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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (4 page)

BOOK: Premio UPC 2000
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Cuando la famosa película de Stanley Kubrick
, 2001: una odisea del espacio
, apareció en 1967, dos grandes y monumentales proyectos traspasaban de punta a punta los Estados Unidos de América del Norte: conquistar el espacio exterior y superar la injusticia social tan profundamente arraigada. ¿Quién podía imaginar que colonizar el espacio resultaría tan laboriosamente lento, pero que en el año 2000 quedarían rebatidas tantas intolerancias crueles que, en 1967, se daban por supuestas? Todavía no tenemos las lujosas estaciones espaciales de 2001, pero los astronautas son de todos los sexos y de todos los colores. Y los jóvenes que los contemplan por televisión se sienten menos encadenados por esas supuestas limitaciones. Todos podemos decidir si tenemos esperanza, o no, sin que nos digan que no podemos tenerla.

Creo que éste es el aspecto más importante que destacar a medida que nos alejamos del pasado y nos enfrentamos al futuro. El camino sigue siendo largo, difícil y sombrío. Nuestros éxitos parecen pobres comparados con las imperfecciones que quedan por resolver. Pero si seguimos así, ¿quién apostaría que una mujer o una persona de color no presidirá la Casa Blanca mucho antes de que el primer ser humano ponga el pie en Marte?

El progreso no siempre avanza por la senda que esperábamos.

Algunas veces es mucho más sabio que nosotros.

BUSCADOR DE SOMBRAS

Javier Negrete

A mi hermano José,

buscador de sombras y luces, como yo

En la madrugada del 26 al 27 de abril de 20**, una vecina del número 32 de la calle St. Joseph, de Rapid City, llamó a la policía con voz trémula para denunciar que en el apartamento de al lado se estaba cometiendo un crimen.

—¿Cómo lo sabe, señora? —preguntó la telefonista.

—¡Dios mío! ¿Es que no oye esos gritos?

Todas las llamadas que recibía la policía de Rapid City quedaban grabadas. Más tarde, el departamento entero pudo escuchar el alarido inhumano que acompañó como fondo a aquella pregunta. Incluso alguien (no se llegó a saber quién) filtró la grabación a la televisión local y durante semanas las noticias relacionadas con el caso Carreño estuvieron acompañadas por aquel grito escalofriante. Pero nadie pudo distinguir si se trataba del último lamento de la víctima o del aullido de su verdugo.

En aquellos momentos, con el corazón aún acelerado por la impresión, la telefonista de la policía avisó directamente al Equipo de Respuesta Especial. Minutos después, seis agentes armados con fusiles de asalto y bombas lacrimógenas aparecieron en el número 32, un edificio nuevo de apartamentos de alquiler. Cuando llegaron al rellano del cuarto piso, se abrió la puerta rotulada con la «C» y de ella salió una mujer obesa de unos cincuenta años, tras cuya bata se agazapaba un hombrecillo nervioso que debía de ser su marido.

—¡Han llegado demasiado tarde! —exclamó—. ¡Hace un rato que ya no se oye nada!

Empezaban a asomarse más vecinos, todos vestidos con pijamas y batas, y algunos con los Anóneiros puestos, pero con los ojos tan abiertos como si fueran las doce de la mañana. El jefe del equipo llamó con los nudillos a la puerta «B», esperó unos segundos e hizo una señal a sus hombres. Un disparo a medias silenciado voló la cerradura y casi la mitad de la puerta. Los agentes entraron tratando de cubrir todos los ángulos, aunque uno no estuvo atento en los cruces y hubo topetazos y juramentos entre dientes.

El equipo atravesó el salón y se precipitó hacia el dormitorio, donde se veía luz. La puerta estaba entreabierta. El primer miembro del equipo la terminó de abrir de una patada y saltó al interior del cuarto con una voltereta ensayada. Los demás le siguieron con más orden que la primera vez.

—¡¡No se mueva!! ¡¡Las manos sobre la cabeza!!

El jefe del equipo, el sargento Uzelski, entró el último al dormitorio. Tras las órdenes semihistéricas del agente Rubin, se había hecho el silencio.

Rapid City era una ciudad pequeña y bastante tranquila, y ni siquiera el Equipo de Respuesta Especial estaba acostumbrado a ver crímenes realmente brutales. Dos agentes salieron para vomitar y el propio Uzelski se tapó la boca para contener las náuseas.

En el centro de la habitación había una cama de un metro y medio de anchura. Las mantas estaban tiradas por el suelo. Sobre las sábanas de color crema había una mujer. Estaba desnuda y debía de ser joven y atractiva, aunque los agentes no tuvieron estómago para apreciarlo. Yacía boca arriba, con brazos y piernas abiertos. Presentaba dos heridas de gran tamaño, una en el tórax y otra en el abdomen, con evisceración parcial, y magulladuras y marcas por todo el cuerpo. Sin embargo, como más tarde dictaminó el forense, la herida que le había causado la muerte era la del cuello.

La mujer había sido decapitada. Su cabeza había quedado prácticamente en la posición original, sobre la almohada, pero la habían puesto boca abajo, de modo que los agentes no podían ver su rostro.

