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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (43 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—A algunas.

—¿Putas?

—Algunas no lo eran.

—¿Cuántas?

—Varias.

—¿Y dormiste con ellas?

—No.

—¿No ves?

—Sí.

—Lo que digo es que María no hace esto a la ligera.

—Ni yo tampoco.

—Si yo creyese que lo hacías, te hubiera pegado un tiro anoche, cuando dormías con ella. Por esas cosas matamos mucho aquí.

—Oye, amigo. Ha tenido la culpa la falta de tiempo de que no hubiese ceremonia. Lo que nos falta es tiempo. Mañana habrá que luchar. Para mí no tiene importancia. Pero para María y para mí eso quiere decir que tendremos que vivir toda nuestra vida de aquí a entonces.

—Y un día y una noche no es mucho —dijo Agustín.

—No, pero hemos tenido el día de ayer y la noche anterior y anoche.

—Oye, si puedo hacer algo por ti...

—No. Todo va muy bien.

—Si puedo hacer algo por ti o por la rapadita...

—No.

—Verdad que es muy poco lo que un hombre puede hacer por otro.

—No. Es mucho.

—¿Qué?

—Ocurra lo que ocurra hoy y mañana, en lo que hace a la batalla, confía en mí y obedéceme... Aunque las órdenes te parezcan equivocadas.

—Confío en ti. Después de eso de la caballería y de la idea que tuviste alejando el caballo, tengo confianza en ti.

—Eso no fue nada. Ya ves que trabajamos por un fin preciso: ganar la guerra. Mientras no la ganemos, todo lo demás carece de importancia. Mañana tenemos un trabajo de gran alcance. De verdadero alcance. Y luego habrá una batalla. La batalla requiere mucha disciplina. Porque muchas cosas no son lo que parecen. La disciplina tiene que venir de la confianza.

Agustín escupió al suelo.

—La María y lo demás son cosas aparte —dijo—. Tú y la María conviene que aprovechéis el tiempo que os queda como seres humanos. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes. Y por lo que hace a mañana, te obedeceré ciegamente. Si hay que morir en el asunto de mañana, uno morirá contento y con el corazón ligero.

—Así pienso yo —dijo Robert Jordan—. Pero el oírtelo decir me da contento.

—Te diré más —siguió Agustín—; ése de ahí arriba —y señaló a Primitivo— es de mucha confianza. La Pilar lo es mucho, mucho más de lo que tú te imaginas. El viejo, Anselmo, es también de mucha confianza. Andrés también. Eladio también. Muy callado, pero de mucha confianza. Y Fernando. No sé qué es lo que tú piensas de él. Es verdad que es más pesado que el plomo. Y está más lleno de aburrimiento que un buey uncido a su carreta en un camino. Pero para pelear y para hacer lo que se le ha dicho es muy hombre. Ya verás.

—Tenemos suerte.

—No, tenemos dos elementos flojos: el gitano y Pablo. Pero la cuadrilla del Sordo es mejor que nosotros tanto como nosotros podemos ser mejores que la cagarruta de una cabra.

—Entonces, todo va bien.

—Sí —concluyó Agustín—. Pero me gustaría que fuese para hoy.

—A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.

—¿Crees que va a ser la cosa dura?

—Puede que sí.

—Pero estás ahora muy contento, inglés.

—Sí.

—Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.

—¿Sabes por qué?

—No.

—Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.

—¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.

—Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.

Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.

—Para mí, esto no tiene nada de trágico —estaba diciendo Agustín—. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.

—Cállate —dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.

Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.

—Están peleando en el campamento del Sordo —dijo Robert Jordan.

—Vamos a ayudarlos —dijo Agustín—. Reúne a la gente... Vámonos.

—No —dijo Robert Jordan—. Hay que quedarse aquí.

Capítulo XXV

R
OBERT
J
ORDAN
levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió señalando, llevándose la mano a la oreja y volviendo a señalar insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.

—Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando hayan llegado a esas matas —le indicó Robert Jordan—. ¿Entiendes?

—Sí, pero...

—Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.

