¿Por qué leer los clásicos? (30 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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En cambio el gran acontecimiento de nuestro siglo es el uso constante de un espejo situado de manera de excluir al yo de la visión del mundo. El hombre puede ser considerado una especie biológicamente nueva por obra del espejo retrovisor más aún que por el automóvil mismo, porque sus ojos miran una calle que se acorta delante de él y se alarga detrás, es decir puede abarcar con una sola mirada dos campos visuales contrapuestos sin el estorbo de la imagen de sí mismo, como si fuese sólo un ojo suspendido sobre la totalidad del mundo.

Pero bien mirado, la hipótesis de «Forse un mattino» no es perturbada por esta revolución de la técnica perceptiva. Si el «engaño habitual» es todo lo que tenemos delante, ese engaño se extiende a esa porción del campo anterior que, por estar enmarcada en el retrovisor, pretende representar el campo posterior. Aunque el yo de «Forse un mattino» estuviera conduciendo en un aire de vidrio y se volviese, en las mismas condiciones de receptividad, no vería más allá del vidrio posterior del coche el paisaje que va alejándose en el retrovisor, con las franjas blancas del asfalto, el tramo de calle apenas recorrido, los autos que ha creído dejar atrás, sino un vertiginoso vacío sin límites.

Por lo demás, en los espejos de Montale —como ha demostrado Silvio D’Arco Avalle para «Gli orechini» [«Los aretes»] y para «Vasca» [«Fuente»] y otros espejos de agua—, las imágenes no se reflejan sino que afloran —desde abajo—, salen al encuentro del observador.

En realidad la imagen que vemos no es algo que el ojo registra ni algo que tiene su sede en el ojo: es algo que sucede por entero en el cerebro, en estímulos transmitidos por el nervio óptico, pero que sólo adquiere una forma y un sentido en una zona del cerebro. Esa zona es la «pantalla» en la que se reúnen las imágenes y si, volviéndome, girando sobre mí mismo en mi interior, consigo
ver
más allá de aquella zona de mi cerebro, es decir comprender el mundo tal como es cuando mi percepción no le atribuye color y forma de árboles-casas-cerros, me quedaré a tientas en una oscuridad sin dimensión ni objetos, atravesada por un polvillo de vibraciones frías e informes, sombras en un radar mal sintonizado.

La reconstrucción del mundo ocurre «como en una pantalla» y aquí la metáfora no puede sino remitir al cine. Nuestra tradición poética ha utilizado habitualmente la palabra «pantalla» en el sentido de «reparo-ocultamiento» o de «diafragma», y si nos atreviéramos a afirmar que ésta es la primera vez que un poeta italiano usa «pantalla» en el sentido de «superficie sobre la cual se proyectan imágenes», creo que el riesgo de error no sería muy grande. Esta poesía (fechable entre 1921 y 1925) pertenece claramente a la era del cine, en el que el mundo corre delante de nosotros como sombras de un filme, árboles-casas-cerros se extienden sobre una tela de fondo bidimensional, la rapidez de su aparición («de golpe») y la enumeración evocan una sucesión de imágenes en movimiento. No está dicho que sean imágenes proyectadas, su «acampar» (ponerse en campo, ocupar un campo, y así es convocado directamente el
campo visual)
podría no remitir a un origen o matriz de la imagen, ésta podría brotar directamente de la pantalla (como hemos visto que sucedía con el espejo), pero el espectador de cine tiene también la ilusión de que las imágenes vienen de la pantalla.

Tradicionalmente los poetas y los dramaturgos expresaban la ilusión del mundo con metáforas teatrales; nuestro siglo sustituye el mundo como teatro por el mundo como cinematógrafo, torbellino de imágenes sobre una tela blanca.

