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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (6 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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—No, Piotr Fiodorovich. Yo no veo en esto nada más que su deseo de ofenderme a toda costa.

—¡Cómo dice usted eso, mi querido amigo y benefactor! ¡Cómo voy yo a querer ofenderle! Acuérdese de que el año pasado no dije ni una palabra cuando usted construyó un tejado una vara más alto de lo permitido. Al contrario, hice como si no lo hubiera visto. Créame, amable amigo, que también ahora, por así decirlo, yo sería capaz de… Pero es mi responsabilidad, mi deber, en suma, que se respete la higiene. Juzgue usted mismo que sucedería si de repente todo el mundo soltara cerdos por la calle principal…

—¡Pues vaya calles principales son esas de las que usted habla! ¡Si las
babas
tiran ahí todos los desperdicios que les sobran!

—Permítame que le informe, Iván Ivanovich, de que es usted quien está ofendiéndome. Es cierto que a veces ocurre algo de eso, pero por lo general es sólo junto a las vallas, cobertizos o almacenes… ¡Pero que una cerda se pasee por la calle principal y llegue a la plaza es una cosa que…!

—¿Y qué pasa si es así, Piotr Fiodorovich? ¿Es que no creó Dios a las cerdas?

—¡Pues claro! Todo el mundo sabe que es usted un hombre con muchos estudios. Sabe usted de ciencias y de muchas otras materias. Yo nunca estudié nada de ciencias, por supuesto. Empecé a aprender a escribir cuando ya tenía cerca de treinta años. Como usted sabe, yo procedo de la tropa.

—Hummm… —dijo Iván Ivanovich.

—Sí —continuó el comisario—. En el año 1801 yo era teniente de la cuarta compañía del cuadragésimo segundo regimiento de cazadores. El comandante de nuestra compañía, sépalo usted, era el capitán Yeremeev. —Al decir esto, el comisario metió los dedos en la tabaquera que Iván Ivanovich tenía abierta y en la que se entretenía desmenuzando el tabaco.

—Hummm… —replicó Iván Ivanovich.

—No obstante —prosiguió el comisario—, mi deber es obedecer lo que disponga el gobierno. ¿Sabía usted, Iván Ivanovich, que el que sustrae un papel de un juzgado del Estado puede ser encausado penalmente, igual que por cualquier otro crimen?

—¡Tan bien lo sé que, si usted quiere, puedo darle lecciones sobre el particular! ¡Eso se aplica a personas; a usted, por ejemplo, si hubiera robado el documento, pero una cerda es una criatura de Dios!

—Todo eso está muy bien, pero la ley dice «culpable de sustraer…». Le pido que me escuche atentamente: ¡dice «culpable»! No hace mención de especie, género o rango y, por tanto, un animal también puede ser culpable. Diga usted lo que quiera, pero el animal debe entregarse a la policía por haber perturbado el orden, y luego se dictará la sentencia correspondiente y se le impondrá un castigo.

—No, Piotr Fiodorovich —objetó con frialdad Iván Ivanovich—. Eso no va a pasar.

—Como usted quiera, pero yo debo seguir las órdenes de las autoridades.

—¿Por qué trata de asustarme? ¿De verdad piensa enviar al soldado manco a que me arreste? Le diré a mi anciana sirvienta que lo ahuyente con un atizador. ¡Le romperá el otro brazo!

—No quiero discutir con usted. En ese caso, si no quiere usted entregar su cerda a la policía, utilícela usted mismo para algo: sacrifíquela para la Navidad, o cuando usted prefiera, y haga unos jamones o simplemente cómasela. Yo sólo le diría que, si va a hacer salchichas, le pediría que me enviara un par de las que su Gapka hace tan bien con la sangre y la grasa del cerdo. A mi Agrafena Trofimovna le encantan.

—Le enviaré un par de salchichas con mucho gusto.

—Le quedaré muy agradecido, mi querido amigo y benefactor. Ahora, permítame que le diga una cosa más: me ha encargado el juez, además de todos nuestros conocidos, reconciliarle a usted, por así decirlo, con su amigo Iván Nikiforovich.