A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:

—Viejo, quédate aquí con Agustín y la ametralladora. —Hablaba tranquilamente, sin prisa.— No debe disparar, a menos que la caballería se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar, sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.

—Bueno —contestó el viejo—. ¿Y La Granja?

—Luego.

Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:

—Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?

—Nada —contestó Robert Jordan.

Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante, al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve, en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.

—Tenemos que ayudarlos —dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.

—Es imposible —le dijo Robert Jordan—. Me lo estaba temiendo desde esta mañana.

—¿Qué dices?

—Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido las huellas.

—Pero hay que ir a ayudarlos —insistió Primitivo—. No se les puede dejar solos de esta manera. Son nuestros camaradas.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

—No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.

—Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la tuya. Así podrían ser ayudados.

—Escucha —dijo Robert Jordan.

—Eso es lo que escucho —dijo Primitivo.

Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar de ametralladora.

—Están perdidos —dijo Robert Jordan—. Estuvieron perdidos desde el momento en que la nieve cesó. Si vamos nosotros, nos veremos perdidos también. No podemos dividir las pocas fuerzas que tenemos.

Una pelambre gris cubría la mandíbula, el labio superior y el cuello de Primitivo. El resto de su cara era de un moreno apagado, con la nariz rota y aplastada y los ojos grises, muy hundidos; mientras le miraba, Robert Jordan vio que le temblaban los pelos grises en las comisuras de los labios y en los músculos del cuello.

—Oye —dijo—, eso es una matanza.

—Sí, están cercados en la hondonada —dijo Robert Jordan—; pero quizás hayan podido escapar algunos.

—Si fuéramos ahora podríamos atacarlos por la espalda —dijo Primitivo—. Vamos los cuatro con los caballos.

—¿Y luego? ¿Qué pasará cuando los hayas atacado por detrás?

—Nos uniremos al Sordo.

—Para morir allí. Mira al sol. El día es largo.

El cielo aparecía límpido, sin una nube, y el sol les calentaba ya la espalda. Había grandes masas nítidas de nieve sobre la ladera sur, por encima de ellos, y toda la nieve de los pinos había caído. Más abajo, un ligero vapor se elevaba a los rayos tibios del sol de las rocas, húmedas de nieve derretida.

—Hay que aguantarse —resolvió Robert Jordan—. Son cosas que suceden en la guerra.

—Pero ¿no se puede hacer nada? ¿De veras? —Primitivo le miraba fijamente y Robert Jordan vio que tenía confianza en él—. ¿No podrías enviarme con otro y con la ametralladora pequeña?

—No serviría de nada —contestó Robert Jordan.

En ese momento le pareció ver algo que había estado aguardando, pero no era más que un halcón, que se dejaba mecer en el viento y que remontó luego el vuelo por encima de la línea más alejada del bosque de pinos.

—No serviría de nada aunque fuéramos todos.

El tiroteo redobló en intensidad, puntuado por el estallido plúmbeo de las bombas.

—Me c... en ellos —dijo Primitivo con una especie de fervor dentro de su grosería, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas temblorosas—. Por Dios y por la Virgen, me c... en esos cobardes, y en la leche de su madre.

—Cálmate —dijo Robert Jordan—. Vas a pelearte con ellos antes de lo que te figuras. Mira, aquí está Pilar.

Pilar subía hacia ellos apoyándose en las rocas con dificultad.

Primitivo continuó blasfemando:

—Puercos. Dios y la Virgen, me c... en ellos —cada vez que el viento llevaba una andanada de tiros.

Robert Jordan se escurrió de la roca en donde estaba para ayudar a Pilar.

—¿Qué tal, mujer? —preguntó sujetándola por las muñecas, para ayudarla a trasponer el último peñasco.

—Tus prismáticos —dijo ella, quitándose la correa de encima de los hombros—. Así que le ha tocado al Sordo.

—Así es.

—¡Pobre! —dijo ella compasivamente—. ¡Pobre Sordo!

Respiraba entrecortadamente a causa de la ascensión; cogió la mano de Robert Jordan y la apretó con fuerza entre las suyas, sin dejar de mirar a lo lejos.