Dos velocidades distintas atraviesan el poema: la de la mente que intuye y la del mundo que transcurre. Entender es cuestión de ser veloces, de volverse de pronto para sorprender al
hide-behind
, es una vertiginosa voltereta sobre uno mismo y en ese vértigo está el conocimiento. El mundo empírico en cambio es la habitual sucesión de imágenes en la pantalla, engaño óptico como el cine, donde la velocidad de los fotogramas te convence de la continuidad y de la permanencia.

Hay un tercer ritmo que triunfa sobre los dos y es el de la meditación, la marcha absorta y suspendida en el aire de la mañana, el silencio en el que se custodia el secreto arrebatado en el fulmíneo movimiento de la intuición. Una analogía sustancial une ese
«andare zitto»
[«ir callado»] a la nada, al vacío que sabemos es origen y fin de todo, y al
«aria di vetro, / arida»
[«aire de vidrio, /árido»] que es su apariencia exterior menos engañosa. Aparentemente esa marcha no se diferencia de la marcha de los «hombres que no se vuelven», que tal vez también han entendido, cada uno a su manera, y entre los cuales termina por confundirse el poeta. Y este tercer ritmo, que retoma con paso más grave las notas leves del comienzo, es el que pone su sello al poema.

[1976}

El escollo de Montale

Hablar de un poeta en la primera página de un diario implica un riesgo: es preciso hacer una exposición «pública», subrayar la visión del mundo y de la historia, la enseñanza moral implícita en su poesía; todo lo que se dice es verdadero, pero después uno advierte que también podría ser verdadero para otro poeta, que el acento inconfundible de esos versos no queda expresado. Tratemos pues de mantenernos lo más cerca posible de la esencia de la poesía de Montale al explicar cómo hoy las exequias de este poeta tan poco inclinado a todo lo que fuese oficial, tan distante de la imagen del «vate nacional», son un acontecimiento en el que el país entero se reconoce. (Hecho tanto más singular cuanto que los grandes credos profesados por la Italia de su tiempo no lo contaron jamás entre sus adeptos, más aún, él no ahorró su sarcasmo hacia cualquier «intelectual, rojo o negro».)

Ante todo quisiera decir lo siguiente: los versos de Montale son inconfundibles por la precisión y lo insustituible de la expresión verbal, del ritmo, de la imagen evocada:
«il lampo que candisce / alberi e muri e li sorprende in quella / eternità d’istante»
[«el relámpago que blanquea / muros y árboles y los sorprende en esa / eternidad del instante»]. No hablo de la riqueza y versatilidad de los medios verbales, dotes que tuvieron en grado sumo otros poetas nuestros, y que suelen emparentarse con una vena copiosa y redundante, es decir todo lo que está más lejos de Montale. Montale nunca derrocha sus golpes, juega la expresión insustituible en el momento justo y la aisla en su unicidad.
«[...] Turbati / discendevamo tra i vepri. / Nei miei paesi a quell’ora / cominciano a fischiare le lepri.»
[«[...] Turbados / bajábamos entre las zarzas. / En mis pagos a esa hora / empiezan a silbar las liebres.»]

Llego en seguida a la consecuencia: en una época de palabras genéricas y abstractas, palabras que sirven para todo uso, palabras que sirven para no pensar y no decir, peste del lenguaje que desborda de lo público a lo privado, Montale ha sido el poeta de la exactitud, de la opción motivada del léxico, de la seguridad terminológica destinada a capturar la unicidad de la experiencia.
«Si accese su pomi cotogni, un punto, una cocciniglia, / si udì inalberarsi alla striglia / il poney, e poi vinse il sogno.»
[«Se encendió sobre manzanas membrillos / un punto, una cochinilla, / se oyó con la almohaza encabritarse / el poney, y después llegó el sueño.»]