—¡Cómo! ¿Con ese maleducado? ¿Tengo que reconciliarme con ese patán? ¡Jamás! ¡Nunca lo haré!

Iván Ivanovich estaba totalmente decidido.

—Como usted quiera —respondió el comisario, llevándose tabaco a los dos orificios de su nariz—. No me atrevería a darle un consejo, pero permítame que le diga, sin embargo, que ahora están ustedes peleados, pero cuando se hayan reconciliado…

Iván Ivanovich se puso a hablar sobre la caza de la codorniz, que era lo que solía hacer cuando quería cambiar de tema.

Y así, el comisario tuvo que volver a su casa de vacío, sin haber conseguido nada.

VI. Por el cual el lector podrá enterarse de todo lo que en él se dice.

A
unque se esforzaron por ocultarlo, al día siguiente, todo Mirgorod sabía que la cerda de Iván Ivanovich había robado la denuncia de Iván Nikiforovich.

El propio comisario fue el primero al que se le escapó la noticia. Cuando se lo dijeron a Iván Nikiforovich, no hizo ningún comentario y se limitó a preguntar si la cerda era de color pardo, pero Agafya Fedoseevna, que estaba presente, empezó a incordiar de nuevo a Iván Nikiforovich diciéndole:

—Pero ¿qué le sucede, Iván Nikiforovich? ¿No ve que van a tomarle a usted por tonto si deja pasar este asunto? ¿Cómo podrá considerarse a sí mismo un caballero si no hace nada? ¡Será usted peor que la mujer que vende esos caramelos que tanto le gustan!

Y la terca, mujer le convenció. Por algún lado encontró a un hombrecito de mediana edad, moreno, con el rostro salpicado de manchas y vestido con una levita azul marino con coderas… ¡el perfecto ratón de oficina! Este individuo se engrasaba las botas con alquitrán, llevaba hasta tres plumas detrás de la oreja y en lugar de tintero llevaba una botellita de cristal atada a un botón de la levita. Se comía de una vez nueve pasteles y el décimo se lo guardaba en el bolsillo, y era capaz de introducir tantas calumnias en una hoja de papel oficial que ningún lector podía leerla de un tirón sin tener que interrumpirse con alguna tos o estornudo. Este pequeño proyecto de ser humano husmeó, sudó, escribió y al final cocinó el siguiente documento:

«Reclamación que el caballero Iván Nikiforovich Dovgochkhun presenta al juzgado regional de Mirgorod.

»Como continuación de mi citada denuncia, que interpuse yo, Iván Nikiforovich Dovgochkhum, caballero, afirmo que el juzgado no sólo no ha dado respuesta a mi denuncia contra Iván Ivanovich Pererepenko, con quien el juzgado se ha mostrado tremendamente indulgente. El propio comportamiento descarado de la cerda parda me ha sido ocultado y he tenido que enterarme de él por terceras personas. Dicha permisividad e indulgencia es indiscutiblemente premeditada y malintencionada, ya que esa cerda parda no es más que un estúpido animal incapaz de robar un documento por sí sola. De eso se sigue que forzosamente dicho juzgado fue inducido a ello por mi adversario, que se llama a sí mismo caballero Iván Ivanovich Pererepenko, quien ya se ha demostrado un ladrón, un asesino en potencia y un blasfemo. Está claro que el citado juzgado de Mirgorod, procediendo con su acostumbrada parcialidad, tenía con él algún tipo de acuerdo secreto, pues de otro modo la dicha cerda jamás habría podido robar el documento, ya que el juzgado regional de Mirgorod está bien provisto de sirvientes. Baste mencionar al soldado que está siempre instalado en la antesala y que, aunque no ve de un ojo y tiene un brazo impedido, dispone de capacidad más que suficiente para ahuyentar a la cerda y echarla de allí a garrotazos. De todo ello se deduce más allá de toda duda la connivencia del citado juzgado de Mirgorod y el reparto judaico de las ganancias con la otra parte producto de un mutuo acuerdo. El anteriormente citado ladrón y «caballero» Iván Ivanovich Pererepenko está actuando fraudulentamente en este procedimiento. Por eso yo, Iván Nikiforovich Dovgochkhun, caballero, quiero poner en conocimiento del mencionado juzgado regional que, a menos que la denuncia presentada por mí sea recuperada de la cerda parda o de su cómplice, el caballero Pererepenko, y se proceda a fallar el caso en mi favor, yo, Iván Nikiforovich Dovgochkhun, caballero, presentaré una denuncia ante el Tribunal Supremo por la prevaricación del citado juzgado, pidiendo además que se traslade allí formalmente el caso.