—¿Cómo va la cosa? ¿Qué crees?

—Mal, muy mal.

—Está j...

—Creo que sí.

—¡Pobre! —dijo ella—. Por culpa de los caballos, ¿no?

—Probablemente.

—¡Pobre! —exclamó Pilar. Luego añadió—: Rafael me ha contado montones de puñeterías sobre los movimientos de la caballería. ¿Qué fue lo que pasó?

—Una patrulla y un destacamento.

—¿Hasta dónde llegaron?

Robert Jordan señaló el lugar en donde se había detenido la patrulla y el refugio de la ametralladora. Desde el lugar en que estaban podían ver una bota de Agustín que asomaba por debajo del refugio de ramas.

—El gitano me ha contado que llegaron tan cerca de vosotros, que el cañón de la ametralladora tocaba el pecho del caballo del jefe —cortó Pilar—. ¡Qué gitanos! Tus prismáticos estaban en la cueva.

—¿Has recogido todas las cosas?

—Todo lo que se puede llevar. ¿Hay noticias de Pablo?

—Les llevaba cuarenta minutos de ventaja. Le iban siguiendo las huellas.

Pilar sonrió y le soltó la mano.

—No le encontrarán nunca. Lo malo es el Sordo. ¿No se puede hacer nada?

—Nada.

—¡Pobre! —exclamó ella—. Quería mucho al Sordo. ¿Estás seguro, seguro de que está j...?

—Sí, he visto mucha caballería.

—¿Más de la que vino por aquí?

—Un destacamento más que subía allá arriba.

—Escucha —dijo Pilar—. ¡Pobre, pobre Sordo!

Escucharon el tiroteo.

—Primitivo quería ir —dijo Robert Jordan.

—¿Estás loco? —preguntó Pilar al hombre de la cara aplastada—. ¿Qué clase de locos estamos criando por aquí?

—Querría ir a ayudarles.

—¡Qué va! Otro romántico. ¿No te parece que vas a morir lo bastante aprisa sin necesidad de hacer viajes inútiles?

Robert Jordan la miró, observó su cara, ancha y morena, con los pómulos altos, como los de los indios, los ojos oscuros, muy separados, y la boca burlona, con el labio inferior grueso y amargo.

—Pórtate como un hombre —le dijo a Primitivo—. Como una persona mayor. Piensa en tus cabellos grises.

—No te burles de mí —dijo Primitivo hoscamente—. Por poco corazón y poca imaginación que uno tenga...

—Hay que aprender a hacerlos callar —dijo Pilar—. Ya morirás pronto con nosotros, hombre; no hay necesidad de ir a buscar complicaciones con los forasteros. En cuanto a la imaginación, el gitano la tiene para todos. Vaya un puñetero romance que me ha contado.

—Si hubieras visto lo que pasó no hablarías de romance —dijo Primitivo—. Nos hemos escapado por un pelo.

—¡Qué va! —siguió Pilar—. Algunos jinetes llegaron hasta aquí y luego se fueron y vosotros os habéis creído unos héroes. A eso hemos llegado, a fuerza de no hacer nada.

—¿Y eso del Sordo no es grave? —preguntó Primitivo con desprecio.

Sufría visiblemente cada vez que el viento le llevaba el ruido del tiroteo, y hubiera querido ir allí o al menos que Pilar se callara y le dejase en paz.

—¿Total, qué? —dijo Pilar—. Le ha llegado, así es que no pierdas tus c... por la desdicha de los otros.

—Vete a la mierda —dijo Primitivo—; hay mujeres de una estupidez y una brutalidad insoportables.

—Es para hacer juego con los hombres de pocos c... —replicó Pilar—. Si no hay nada que ver, me iré.

En aquellos momentos, Robert Jordan oyó el rumor de un avión que volaba a gran altura. Levantó la cabeza. Parecía el mismo aparato de observación que había visto a primera hora de la mañana. Volvía de las líneas y se iba hacia la altiplanicie en que el Sordo estaba siendo atacado.

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