Pero esta precisión, ¿para decirnos qué? Montale nos habla de un mundo vertiginoso, impulsado por un viento de destrucción, sin un terreno sólido donde apoyar los pies, con la única ayuda de una moral individual suspendida al borde del abismo. Es el mundo de la primera y la segunda guerra mundial. Tal vez también de la tercera. O quizá la primera queda todavía fuera del cuadro (en la cinemateca de nuestra memoria histórica, sobre los fotogramas ya un poco desvaidos de la primera guerra mundial, se deslizan como subtítulos los descarnados versos de Ungaretti) y la precariedad del mundo que se presenta a los ojos de los jóvenes de la primera posguerra es lo que sirve de fondo a
Huesos de sepia
, así como la espera de una nueva catástrofe será el clima de
Las ocasiones
, y su cumplimiento y sus cenizas el tema de
La tempestad (La bufera). La tempestad
es el libro más bello que haya salido de la segunda guerra mundial, y aun cuando hable de otra cosa, habla de eso. Todo está implícito en él, desde nuestras ansias del después hasta las de hoy: la catástrofe atómica
(«e un ombroso Lucifero scenderà su una proda / del Tamigi, del Hudson, della Sena / scuotendo l’ali di bitume semi-mozze dalla fatica, a dirti: e l’ora»
[«y un sombrío Lucifer bajará a una orilla / del Támesis, del Hudson, del Sena / sacudiendo las alas de betún semi mochas de fatiga, para decirte: es la hora»] y el horror de los campos de concentración pasados y futuros [«Il sogno del prigionero», «El sueño del prisionero»]).

Pero lo que quiero poner en primer plano no son las representaciones directas y las alegorías declaradas: esta condición histórica nuestra está vista como condición cósmica; en la observación cotidiana del poeta, aun las presencias más menudas de la naturaleza se configuran como torbellinos. El ritmo del verso, la prosodia, la sintaxis son los que llevan en sí ese movimiento, desde el principio hasta el final de sus tres grandes libros.
«I turbini sollevano la polvere / sui tetti, a mulinelli, e sugli spiazzi / deserti, ovi i cavalli incappuciati / annusano la terra, fermi innanzi / ai vetri luccicanti degli alberghi.»
[«Las tolvaneras levantan el polvo / en los techos, en remolinos, y sobre los descampados / desiertos, donde los caballos encapuchados / husmean la tierra, quietos delante / de los vidrios brillantes de los hoteles.»]

He hablado de moral individual para resistir a la catástrofe histórica o cósmica que puede borrar de un momento a otro la lábil huella del género humano, pero es preciso decir que en Montale, aunque alejado de toda comunión colectiva y de todo impulso solidario, siempre está presente la interdependencia de cada persona con la vida de los demás.
«Occorrono troppe vite per farne una»
[«Se necesitan demasiadas vidas para hacer una»] es la memorable conclusión de un poema de
Las ocasiones
, donde la sombra del halcón volando da el sentimiento del destruirse y rehacerse que informa de por sí toda continuidad biológica e histórica. Pero la ayuda que puede venir de la naturaleza o de los hombres no es una ilusión cuando es un arroyo delgadísimo que aflora
«dove solo / morde l’arsura e la desolazione»
[«donde sólo / muerde el abrasamiento y la desolación»]; sólo remontando los ríos hasta que se vuelven delgados como cabellos, la anguila encuentra el lugar seguro para procrear, sólo
«a un filo di pietà»
[«en un hilo de piedad»] pueden abrevarse los puercoespines del Amiata.

Este difícil heroísmo excavado en la interioridad, en la aridez, en la precariedad del existir, este heroísmo de anti héroe es la respuesta que Montale dio al problema de la poesía de su generación: cómo escribir versos después de (y contra) D’Annunzio (y después de Carducci, y después de Pascoli o por lo menos de cierta imagen de Pascoli), el problema que Ungaretti resolvió con la fulguración de la palabra pura y Saba con la recuperación de una sinceridad interior que abarcaba incluso el pathos, el afecto, la sensualidad, esas contraseñas de lo humano que el hombre montaliano rechazaba o consideraba indecibles.

