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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (3 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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—Llevaban zapatos blancos y hablaban muy alto.

—¿Cuándo ocurrió? —repitió él—. ¿Estaba usted aquí? ¿Lo vio?

Ella levantó el bastón derecho para señalar a la farmacia de la esquina, situada a unos veinte metros.

—No; yo estaba ahí. Iba a entrar. Entonces los vi, a los americanos. Venían del puente y se pararon a mirar lo que tenían los
vu cumprà.

—¿Y usted,
signara?

Ella movió el bastón unos milímetros hacia la izquierda.

—Yo entré en el bar.

—¿Cuánto rato estuvo,
signora?

—Bastante.

—¿Bastante para qué? —sonrió él, sin impacientarse por la vaguedad de la respuesta.

—Barbara, la dueña, después de las ocho, corta a pedacitos todos los
tramezzini
que le han quedado y los pone en el mostrador. Si compras una bebida, puedes comer todo lo que quieras.

Esto sorprendió a Brunetti, que no estaba acostumbrado a tales muestras de generosidad en los dueños de los bares, ni en los dueños de nada.

—Barbara es una buena chica —dijo la anciana—. Yo conocía a su madre.

—¿Cuánto tiempo cree que estuvo usted ahí dentro,
signora?
—preguntó él.

—Una media hora —respondió ella, y explicó—: Es mi cena, ¿comprende? Vengo todas las noches.

—Es bueno saberlo,
signora.
Lo tendré presente si alguna vez vengo por aquí.

—Ahora está aquí —dijo ella y, como él no contestara, añadió—: Los americanos han entrado en el bar. Bueno, han entrado dos —puntualizó, señalando otra vez el bar con el bastón—. Están en el fondo, tomando chocolate caliente. Podría hablar con ellos, si quisiera.

—Gracias,
signora
—dijo él, volviéndose hacia el bar.

—El
prosciutto
con
carciofi
es de lo mejor —gritó la mujer mientras él se alejaba.

Capítulo 3

Hacía años que Brunetti no entraba en aquel bar. La última ocasión fue durante el breve período en el que fue convertido en una heladería americana que servía un helado tan pesado que la única vez que lo tomó le produjo una fuerte indigestión. Había sido como comer manteca de cerdo, pero no la manteca sabrosa que recordaba de su niñez, la que se echaba en las alubias o en la sopa de lentejas para darles sabor, sino una manteca de cerdo azucarada y con aroma de fresas.

Sus conciudadanos debieron de reaccionar de manera similar, porque, al cabo de un par de años, el local cambió de dueño. De todos modos, Brunetti no había vuelto. Los cucuruchos de helado habían desaparecido y el establecimiento volvía a tener aspecto de bar italiano. Había varias personas de pie junto al curvado mostrador que charlaban animadamente y, de vez en cuando, señalaban al
campo,
ahora tranquilo. Otras estaban sentadas a las mesas que se alineaban hacia el fondo del local. Detrás del mostrador había tres mujeres. Una de ellas, al ver entrar a Brunetti, le sonrió afablemente. Él fue hacia las mesas. En la última, a la izquierda, había un matrimonio mayor. A la fuerza tenían que ser americanos, era tan evidente como sí estuvieran envueltos en la bandera. Los dos tenían el pelo blanco y daban la extraña impresión de haberse vestido cada uno con la ropa del otro. Ella llevaba camisa de franela a cuadros y pantalón de lana gruesa, y él, jersey color de rosa con cuello de pico, pantalón oscuro y zapatillas deportivas blancas. Parecía que a los dos les cortaba el pelo la misma mano. No se podía decir que ella lo tuviera más largo sino sólo menos corto.

—Perdonen —dijo Brunetti en inglés acercándose a la mesa—. ¿Ustedes estaban en el
campo
hace un rato?

—¿Cuando mataron a ese hombre? —preguntó la mujer.

—Sí.

El hombre apartó una silla y, con anticuada cortesía, se levantó y esperó a que Brunetti se sentara.