Iván Nikiforovich Dovgochkhun, caballero de la región de Mirgorod.»

Esta solicitud surtió efecto: el juez, como todas las buenas personas, era un hombre cobarde. Se dirigió al secretario, pero éste se limitó a dejar escapar un largo «hummm» entre dientes y a adoptar una expresión diabólicamente indiferente que debe de ser la que adopta Satán cuando ve a sus pies a una víctima rendida que acude a él. Sólo quedaba una solución: que los dos amigos hicieran las paces. Pero ¿cómo conseguirlo, cuando todos los intentos hasta ese momento habían fracasado? A pesar de ello, decidieron probar una vez más; pero Iván Ivanovich anunció tajantemente que no tenía la menor intención de hacer las paces, e incluso se enfureció. Iván Nikiforovich, en lugar de responder, dio media vuelta y se marchó sin decir palabra. El proceso procedió entonces con la habitual rapidez por la que es célebre la justicia. El documento fue sellado, inscrito, se le dio un número, se archivó y firmó, todo ello dentro del mismo día, y el legajo se guardó en un armario en el que descansó un año, luego otro, y aún un tercero. Una legión de novias tuvo tiempo de casarse. En Mirgorod se abrió una nueva calle, el juez perdió una muela y dos caninos; más niños todavía corrían por el patio de Iván Ivanovich (sólo Dios sabía de dónde habían salido). Para mortificar a Iván Ivanovich, Iván Nikiforovich construyó un nuevo corral para sus gansos, aunque un poco más alejado que el primero, y añadió por ese lado tantas construcciones que estas dos estimables personas ya casi nunca se veían la cara, todo ello mientras el caso reposaba, bien ordenado, en el armario, que parecía de mármol, de tantas vetas de tinta como tenía.

Mientras tanto, sucedió algo muy importante para todo Mirgorod.

¡El comisario dio un baile! ¿De dónde voy a sacar los pinceles y los colores necesarios para representar la diversidad de gentes reunidas y la suntuosidad de la fiesta? ¡Tome usted un reloj, ábralo y mire lo que sucede en su interior! ¿No es cierto que lo que ocurre ahí dentro no es más que un caos incomprensible? Y ahora imagine las mismas ruedas y ruedecillas, sino más, en el patio del comisario de policía. ¡Qué carruajes y carretelas había allí! Los unos anchos por la parte delantera y estrechos por la trasera; los otros, mitad carruajes y mitad carretelas; otros, ni carruajes ni carretelas. Había uno que parecía una gavilla de heno gigante o la obesa esposa de un comerciante; otro se asemejaba a un hebreo desgreñado o a un esqueleto que no ha perdido toda la piel; uno reproducía exactamente la forma de una pipa turca; otro no se parecía a nada en absoluto y presentaba la forma de alguna extraña criatura, perfectamente horrible y extremadamente fantástica. Por este caos de ruedas y pescantes se elevaba algo parecido a una berlina con una ventana de grueso marco como las que hay en las casas a modo de ventanilla. Los cocheros, vestidos con caftanes grises, blusas y gruesos abrigos, tocados con gorros de piel de oveja y todo tipo de gorras puntiagudas, pipas en mano, llevaban a los caballos desenganchados al otro lado del patio. ¡Qué baile el del comisario! Si me permiten, les contaré quien estaba allí: Taras Tarasovich, Evpl Akinfovich, Evtikhy Evtikhievich, Iván Ivanovich —no ese Iván Ivanovich, sino el otro—, Savva Gavrilovich, nuestro Iván Ivanovich, Elevfery Elevferievich, Makar Nazarievich, Foma Grigorievich… ¡No puedo seguir! ¡No tengo fuerzas! ¡Mi mano se cansa de tanto escribir! ¡Y la cantidad de damas que había! Morenas y pálidas, altas y bajas, algunas gordas como Iván Nikiforovich, otras tan delgadas que parecía que cabían en la vaina de la espada del comisario. ¡Tantos sombreros! ¡Tantos vestidos! Rojos, amarillos, color café, verdes, azules, nuevos, dados la vuelta, recortados; pañuelos, cintas,
ridicules…
¡Adiós, pobres ojos míos! Después de contemplar este espectáculo de nada me serviréis. ¡Y qué mesa más larga se había dispuesto! ¡Y cómo hablaban todos, cuánto ruido hacían! El de un molino con todas sus piedras de moler, ruedas, engranajes y morteros no es nada comparado con el ruido que hacían. No podía distinguir de qué hablaban, pero es de suponer que debía de ser sobre cosas útiles y agradables, como del tiempo, de los perros, del trigo, de los sombreros o de los potros. Al final, Iván Ivanovich —no el nuestro, el otro, el que está ciego de un ojo— dijo:

—Me parece raro que mi ojo derecho no vea a Iván Nikiforovich Dovgochkun.

—No quiso venir —dijo el comisario.

—¿Y cómo es eso?

—Gracias a Dios han pasado ya dos años desde que se pelearon, me refiero a Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich, y, donde uno va, el otro no pondría los pies por nada del mundo.

—¿Es posible eso que dice? —Diciendo esto, el Iván Ivanovich tuerto elevó los ojos al cielo y unió las maños en ademán de implorar—: ¡Si ahora ya ni la gente que tiene los dos ojos buenos es capaz de vivir en paz, cómo voy a lograrlo yo que tengo un ojo ciego!

Todo el mundo echó a reír a carcajadas al oírle. El tuerto Iván Ivanovich le caía bien a todo el mundo porque sus chistes eran muy a gusto del momento. Incluso el hombre alto y delgado, vestido con una levita y con la nariz vendada, que había permanecido sentado en un rincón y no había movido ni un músculo de la cara, ni siquiera cuando se le metió una mosca en la nariz, este mismo caballero se levantó de su asiento y se acercó al grupo que se había formado en torno al Iván Ivanovich tuerto.

—¡Óiganme! —dijo el Iván Ivanovich tuerto cuando vio que le rodeaba una multitud—. En lugar de estar todos ustedes mirando mi ojo ciego, lo que deberían hacer es reconciliar a los dos amigos. Ahora mismo Iván Ivanovich está hablando con las damas y las jóvenes. ¡Aprovechemos y vayamos discretamente a buscar a Iván Nikiforovich para que se encuentren aquí!

Todo el mundo aceptó la propuesta de Iván Ivanovich y se decidió enviar a alguien a buscar a Iván Nikiforovich a su casa y pedirle que fuera sin falta a casa del comisario a comer. Pero quedaba una cuestión de capital importancia ante la que se quedaron todos perplejos: a quién encargar esa delicada tarea. Se discutió durante largo rato quién era el más capaz y más hábil en cuestiones diplomáticas y finalmente se decidió por unanimidad confiar el asunto a Antón Prokofievich Golopuz.

Es menester que primero familiarice al lector con este notable personaje. Antón Prokofievich era un hombre sumamente virtuoso en todo el sentido de la palabra: si uno de los distinguidos vecinos de Mirgorod le regalaba un pañuelo para el cuello o unos calzoncillos, daba las gracias; si alguien le daba un capirotazo en la nariz, le daba las gracias también. Cuando le preguntaban: «¿Cómo es, Antón Prokofievich, que su levita es marrón pero las mangas son de color azul claro?», solía contestar:

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