La cama estaba encharcada, pero la sangre había manchado también el resto de la habitación. Se veían salpicaduras y chorretones en el cabecero de madera, en las mesillas, en las paredes, en el suelo. Junto a la alfombra, desde un marco de plata con el cristal roto, un hombre sonreía pegando su mejilla con la de una mujer, cuyas facciones habían quedado tapadas por un cuajaron negruzco. Todo olía a sangre y a la fetidez de los intestinos abiertos.

A la derecha, entre la puerta del dormitorio y la del armario empotrado, había un hombre acurrucado en el suelo. Era delgado y menudo, y aún parecía más frágil en aquella posición. Vestía ropa de calle: unos vaqueros, botas, un jersey oscuro, todo lleno de salpicaduras.

Llevaba gafas redondas y miraba fijamente al cadáver de la mujer, sin darse cuenta, al parecer, de que el cristal derecho estaba cubierto de sangre. Tenía unas marcas en las mejillas, seguramente arañazos causados por la víctima. De vez en cuando balanceaba el cuello y se golpeaba el cogote contra la pared. A su lado, en el suelo, había un hacha, tal vez de bombero; ahora estaba teñida de un rojo oscuro y viscoso.

En medio de aquel espectáculo sangriento, un detalle extrañó al sargento Uzelski. Aquel hombre llevaba puesto el Anóneiros, el inhibidor del sueño conocido como «Corona». ¿Pensaba quedarse tranquilamente dormido en aquel rincón, tras haber destazado a la mujer como un matarife?

Desde luego, ni el sargento Uzelski ni sus hombres iban a permitir algo así en un lugar como Rapid City.

Lawrence Debita, el jefe de policía de Rapid City, era un hombre de orden que se tomaba cada transgresión de la ley en su ciudad como un asunto personal. Tenía una úlcera de estómago que se le revolvía cada vez que le despertaban a mitad de la noche, y estaba bebiendo un café negro casi hirviendo que caía a su estómago desde el vaso de plástico como la bomba de un B-52. Se sentó frente al detenido, que tenía las manos esposadas por detrás del respaldo de la silla. No parecía gran cosa, pero con ese tipo de gente nunca se sabía. De alguna parte habría sacado las fuerzas para decapitar a su mujer de un hachazo. Y se había puesto tan violento cuando intentaron quitarle la Corona que, al final, tras partirle un labio y propinarle más de un porrazo en las costillas, habían tenido que dejársela puesta.

—Este hombre me suena —le dijo a Peter Loeb, su ayudante—. ¿Quién es?

En una ciudad de sesenta mil habitantes no es verdad que todo el mundo se conozca, pero la realidad se aproxima bastante. A Devitt le hubiera gustado guardar en su cabeza un archivo con todos los vecinos de Rapid City para que ninguno se le desmandara; pero, ya que no podía, podía recurrir al ordenador y, en el peor de los casos, a Peter. Su ayudante nunca tardaba más de cinco minutos en identificar a nadie.

En esta ocasión le contestó instantáneamente.

—Es el hombre de la mina.

—¿Quién has dicho?

—Ese científico que está haciendo un experimento secreto en una mina de las Black Hills.

Devitt levantó la barbilla y a la vez bajó la mirada, en un gesto que le hacía parecer un rinoceronte miope a punto de embestir. Ahora veía al detenido bajo una nueva luz. Gafitas de intelectual, aire distraído, como quien no ha matado una mosca. Como si los científicos no tuvieran la culpa del agujero de ozono, el calentamiento de la atmósfera, el sida y la enfermedad de Pisani que les hacía dormir a todos con esa horrible Corona en la cabeza.

—¿No tendrá radiactividad o algo así, Peter? —preguntó, alarmado.

El detenido salió de su aparente letargo, dejó de mirar a la nada, fijó la vista en Devitt y habló por primera vez.

—No se preocupe —dijo en un tono indignantemente tranquilo—. No estoy en ningún proyecto secreto ni les voy a contaminar. Todo lo contrario. He hecho lo que he hecho por librarles de una plaga, aunque no va a servir de nada. Estamos todos condenados.

Lo que faltaba. Era un lunático. Y científico, así que estaban ante un auténtico científico loco, como los de las películas. Y para colmo, aunque hablaba un buen inglés, tenía acento extranjero.

Devitt se sentó en el borde de la mesa, cruzó los brazos e irguió aún más la mandíbula.

—Condenados, ¿eh? Ya veremos quién acaba condenado aquí, amigo. Peter, concrétame algo más sobre este tipo.

Su ayudante estaba tecleando en el ordenador a la vez que comprobaba la documentación del detenido.

—Se llama Alvaro Carreño. —Peter pronunció con dificultad la doble «rr» y la «ñ»—. Es español, residente legal…

—Hummm. —Devitt se acercó al detenido y agachó la cabeza para mirarle los ojos—. ¿Español, dices? No le veo lo bastante moreno. Y me parece que tiene los ojos azules.

—Soy español de España, Europa —recalcó el detenido.