—Soy Guido Brunetti, de la policía —empezó él—. Me gustaría hablar con ustedes de lo que vieron.

Marido y mujer tenían cara de marinero: ojos entornados en un guiño permanente, profundos pliegues marcados por el mucho sol y una serena agudeza en la expresión que ni las grandes borrascas podrían alterar.

El hombre alargó la mano diciendo:

—Me llamo Fred Crowley, agente. Martha, mi esposa. —Cuando Brunetti soltó la mano, la mujer le tendió la suya, sorprendiéndolo con la fuerza de su apretón.

—Somos de Maine —dijo ella—. De Biddeford Pool —especificó y, por si no era bastante, agregó—: Está en la costa.


How do you do?
—dijo Brunetti, una frase anticuada que había olvidado que sabía—. ¿Podrían decirme qué vieron ustedes, señores Crowley? —Qué extraño: él, italiano, era el impaciente,
y
ellos, americanos, los que necesitaban cumplir el lento ritual de la cortesía antes de ir al grano.

—Doctores —rectificó ella.

—¿Perdón? —dijo Brunetti, desconcertado.

—Doctor Crowley y doctora Crowley —explicó la mujer—. Fred es cirujano y yo, internista. —Antes de que él pudiera manifestar sorpresa ante el hecho de que personas de su edad aún ejercieran la medicina, la mujer rectificó—: Mejor dicho, lo fuimos.

—Comprendo —dijo Brunetti, y se quedó esperando a ver si tenían intención de contestar la pregunta ya formulada.

Marido y mujer se miraron y ella empezó:

—Acabábamos de entrar en lo que ustedes llaman
campo
y entonces vi los bolsos en el suelo y a los hombres que los vendían. Me acerqué a mirar por si había algo que pudiéramos llevar a nuestra nieta. Yo estaba delante de todo, mirando los bolsos, cuando oí aquel ruido extraño, esa especie de piff, piff, piff que hacen sus cafeteras cuando se da la vuelta esa espita para hacer salir el vapor. A mi derecha, tres veces, piff, piff, piff, y luego a la izquierda, el mismo ruido, piff, piff, dos veces. —Calló un momento, como si volviera a oírlo, y prosiguió—: Miré buscando qué era lo que hacía aquel ruido, pero no vi nada más que la gente que estaba a mi lado y, detrás, a varios compañeros de viaje nuestros y a un hombre con abrigo. Cuando miré otra vez hacia adelante ese pobre muchacho estaba en el suelo, y me arrodillé a su lado, para tratar de asistirle. Me parece que fue entonces cuando llamé a Fred, aunque también pudo ser después, al ver la sangre. Al principio pensé que se habría desmayado, por no estar habituado al frío, o algo así. Pero luego vi la sangre y quizá entonces llamé a Fred; en realidad, no lo recuerdo. Él trabajó mucho tiempo en Urgencias, ¿comprende? Pero, cuando Fred llegó, yo ya sabía que el hombre había muerto. —Reflexionó y agregó—: No sé cómo, porque no le veía más que la nuca, pero los muertos tienen algo peculiar. Cuando Fred se arrodilló y lo tocó, también lo supo.

Brunetti miró al marido, que prosiguió el relato:

—Martha tiene razón. Lo supe incluso antes de tocarlo. Aún estaba caliente, pobre muchacho, pero sin vida. No tendría más de treinta años. —Meneó la cabeza—. Por muchas veces que lo veas, siempre te parece nuevo. Y terrible. —Volvió a mover la cabeza y, como para dar énfasis a sus palabras, empujó el platillo y la taza unos centímetros hacia el centro de la mesa.

Su mujer le asió la mano y dijo, como si Brunetti no estuviera:

—No había nada que hacer, Fred. Aquellos dos hombres sabían lo que se hacían.

No hubiera podido decirlo con más naturalidad: «aquellos dos hombres».

