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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

Pisando los talones (3 page)

BOOK: Pisando los talones
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Durante un instante, temió que se repitiese la escena del despacho, que Robert Kerblom se desmoronase y rompiese a llorar. Pero no fue así.

—Intenté seguir con la agencia, pero no tenía fuerzas. Cuando me ofrecieron un puesto en una de las inmobiliarias de la competencia, aproveché la oportunidad. Nunca me he arrepentido de ello. Entre otras ventajas, me he librado de pasar interminables tardes revisando la contabilidad, con lo que puedo dedicar más tiempo a las niñas.

En aquel momento, Gertrud salió al patio. Recorrieron juntos la casa mientras Robert Kerblom tomaba notas y sacaba algunas fotografías. Hecho esto, se sentaron en la cocina a tomarse un café. En un primer momento, a Wallander le pareció algo bajo el precio que sugería Kerblom; pero enseguida se dio cuenta de que, en realidad, era tres veces más de lo que su padre había pagado en su día.

Robert Kerblom se marchó poco después de las diez y media. Wallander pensó que quizá fuese conveniente quedarse hasta que llegase la hermana de Gertrud. Ésta, que adivinó lo que estaba pensando el inspector, le aseguró que no tenía ningún inconveniente en quedarse sola.

—Hace un buen día —afirmó—. Después de todo, el verano, ahora que ya casi ha terminado, resulta que no ha sido tan malo. Me sentaré aquí, en el jardín.

—Si quieres, me quedo contigo. Me he tomado el día libre.

Gertrud negó con un gesto.

—Ven a visitarme a Rynge —le propuso—. Pero espera unas semanas, hasta que me haya organizado.

Wallander se subió al coche y se dispuso a volver a Ystad. Tenía pensado ir directamente a casa y pedirle hora al médico. Luego se apuntaría en el horario de la lavandería de la comunidad y limpiaría el apartamento. Dado que no tenía prisa, se decidió por el camino más largo. Le gustaba conducir, contemplar el paisaje mientras dejaba vagar sus pensamientos.

Acababa de dejar atrás Valleberga cuando sonó el móvil. Era Martinson. Wallander frenó y se detuvo en el arcén.

—He estado buscándote —empezó Martinson—. Como es natural, nadie me había avisado de que tenías el día libre. Por cierto, ¿sabes que tu contestador está averiado?

El inspector sabía que a veces se atascaba. Enseguida sospechó que había ocurrido algo. Pese a toda su experiencia como policía, la sensación era siempre la misma. Se le encogía el estómago, le faltaba el aire.

—Te llamo desde el despacho de Hanson —prosiguió Martinson—. La madre de Astrid Hillström está en estos momentos en el mío.

—¿La madre de quién?

—De Astrid Hillström. Una de las jóvenes desaparecidas.

Wallander cayó en la cuenta de quién era la persona de quien le hablaba.

—¿Qué quiere?

—Está muy alterada. Ha llegado una postal de su hija, con matasellos de Viena.

Wallander frunció el entrecejo.

—Bien, eso es una buena noticia, ¿no? Significa que su hija ya viene de regreso.

—Ella asegura que su hija no ha escrito esa postal, que es falsa. Y está indignada porque considera que no hacemos nada al respecto.

—¿Y qué quiere que hagamos? No parece que se haya cometido ningún delito. Además, contamos con muchas pruebas de que se marcharon por voluntad propia.

Martinson tardó unos instantes en responder.

—No sé cómo explicarlo —continuó—, pero tengo la sensación de que ella está en lo cierto. No sé qué es, pero hay algo… En fin, no sé.

Estas palabras avivaron la atención de Wallander, pues, con el paso de los años, había aprendido a tomarse en serio los presentimientos de Martinson: no habría sido la primera vez que los hechos acababan por darle la razón.

—¿Quieres que vaya?

—No, pero creo que Svedberg, tú y yo debemos sentarnos a tratar este asunto mañana mismo.

—Dime a qué hora.

—¿Te parece bien a las ocho? Yo avisaré a Svedberg.

Tras la conversación, Wallander se quedó reflexionando unos minutos sin poner en marcha el coche. Un tractor atravesaba el campo, y lo siguió con la mirada sin dejar de pensar en las palabras de Martinson. También él había hablado con la madre de Astrid Hillström en varias ocasiones.

El inspector recapituló. Pasado San Juan, poco después de que WaIlader regresara de sus lluviosas vacaciones, denunciaron la desaparición de unos jóvenes. El inspector, junto con otros colegas, se hizo cargo del asunto. Ya desde un principio, tuvo la sensación de que, tras esas desapariciones, no se ocultaba ningún delito. Tres días más tarde llegó una postal de Hamburgo con una vista de la estación de ferrocarril de la ciudad. Wallander recordaba palabra por palabra lo que decía: «Nos vamos de viaje por Europa. Es posible que estemos fuera hasta mediados de agosto».

Ya era el 7 de agosto, lo que quería decir que no tardarían en volver del viaje. Y ahora acababan de decirle que había llegado otra postal con matasellos de Viena, de Astrid Hillström.

