcharse de la ciudad.

—Supongo que habrá trasladado esta información a los investigadores del Ministerio del Interior —dijo Patta.

Cansado de mentir, pero también consciente de que mantener por más tiempo una actitud pasiva no haría sino acrecentar las suspicacias de Patta, Brunetti dijo:

—No me ha parecido necesario, señor. Los supongo perfectamente capaces de obtenerla sin mi ayuda.

—Al fin y al cabo, es su trabajo.

Esto ya era demasiado, y Brunetti replicó:

—Y también es el mío.

Patta enrojeció y apuntó a Brunetti con un dedo colérico.

—Su trabajo es hacer lo que se le ordena sin cuestionar las decisiones de sus superiores. Dio una palmada en la mesa, para más énfasis.

El sonido reverberó en el despacho y Patta esperó a que se hiciera el silencio para seguir hablando, aunque percibió algo en la actitud de Brunetti que le hizo vacilar un segundo antes de decir:

—¿No se le ha ocurrido pensar que yo podría saber algo más que usted acerca de lo que pasa?

Dada la evidente falta de familiaridad de Patta con la mayor parte del personal de la
questura
y sus actividades, el primer impulso de Brunetti fue el de echarse a reír, pero luego pensó que Patta podía referirse a unas fuerzas que obraban desde detrás de la
questura,
incluso desde detrás del Ministerio del Interior, y que quizá tuviera razón.

—Sí, señor, se me ha ocurrido —dijo Brunetti—, pero no veo la diferencia.

—La diferencia es que yo sé cuándo ciertos casos entran en el terreno de otras agencias —dijo Patta en tono razonable, como si él y Brunetti fueran antiguos condiscípulos que conversan amigablemente sobre el estado del mundo.

—Eso no significa que tengamos que cedérselos.

—¿Usted se cree el más capacitado para decidir cuándo hemos o no hemos de llevar un caso? —preguntó Patta, y en su voz volvía a percibirse aquel desdén característico.

Brunetti estuvo a punto de responder que nadie podía decidir cuándo había que echar tierra al caso del asesinato de un hombre, pero se contuvo porque con ello daría a entender a Patta que no tenía intención de abandonar la investigación. Se escudó en la mentira y respondió con un malhumorado:

—No. —Y con voz dolorida y resignada añadió—: No puedo decidir eso. —Y que Patta lo interpretara como quisiera.

—¿Puedo deducir de eso que en este caso está dispuesto a actuar de modo razonable, Brunetti? —preguntó Patta sin que se advirtiera satisfacción ni triunfo en su voz.

—Sí —dijo Brunetti—. Ya que el ministerio va a encargarse de este caso, ¿debo continuar con lo de la universidad? —preguntó, refiriéndose a la investigación iniciada recientemente en la Facoltà di Scienze Giuridiche, en la que se sospechaba que algunos profesores y auxiliares de Historia del Derecho vendían a los estudiantes papeletas de los exámenes finales.

—Sí —dijo Patta, y Brunetti se quedó esperando el corolario, tan inevitable como la parte final de un
aria da capo
—. Deseo que eso se lleve con la mayor discreción —agregó el
vicequestore,
para satisfacción de su subordinado—. Esos idiotas de la Universidad de Roma están metidos en un buen escándalo, y el rector desea que, si es posible, se evite que aquí ocurra algo parecido. Perjudicaría la reputación de la universidad.

—Sí, señor —dijo Brunetti y, con evidente sorpresa de Patta, se levantó y salió del despacho. Hacía casi dos décadas que su esposa daba clases en la universidad, por lo que Brunetti tenía una idea bastante aproximada de la reputación que aún le quedaba por salvar al centro. La
signorina
Elettra no estaba en su sitio, pero la encontró en el pasillo que conducía a la escalera.

—Le ha llamado don Alvise —le dijo.

—¿Usted lo conoce? —preguntó Brunetti, sorprendido.

—Sí; ya hace años. A veces me pide información.

Incapaz de contenerse, Brunetti preguntó:

—¿Qué clase de información?

—Nada relacionado con la policía ni con el trabajo que hago aquí, puedo asegurárselo. —Y no dijo más.

—¿Ha hablado con usted?

—Sí, señor.

—¿Qué le ha dicho?