—¿Qué dos hombres? —preguntó Brunetti, procurando mantener la voz lo más serena posible—. ¿Podría decirme algo más sobre ellos?

—Estaba el del abrigo —dijo ella—. Lo tenía a mi derecha, un poco hacia atrás. Al otro no lo he visto, pero como el ruido venía de la izquierda tenía que estar al otro lado. Ni siquiera estoy segura de que fuera un hombre. Lo supongo, porque el otro lo era.

Brunetti miró al marido.

—¿Los vio usted, doctor?

Él movió la cabeza negativamente.

—No. Yo miraba lo que había en la sábana. Ni siquiera oí el ruido. —Y, a modo de demostración, volvió la cabeza para mostrar a Brunetti el caracol
beige
del audífono que llevaba en el oído izquierdo—. Cuando he oído que Martha me llamaba, no tenía ni idea de lo que ocurría. En realidad, he creído que le pasaba algo a ella, y me he puesto a empujar a unos y otros, y cuando la he visto en el suelo, aunque estaba de rodillas, en fin, no le diré lo que he sentido, sólo que no ha sido agradable. —Calló, afectado por el recuerdo, y esbozó una sonrisa nerviosa.

Brunetti comprendió que no sería oportuno insistir y, al cabo de unos momentos, el hombre prosiguió:

—Como ya le he dicho, nada más tocarlo he sabido que estaba muerto.

Brunetti se volvió hacia la mujer.

—¿Podría describirme a aquel hombre, doctora?

En aquel momento, la camarera se acercó a preguntar si deseaban algo más. Brunetti miró a los dos americanos, que movieron la cabeza negativamente. Aunque no le apetecía, él pidió un café.

Transcurrió todo un minuto en silencio. La mujer contemplaba su taza, la apartó, imitando el movimiento de su marido, miró a Brunetti y dijo:

—No es fácil hacer una descripción. Llevaba sombrero, uno de esos sombreros que los hombres llevan en las películas. —Ampliando la descripción, agregó—: Las películas de los años treinta y cuarenta.

Se interrumpió, como si tratara de visualizar la escena, y prosiguió:

—No; lo único que recuerdo es la sensación de que era un hombre alto y muy corpulento. Llevaba abrigo, no sé si gris o marrón oscuro, no lo recuerdo. Y ese sombrero.

La camarera llevó el café a Brunetti y se alejó. Él, sin tocarlo, sonrió y dijo:

—Continúe, doctora, por favor.

—Abrigo y un pañuelo al cuello, quizá gris o quizá negro. Como había tanta gente, sólo he podido verlo de lado.

—¿Podría darme una idea de su edad? —preguntó Brunetti.

—Pues no estoy segura, sólo me ha parecido que era un adulto, quizá como usted, poco más o menos. Creo que tenía el pelo oscuro, pero con aquella luz y el sombrero, era difícil distinguirlo. Además, no me he fijado mucho, porque en aquel momento no sabía lo que ocurría.

Brunetti pensó en la víctima y preguntó, consciente de cómo sonaría aquello:

—¿Era blanco, doctora?

—Oh, sí; era europeo —respondió ella, y agregó—: Pero me ha dado la impresión de que parecía más mediterráneo que mi marido y yo. —Sonreía, para que no se ofendiera, y Brunetti no se ofendió.

—¿Concretamente, por qué lo dice, doctora?

—Tenía una piel más oscura que la nuestra, me parece, y diría que los ojos negros. Era más alto que usted, agente, y mucho más alto que cualquiera de nosotros. —Reflexionó y concluyó—: También era más grueso. No era un tipo delgado, agente.

Brunetti dirigió su atención al marido.

—¿Recuerda haber visto a ese hombre, doctor? ¿O a alguien que pudiera ser el otro?

El hombre del pelo blanco movió la cabeza de derecha a izquierda.

—No. Como ya le he dicho, mi única preocupación era mi esposa. Cuando la he oído gritar, me he quedado con la mente en blanco y ni siquiera podría decirle qué personas de nuestro grupo estaban allí.