La primera la firmaban los tres, y los padres respectivos reconocieron sus firmas. La única que había albergado alguna duda acerca de su autenticidad fue la madre de Astrid, si bien al final se había dejado convencer por los demás.

Wallander miró fugazmente por el espejo retrovisor y salió de nuevo a la carretera. Martinson acertaba a menudo en sus presentimientos.

Aparcó el coche en la calle Mariagatan y subió las cajas de cartón y los cinco cuadros. Después se sentó a llamar por teléfono, pero en la consulta del médico al que solía acudir le salió el contestador automático. El médico no regresaría de sus vacaciones hasta el 12 de agosto. Se preguntó si aguardaría hasta entonces. Pero el recuerdo de lo cercano que había estado de la muerte aquella misma mañana no le daba tregua, de modo que llamó a otro médico, que le dio cita para el día siguiente, a las once de la mañana.

Tras apuntarse en el horario de la lavandería de la comunidad para la tarde siguiente, empezó a limpiar el apartamento. Como se hartó nada más acabar con su dormitorio, pasó la aspiradora bastante por encima por el salón y luego la guardó. Había dejado las cajas y los cuadros en la habitación donde Linda solía dormir cuando, alguna que otra vez, iba a visitarlo.

Se fue a la cocina y se bebió tres vasos de agua. Esa sed tan intensa también lo preocupaba. ¿A qué se debían aquel cansancio y aquella sed?

Eran ya las doce y sintió hambre, pero al abrir la nevera comprobó que no tenía nada que ofrecerse a sí mismo. Se puso el chubasquero y salió. Hacía buen tiempo y fue hasta el centro dando un paseo. Por el camino se detuvo ante tres inmobiliarias para ver los precios de las viviendas anunciadas en el escaparate. Se dio cuenta de que el precio propuesto por Robert Kerblom era razonable: nadie pagaría más de trescientas mil coronas por la casa de Löderup.

Entró en un bar y se comió una hamburguesa, que acompañó con dos botellas de agua mineral. Después entró en una zapatería, a cuyo dueño conocía, y le preguntó si podía pasar a los servicios. Al salir a la calle de nuevo, se sintió, durante un instante, algo desorientado. En realidad, debería invertir aquel día libre en ir de compras. En efecto, no se trataba sólo de llenar el frigorífico, sino también la despensa. Sin embargo, apenas soportaba la idea de ir a buscar el coche para dirigirse a cualquiera de los grandes supermercados de la ciudad.

Bajó por la calle Hamngatan, cruzó la vía del tren y torció hacia la calle Spanienfararengatan. Cuando llegó al puerto deportivo, recorrió lentamente los muelles mientras contemplaba los barcos amarrados. Intentaba imaginarse la sensación que produciría el saber manejar un barco de vela; él no tenía la más mínima experiencia en el arte de navegar. Entonces se dio cuenta de que tenía ganas de orinar otra vez. Entró en un bar y se dirigió a los servicios, pidió otra botella de agua mineral y se sentó en el banco que había junto a la caseta de salvamento marino.

La última vez que estuvo sentado allí fue en invierno, la noche en que se marchó Baiba Liepa.

Ya había anochecido cuando la llevó en coche al aeropuerto de Sturup. Algunas ráfagas de viento que anunciaban una ventisca se arremolinaban a la luz de los faros del coche. Los dos permanecían en silencio. Luego la vio desaparecer cuando cruzaba el control de pasaportes. Wallander regresó a Ystad; luego salió a la calle y fue a sentarse en aquel banco. Corría una brisa helada y tenía frío, pero se quedó allí sentado, pensando que se había terminado. Nunca más volvería a ver a Baiba. Habían roto para siempre.

Ella había llegado a Ystad en 1994. No hacía mucho que el padre de Wallander había muerto. Para colmo, él acababa de enfrentarse a uno de los casos más complicados de toda su carrera policial. Pero además, aquel otoño, por primera vez en mucho tiempo también había hecho planes de futuro. Había decidido dejar el apartamento de Mariagatan, irse a vivir a las afueras y comprarse un perro. Incluso había visitado un criadero de canes en busca de un cachorro de labrador. Cambiaría su vida de forma radical.

Y, lo más importante, quería que Baiba Liepa se quedase a su lado. Ella había pasado la Navidad en Ystad y Wallander comprobó que Linda y Baiba hacían buenas migas desde el principio. Entonces, los primeros días de 1995 y los últimos antes de que Baiba regresara a Riga, hablaron en serio acerca del futuro, de que tal vez ella volviese a Suecia aquel mismo verano y se quedara. Vieron algunas casas juntos e incluso visitaron en varias ocasiones una casita con su parcela a las afueras de Svenstorp.

Pese a todo, un día del mes de marzo, o, por mejor decir, una noche, ella lo llamó desde Riga y le dijo que no estaba segura. No quería casarse ni irse a vivir a Suecia. Aún no, al menos. Preocupado, Wallander voló a Riga días más tarde con la idea de convencerla. Sin embargo, todo acabó en una discusión, la primera, larga y amarga, tras la cual dejaron de hablarse durante más de un mes. Wallander la llamó al fin y decidieron que sería él quien viajaría a Letonia aquel verano.