—Que había hablado con varias personas y que unas le habían dicho que el hombre por el que usted se interesaba era bueno y otras que era malo.

Brunetti tuvo un brusco acceso de impaciencia: hasta la sibila de Cumas hablaría más claro, por Dios. Esperó un momento a que se le pasara el mal humor y preguntó:

—¿Él no ha dado su opinión?

—No, señor.

—¿Lo conocía él? —preguntó Brunetti, casi imperiosamente.

—Eso tendrá que preguntárselo usted, señor.

Brunetti desvió la mirada hacia la foto de un antiguo
questore.

—¿Algo más? —preguntó finalmente.

—He estado siguiendo la pista de la persona o personas que entraron en mi ordenador —dijo ella—. La pista conduce a Roma.

—¿Adónde de Roma? —preguntó él, irritado, y con instantánea contrición, añadió—: ¡Bravo! —y sonrió. Sabía que a ella le complacería poder comunicarle que era el Ministerio del Interior, por lo que sólo preguntó—: ¿Quién fue?

—El Ministero degli Esteri.

—¿Asuntos Exteriores? —preguntó él, sin poder ocultar la sorpresa.

—Sí, señor. —Y, antes de que él preguntara, añadió—: Estoy segura.

La imaginación de Brunetti, que ya iba por la mitad de la escalera del Ministerio del Interior, tuvo que saltar a otro edificio de la ciudad, descartar la lista de posibilidades que había preparado y empezar otra nueva. Desde hacía más de una década, ambos ministerios rivalizaban en demostrar cuál podía desentenderse mejor del problema de la inmigración ilegal, y cuando un desastre marítimo o un incidente fronterizo hacían temporalmente imposible la negación del problema, recurrían a las mutuas recriminaciones y, por último, al engaño. Se podía retocar los números y alterar las nacionalidades y también se podía contar con la prensa, que no dejaría de sacar en primera plana la foto de una mujer desastrada con un niño en brazos, y la opinión pública se entregaría al sentimentalismo el tiempo suficiente para que los refugiados desembarcaran en el país, y después dejaría de interesarse y permitiría a los ministerios volver a su política habitual de ignorancia voluntaria.

Pero esto no explicaba la intervención del Ministerio de Asuntos Exteriores —si la
signorina
Elettra decía que eran ellos, tenían que serlo— en un caso que parecía tan insignificante. Brunetti no se explicaba por qué había de interesarles el asesinato de un vendedor callejero, aunque sin duda habría muchas razones por las que tenía que interesarles el asesinato de un hombre que tenía en su poder seis millones de euros en diamantes.

—Ya he empezado a hacer preguntas —dijo la si
gnorina
Elettra. Durante los últimos años, Brunetti había ido comprendiendo mejor los métodos que ella utilizaba, y ya no la imaginaba sentada a su escritorio hablando por teléfono o yendo de unos a otros en busca de ayuda, como la cerillera del cuento. No obstante, su comprensión no abarcaba el arcano de sus contactos ni la habilidad con que saqueaba los archivos teóricamente secretos de centros oficiales y privados. Por consiguiente, no eran los ministerios los únicos capaces de sumirse en la ignorancia voluntaria—. Y Bocchese quería verle —terminó ella.

Puesto que al parecer esto era lo único que pensaba decirle, el le dio las gracias y bajó al despacho de Bocchese. En la escalera encontró a Gravini, que levantó una mano para saludarle y pararle al mismo tiempo.

—Comisario, los
ambulanti
se han marchado —dijo, con gesto de disculpa, como si temiera que Brunetti le hiciera responsable de la desaparición de los hombres—. He hablado con mi amigo Muhammad, y dice que hace días que no ve a nadie de aquel grupo y que su casa está vacía.

—¿Tiene idea de lo que pueda haberles ocurrido?

—No, señor. Se lo pregunté, pero lo único que sabe es que se han ido, —Gravini volvió a levantar la mano para expresar su decepción—. Lo lamento, señor.

—No se preocupe, Gravini —respondió Brunetti. Y, sabiendo que todo lo que se decía en la
questura
corría de boca en boca, añadió—: Hemos sido apartados del caso, de manera que ya no importa. —Dio a Gravini una palmada en el hombro en señal de aprecio y siguió bajando la escalera.