Brunetti preguntó entonces a la mujer:

—¿Y usted, doctora, recuerda quiénes estaban?

Ella cerró los ojos, tratando de evocar la escena una vez más. Al fin dijo:

—Estaban los Peterson; los tenía a mí izquierda y el hombre estaba detrás de mí, a la derecha. Y Lydia Watts, al otro lado de los Peterson. —Aún tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió dijo—; No recuerdo a nadie más. Es decir, sé que estábamos allí todos, pero ellos son los únicos a los que recuerdo haber visto.

—¿Cuántas personas componen el grupo, doctor?

El marido respondió:

—Dieciséis. Mejor dicho —rectificó—, más cónyuges. La mayoría somos médicos retirados o semirretirados. Todos, del noreste.

—¿Dónde se hospedan?

—En el Paganelli —respondió el hombre.

Brunetti se sorprendió de que un grupo tan numeroso hubiera encontrado habitaciones en aquel hotel y de que unos americanos hubieran tenido el acierto de elegirlo.

—¿Y esta noche? ¿Hay cena programada para el grupo en algún sitio en particular? —preguntó Brunetti, pensando que tal vez podría localizarlos a todos e interrogarlos ahora, cuando los recuerdos que pudieran tener aún estarían frescos.

Los Crowley se miraron un momento y él dijo:

—En realidad, no. Es nuestra última noche en Venecia y algunos decidimos cenar por nuestra cuenta. No había nada programado. —Sonrió un poco incómodo y añadió—: Supongo que ya empezamos a estar cansados de cenar todas las noches con las mismas personas.

—Nosotros pensábamos dar un paseo y entrar en algún sitio que nos gustara —dijo la esposa, sonriendo a su marido, como si se sintiera orgullosa de su decisión—. Pero ahora ya es muy tarde.

—¿Y el grupo?

—Ellos tenían reserva en un sitio que está cerca de San Marco —dijo ella.

Y el marido explicó:

—Pero a nosotros no nos convenció el plan; demasiado color local.

Brunetti reconoció que, probablemente, no le faltaba razón.

—¿Recuerdan el nombre? —preguntó.

Ellos movieron la cabeza en triste señal negativa. El hombre habló por los dos:

—Lo siento, agente, pero no lo recuerdo.

—Dicen que ésta es su última noche en la ciudad —empezó Brunetti, y ellos asintieron—. ¿A qué hora se marchan mañana?

—A las diez —dijo ella—. Vamos a Roma en tren y el jueves tomamos el avión. Queremos pasar la Navidad en casa.

Brunetti se acercó la cuenta de ellos dos, sumó su café y puso quince euros en la mesa. El hombre fue a protestar, pero Brunetti dijo:

—Paga la policía —mentira que pareció satisfacer al doctor—. Puedo recomendarles un restaurante —y añadió—: Me gustaría hablar con ustedes y con el resto del grupo mañana por la mañana en el hotel.

—El desayuno es a las siete y media —dijo ella—. Los Peterson siempre son muy puntuales. Si usted quiere, cuando volvamos llamaré a Lydia Watts, para decirle que baje a las ocho, y así podrá hablar con ella.

—¿A las diez sale el tren o a las diez se van del hotel? —preguntó Brunetti, esperando no tener necesidad de estar al otro lado de San Marco a las siete y media de la mañana.

—El tren, de manera que tendremos que salir del hotel a las nueve y cuarto. Un barco irá a recogernos para llevarnos a la estación.

Brunetti se levantó y esperó mientras el hombre ayudaba a su mujer a ponerse el anorak y luego se ponía el suyo. Ahora los dos ancianos abultaban el doble. El comisario abrió la marcha hacia la puerta y la sostuvo abierta para que saliera la pareja. Una vez en el
campo,
señaló hacia la derecha y les dijo que fueran por la calle della Mandorla hasta el Rosa Rossa y que dijeran al dueño que los enviaba el comisario Brunetti.

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