Pasaron dos semanas en el golfo de Riga, en una casa medio en ruinas que unos colegas de la universidad le habían prestado. Aprovecharon para dar largos paseos por la playa, y Wallander, escarmentado de las heridas anteriores, aguardó a que ella misma sacase el tema del futuro. Sin embargo, cuando por fin lo hizo, fue para mostrarse poco precisa y aún insegura. Ahora no, todavía no. ¿Por qué no podían continuar como hasta entonces? Durante el viaje de regreso a Suecia, Wallander se sentía abatido y seguía sin saber qué podía ocurrir. El otoño transcurrió sin que se viesen una sola vez. Habían hablado de ello, lo habían planeado e incluso habían considerado varias alternativas, pero no llegaron a concretar nada.

Coincidió aquella época con un periodo en el que Wallander empezó a volverse muy receloso. ¿No habría otro hombre allá en Riga, alguien cuya existencia él desconocía? En varias ocasiones llegó a llamarla a medianoche, consumido por los celos, y al menos dos veces tuvo la sensación de que había otra persona en el apartamento de Baiba, pese a que ella le aseguraba que no era así.

Aquel año, Baiba, una vez más, fue a pasar la Navidad a Ystad. En aquella ocasión, Linda sólo los acompañó durante la cena de Nochebuena, antes de marcharse a Escocia con unos amigos. Fue entonces, unos días después de Año Nuevo, cuando Baiba le dijo que nunca podría vivir en Suecia. Había estado dudando durante mucho tiempo, pero ahora estaba segura de ello. No quería perder su puesto de trabajo en la universidad. ¿Qué iba a hacer ella en Suecia? ¿Y en Ystad, qué se le había perdido a ella allí? Tal vez pudiese trabajar como traductora o como intérprete, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Wallander intentó convencerla, sin conseguirlo, y no tardó en arrojar la toalla. Sin que ninguno de los dos lo manifestase abiertamente, ambos sabían que la relación estaba tocando a su fin. Después de cuatro años, no habían vislumbrado ninguna solución satisfactoria. Wallander la llevó a Sturup, la vio desaparecer por el control de pasaportes y después, en plena noche invernal, fue a sentarse en el helado banco situado junto a la caseta de salvamento marino. Estaba deprimido y se sentía más solo y abandonado que nunca. Sin embargo, otro sentimiento, éste muy distinto, había ido abriéndose paso. Experimentaba un gran alivio. En efecto, ya no tenía por qué dudar más.

Un barco de motor se alejaba del puerto. Wallander se levantó. Necesitaba ir a los servicios de nuevo.

Siguieron hablando de vez en cuando, por teléfono, pero, con el tiempo, también terminaron abandonando esa vía de contacto. Más de medio año había transcurrido desde la última llamada telefónica cuan do, un día, mientras Linda y él paseaban por Visby, ella le preguntó si de verdad había terminado con Baiba.

—Así es —respondió él—. Se acabó.

Linda aguardaba alguna explicación.

—No había otro remedio —añadió Wallander—. Creo que, en realidad, ninguno de los dos quería que se acabara. Pero era inevitable.

Entró en el bar, saludó con un gesto a la camarera y desapareció en dirección a los servicios.

Después dio un paseo hasta la calle Mariagatan, fue a buscar el coche y salió en dirección a Malmö. Antes de entrar en el supermercado en el que solía comprar, permaneció un momento en el coche e intentó hacer la lista de la compra; pero cuando circulaba con el carrito por entre los pasillos del comercio, no fue capaz de encontrar la hoja de papel en la que había escrito la lista. No se molestó en salir de nuevo e ir al coche a buscarla.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando dio por concluida la tarea de colocar la compra en el frigorífico y en la despensa. Se tumbó en el sofá, con la intención de leer el periódico, pero se durmió al momento. Cuando, una hora después, se despertó sobresaltado, recordó que había tenido un sueño.

Había soñado que estaba en Roma con su padre. Y, extrañamente, también Rydberg estaba con ellos, y unos seres menudos que parecían enanos y que les pellizcaban las piernas con dedos contumaces. Wallander permaneció sentado en el sofá.

«Estoy soñando con personas muertas», se dijo. «¿Qué puede significar esto? Mi padre está muerto y sueño con él casi todas las noches. Y ahora también con Rydberg, mi viejo colega y amigo, que lleva ya muerto cerca de cinco años, el policía del que aprendí la mayor parte de lo que, pese a todo, se puede decir que sé».

Salió al balcón. El tiempo era aún cálido, no se movía una hoja. En el horizonte empezaban a arremolinarse algunas nubes. De repente, con una lucidez aterradora, se dio cuenta de lo solo que estaba. Aparte de Linda, que vivía en Estocolmo y a la que veía muy de tarde en tarde, no tenía ningún amigo. Sólo se relacionaba con sus compañeros de trabajo, pero nunca se veía con ellos durante su tiempo libre.

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