Brunetti encontró al técnico en el laboratorio, inclinado sobre un microscopio, asustando con una mano un botón de la lente.

Bocchese, con un ojo pegado al instrumento, emitió un sonido que tanto podía ser un saludo como un gruñido de satisfacción ante lo que veía. Brunetti se inclinó para mirar la placa del microscopio, esperando ver un portaobjetos de cristal, pero vio un rectángulo marrón oscuro, del tamaño de medio paquete de cigarrillos, que parecía metálico.

—¿Qué es? —preguntó sin pensar.

Bocchese no contestó. Ajustando el botón, examinó el objeto unos instantes más, se apartó del ocular y, volviéndose hacia Brunetti, dijo:

—Mire.

El técnico se bajó del taburete y Brunetti ocupó su lugar. Él había examinado portaobjetos con anterioridad, generalmente, cuando Bocchese y Rizzardi habían querido mostrarle algún detalle de la fisiología humana o de los procesos de su destrucción. Ahora aplicó el ojo derecho a la lente y cerró el izquierdo. Sólo vio lo que parecía un ojo enorme, negro y metálico con un orificio redondo en el centro, formando el iris. Apoyó la palma de las manos en la mesa, parpadeó y volvió a mirar. La figura seguía pareciendo un ojo, con unas líneas finísimas a modo de pestañas. Brunetti irguió el cuerpo.

—¿Qué es?

Bocchese se acercó y retiró la pieza metálica del microscopio.

—Aquí tiene, mire —dijo entregándola a Brunetti.

El rectángulo tenía peso de metal, desde luego. Se veía la imagen de un caballero que blandía una espada, montado en un caballo engualdrapado, no mayor que un sello de correos. La armadura del hombre estaba grabada con todo detalle, lo mismo que la del caballo. El jinete tenía la cabeza cubierta por un yelmo, pero el caballo sólo llevaba protección en las orejas, además de una tira de tela adamascada en la cara. Brunetti advirtió entonces que lo que había visto por el microscopio era el ojo del caballo. Sin el aumento, tuvo que poner la placa a contraluz para distinguir el diminuto orificio del iris.

—¿Qué es? —volvió a preguntar Brunetti.

—Yo diría que es del estudio de Moderno, que es lo que mi amigo quería que averiguara.

Desconcertado, Brunetti preguntó:

—¿Qué amigo y por qué quería que lo averiguara?

—Él colecciona estás cosas. Yo también. Cada vez que le ofrecen una pieza realmente buena, me pide que compruebe si es lo que dice el vendedor.

—¿Pero aquí? —preguntó Brunetti señalando el laboratorio.

—Es por el microscopio —dijo Bocchese dando al instrumento la palmada que podría dedicar a un perro afectuoso—. Es mucho mejor que el que tengo en casa y puedo ver hasta el último detalle. Me permite estar seguro.

—¿Colecciona usted estas cosas? —preguntó Brunetti acercándose el rectángulo a la cara, para verlo mejor. El caballo se encabritaba con los ollares dilatados de miedo o de furor. La mano izquierda del caballero, cubierta por un grueso guante de malla, tiraba de las riendas y el brazo derecho estaba levantado y extendido hacía atrás. En menos de un segundo, caballo y caballero saltarían y que Dios se apiadara de lo que hubiera delante.

La respuesta de Bocchese era un modelo de cautela:

—Tengo varias.

—Es muy bonita —dijo Brunetti devolviéndosela con cuidado—. Las he visto en museos, pero allí no puedes acercarte para ver el detalle.

—Desde luego —convino Bocchese—. Y no se aprecia la pátina ni el tacto. —Haciendo una demostración, extendió la mano con la pieza de bronce en la palma y la sopesó varias veces—. Me alegro de que le parezca bonita. —La expresión del técnico era tan afable como su voz.

Brunetti quedó en suspenso, al percibir la intimidad del momento. Durante los años en que habían trabajado juntos, nunca dudó de la lealtad de Bocchese, pero ésta era la primera vez que lo veía manifestar un sentimiento más fuerte que la distante ironía con la que habitualmente visualizaba la actividad humana.

—Gracias por enseñármelo —fue todo lo que se le ocurrió decir.

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