No hay mensaje de consuelo o de aliento en Montale si no se acepta la conciencia del universo inhóspito y avaro: por este camino arduo su discurso continúa el de Leopardi, aunque sus voces suenen muy diferentes. Así como, comparado con el de Leopardi, su ateísmo es más problemático, asaltado por las tentaciones continuas de lo sobrenatural, corroído de pronto por un escepticismo de fondo. Si Leopardi desmenuza los consuelos de la filosofía de las Luces, las propuestas de consuelo que se ofrecen a Montale son las de los irracionalismos contemporáneos que él va valorando y desdeñando sucesivamente con un encogimiento de hombros, reduciendo cada vez más la superficie de la roca donde se apoyan sus pies, el escollo al que se pega su obstinación de náufrago.

Uno de sus temas, que con los años se vuelve más frecuente, es la forma en que los muertos están presentes en nosotros, la unicidad de cada persona que no nos resignamos a perder:
«il gesto d’una / vita che non è un altra ma se stessa»
[«el gesto de una / vida que no es otra sino ella misma»]. Son versos de un poema en memoria de su madre, donde vuelven los pájaros, un paisaje en pendiente, los muertos: el repertorio de las imágenes positivas de su poesía. No podríamos poner a su recuerdo mejor marco que éste:
«Ora che il coro delle conturnici / ti blandisce nel sonno eterno, rotta / felice schiera in fuga verso i clivi / vendemmiati del Mesco [...]».
[«Ahora que el coro de las perdices / te acaricia en el sueño eterno, deshecha / feliz cuadrilla huyendo hacia las cuestas / vendimiadas del Mesco...».]

Y seguir leyendo «en el interior» de sus libros. Esto garantizará sin duda su sobrevivencia, porque por más que se lean y relean, sus poemas cautivan apenas abierto el libro y no se agotan nunca.

[1981]

Hemingway y nosotros

Hubo un tiempo en que, para mí —y para muchos de mis coetáneos y aún después—, Hemingway era un dios. Y eran buenos tiempos, los recuerdo con satisfacción, sin sombra de esa irónica indulgencia con la que se consideran modas y turbulencias juveniles. Eran tiempos serios y los vivíamos con seriedad y al mismo tiempo con petulancia y pureza de corazón, y en Hemingway hubiéramos podido encontrar también una lección de pesimismo, de distancia individualista, de adhesión superficial a las experiencias más crudas: en Hemingway estaba todo esto, pero o no sabíamos leerlo o teníamos otras cosas en la cabeza, el hecho es que la lección que extraímos era una actitud abierta y generosa, de compromiso práctico —técnico y moral al mismo tiempo— con lo que debíamos hacer, de limpieza de la mirada, de rechazo a contemplarse y compadecerse de uno mismo, de rapidez para recoger una enseñanza de vida, el valor de una persona en un brusco cambio de frases, en un gesto. Enseguida empezamos a ver sus límites, sus defectos: su mundo poético y su estilo, a los que yo había pagado generoso tributo en mis primeros pasos literarios, resultaron ser estrechos, con tendencia a terminar en manierismo, y su vida —y filosofía de la vida— de cruento turismo empezó a inspirarme desconfianza e incluso aversión y disgusto. Pero hoy, a unos diez años de distancia, al hacer el balance de mi
apprenticeship
hemingwayano, puedo cerrarlo en activo. «No me pudiste, viejo», le diría, condescendiendo por última vez a adoptar su manera, «no has conseguido llegar a ser un
mauvais maître.»
Esta reflexión sobre Hemingway, justamente —hoy que ha ganado el Premio Nobel, hecho que no significa absolutamente nada pero que es una ocasión como cualquier otra para poner por escrito ideas que me rondan hace tiempo— quiere tratar de definir lo que Hemingway fue para nosotros, y al mismo tiempo lo que es ahora, lo que nos ha alejado de él y lo que seguimos encontrando en sus páginas y no en otras.

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