Devitt hizo un gesto de desdén con la mano con el que barrió toda la geografía que no fuera americana.

—Eso da igual. ¿Reconoce usted ser Alvaro
Carienio
?

—Creo que tengo derecho a un abogado.

—No le estamos interrogando, señor
Carienio
. —Devitt compuso una sonrisa gelatinosa y volvió a levantar la barbilla—. Sólo estamos comprobando sus datos. ¿Es usted Alvaro
Carienio
?

—Sí, lo soy.

El jefe de policía se acercó a la pantalla del ordenador y siguió leyendo datos.

—Vaya, vaya. Tiene usted 30 años, nació en España y posee un título de física en el Tecnológico de California.

—Mi título es por la Universidad de Salamanca. En el CalTech tengo un posgrado…

Devitt volvió a barrer con la mano; esta vez acabó con todas las titulaciones extranjeras.

—Vive usted en el 32 de St. Joseph…

—Así es.

—… y está… estaba casado con Eleanor
Carienio
, de soltera Eleanor Dawkins, de 28 años, nacida en Santa Mónica, California.

En el ordenador apareció la fotografía de una joven rubia que sonreía a la cámara. Era muy guapa.

—De buena familia —susurró Peter, tapándose la boca a medias.

Devitt se volvió iracundo hacia Carreño.

—Una hermosa joven americana y de una buena familia. Gracias a ella esperaría obtener la nacionalidad, ¿no? —No la he pedido.

—¿Ah, no? ¿Es que la desprecia? ¿Es que le parecemos poca cosa? Sin embargo, bien que ha venido a este país a cobrar de nuestro dinero y a comer de nuestra comida…

—Jefe, por favor… —susurró Peter, acostumbrado a los arrebatos polémicos de su superior.

Devitt resopló, contó hasta cinco y trató de ajustarse el cinturón. Este volvió a resbalar por su prominente barriga un segundo después.

—Pues bien, señor
Carienio
, todo parece apuntar a que usted ha asesinado a su mujer, que, repito, era una hermosa joven americana. Porque reconoce usted que estaba casado con Eleanor Carienio, de soltera Eleanor Dawkins…

—Así es.

La frialdad de aquel extranjero sacaba de quicio a Devitt. —¿Y reconoce usted haberla asesinado brutalmente con un hacha? —estalló.

—Jefe, cuando llegue el abogado nos meterá en un buen lío si…

—¡Déjame a mí, Peter! ¿Lo reconoce o no? Da igual lo que diga, tenía usted el hacha al lado y estaba pringado de sangre hasta las cejas, así que no le van a salvar ni los cuatro arcángeles del Señor. ¿Mató usted a esa mujer?

Carreño le miró tristemente.

—Todo parece apuntar a que sí, ¿verdad? —contestó.

—¡Aja! Como dice usted, todo parece apuntar a que es culpable de homicidio en primer grado en la persona de su esposa. —El jefe de policía volvió a exhibir su sonrisa dispéptica—. No sé cómo lo harán en su país, pero nosotros en este estado tenemos una forma muy clara de arreglar estas cosas. La llamamos «inyección letal».

—Nada es lo que parece, lo crea o no. No soy culpable de ningún homicidio.

—¿Ah, no? ¿Ahora resulta que no? Tal vez le preguntaré qué opina al cadáver de la señora Eleanor
Carienio
, de soltera Dawkins. ¡Vaya, pero usted le cortó el cuello! ¡No creo que me pueda responder!

—Yo corté ese cuello, sí —reconoció Carreño, tragando saliva—. Pero no soy un homicida ni he matado a mi esposa.

Devitt se volvió hacia su ayudante y se atornilló la sien con un dedo en un gesto elocuente.

—No deberían permitir que esta gentuza entrara en el país. —Se dirigió de nuevo a Carreño e insistió con falsa paciencia—: No ha matado a su esposa, ni es un homicida: sólo le ha cortado el cuello. Es una lástima que la gente tenga la mala costumbre de morirse cuando le cortan el cuello…

Carreño sacudió la cabeza y el Anóneiros se movió de su sitio. Por fin pareció perder la calma.

—¡Usted no entiende nada! ¡Claro que le corté el cuello a esa mujer! ¡Pero no era mi esposa! ¡Ni siquiera era un ser humano! —¿De qué demonios me habla?

—¡Era un demonio en el cuerpo de mi esposa! —Carreño agachó la cabeza y empezó a sollozar—. Yo la maté, yo la maté, y la quería, la quería…

Su voz era cada vez más confusa. —¿A su esposa? —preguntó Devitt.

—No, no, a ella. La quería a ella —respondió Carreño, sin levantar la mirada y balanceando la cabeza como un obseso—. Yo la quería pero tuve que matarla.

—¿A quién demonios quería?

—A ella, a ella, a Néfele…

Con los balanceos, el Anóneiros del detenido se soltó y cayó al suelo. Cuando se dio cuenta, Carreño empezó a agitarse en la silla y a gritar enloquecido, como si hubiera sufrido un ataque de epilepsia. Devitt se abalanzó sobre él para sujetarle, y dos agentes entraron en la sala para echarle una mano.

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