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Authors: Jorge Molist

Presagio (42 page)

BOOK: Presagio
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—¡Dios mío! ¿Qué haremos ahora?

Él se encogió de hombros. Definitivamente no parecía compartir la preocupación de Carmen. Se tomó su tiempo ponderando la respuesta mientras cortaba el siguiente pedazo de carne.

—No lo sé. Quizá deberíamos esperar y ver con qué actitud se presenta. Luego evaluamos y decidimos si hay que buscar otro empleo o no.

Esa respuesta no tranquilizó a Carmen. Con una mirada intensa, repuso:

—Pues yo creo que deberíamos empezar a buscar trabajo ahora mismo.

El sol caminaba hacia poniente y las sombras de los árboles se estiraban hacia occidente. Unas nubecillas blancas al oeste cubrían el astro a cortos intervalos y luces, sombras y reflejos caían sobre un mar inquieto. Por el sendero de la colina, flanqueado de unos olivos escuálidos, se recortaban las siluetas de dos personajes paseando. Uno era alto, andaba erguido y tieso dentro de su larga sotana negra y se tocaba con una boina del mismo color. El otro, un campesino indígena, vestía sombrero de fieltro claro, chaqueta de un color gris indefinido y pantalones oscuros.

—Lucía se encuentra bien físicamente; hoy se ha quitado la venda y casi no se le nota nada. Pero no se ha recuperado aún del susto que le diste —comentaba el alto—. Está disgustada y llora con facilidad.

—No se preocupe, padre. Pronto estará bien también en eso. Olvidará a aquel mal hombre. ¿Usted cree que volvería con su antiguo novio?

—Su madre me ha dicho que Santiago ha ido a verla y que ella se ha mostrado amable, pero sin alegrías. No parecía sentir ningún tipo de interés por él.

—Me gustaría que encontrara un buen chico y que se casara aquí —murmuró Anselmo.

—Pues mucho me temo que su intención a medio plazo es volver a cruzar la frontera. Ese hombre le había conseguido un permiso de trabajo y parece que aún es válido.

—Qué mal. Sería lindo que se quedara aquí con nosotros.

—Sí que lo sería.

Anselmo detuvo su paso, quedándose como ensimismado mirando el mar.

—¿No pensarás hacerle otra brujería a tu nieta para cambiarle la vida? —inquirió el sacerdote—. ¿Verdad?

—No —repuso el viejo después de una pausa—. Le he dado vueltas a la idea, pero ella será libre de hacer lo que quiera. Ahorita estaba pensando en usted.

—¿En mí? —había alarma en la voz del cura.

—¿Sabe? Creo que usted y yo nos parecemos.

—¿Sí? —Agustín soltó una risa divertida—. Ésta sí que es buena. Dime, ¿en qué nos parecemos?

El viejo le dirigió una mirada en la que el cura no pudo apreciar ni diversión ni enfado.

—Los dos queremos a Lucía. Y nos disgustan muchas de las cosas modernas, en especial del otro lado de la frontera. Ambos somos peleones, orgullosos y tozudos. Creemos en lo espiritual, y por eso mismo o por tontos, somos pobres en lo material. Queremos ayudar a los demás y cada uno lo hace de una forma distinta. Usted con sus misas, sus confesiones y consuelos de recompensas en el otro mundo y yo con mis conjuros y hierbas para curarles el cuerpo y el espíritu. Usted cree en el diablo. Yo también. Usted cree en su Dios y yo creo en el mío. Y en el fondo, nuestros dioses y diablos son muy parecidos. Somos dos viejos que creen en el espíritu, en la gente, mientras en este mundo de jóvenes casi todos van en búsqueda de electrodomésticos, de ropas mejores, de coches; todo eso. Quieren cruzar la frontera, buscar un futuro material lejos de aquí. —El viejo reanudó su andar y Agustín lo siguió—. Somos parecidos, y ya casi no queda gente como nosotros.

Agustín no dijo nada; su mirada andaba perdida en la colina, como buscando al diablo que bajó de ella unas noches atrás.

—Tienes razón —musitó al rato.

—Nos estamos quedando solos. —Anselmo estaba encantado por el asentimiento que el cura le había concedido y continuó con entusiasmo—. Así, ¿por qué pelearnos? Al fin y al cabo, entre nosotros es fácil entendernos. ¿A quién podría contarle usted que pasó una noche con el diablo? Sus propios jefes creerían que se ha vuelto loco.

—Es cierto. No tengo buena reputación entre mis superiores y su opinión no mejoraría si les cuento que pasé una noche en la puerta de la casa de un brujo, peleándome con el diablo. —Una sonrisa acudió a sus labios—. Sólo puedo hablar de eso contigo.

—¿Lo ve?

—Sí, somos parecidos en muchas cosas, pero ambos pertenecemos a mundos distintos. Mundos enfrentados. Yo vine aquí con una misión que cumplir. Y tú llevas veinte años interfiriéndola con supersticiones y paganismos. Tengo que evitar que confundas a las buenas gentes y que con tus historias antiguas los apartes de la Santa Madre Iglesia. No puedo dejar que les hagas eso y pelearé para evitarlo hasta que me muera.

—El problema es que usted vino aquí como los antiguos conquistadores...

—¡Alto ahí! —Agustín se detuvo sujetando a Anselmo por el brazo—. ¡Eso sí que no te lo consiento! La conquista, como todo acto físico de dominación militar, fue violenta y tuvo muchas cosas lamentables. ¡Yo jamás he actuado así!

—No físicamente, pero sí mentalmente. Usted se ha otorgado la autoridad, y el derecho a poseer la única verdad, y ha asumido que todo lo que yo diga o crea es falso. Y se lo ha hecho creer a muchos. ¿No es eso un tipo de conquista? Las gentes lo tratan de usted y usted los tutea a todos. ¿No es eso un acto de conquista?

—No quiero ofender cuando tuteo a mis feligreses. Lo hago para estar más cerca, para llegar mejor a sus corazones.

—¿Y tutearme es la forma de llegar a mi corazón?

—Tengo la misión de dar a conocer la palabra de Dios. —Agustín se sentía incómodo con la pregunta e intentó sortearla—. Y su palabra sagrada me confiere cierta autoridad.

—¿Pero es que Dios sólo le habla a usted?

—¡Por favor, Anselmo! No vine a pelearme contigo y estamos otra vez en las mismas. —Adelantó su paso dejando al viejo atrás.

—¡Espere, padre! —Anselmo le tiró de la sotana—. Yo tampoco quería hoy pelea.

Y ambos anduvieron un rato en silencio con las manos a la espalda.

—¿Sabe cuál ha sido el resultado de nuestras batallas?

El cura no contestó.

—Les hemos pedido a las gentes que tomen partido. Usted o yo. Muchos se han relajado y han tomado ambos caminos. Vienen a verme a mí y también van a misa. Pero otros se oponen a uno de los dos. ¿Se da cuenta de que una parte del pueblo está en contra suya? Al final pondrán una de esas iglesias de madera que construyen los protestantes y se quedará usted sin clientes.

—Yo no tengo clientes —repuso Agustín, ofendido—. Son fieles a la Iglesia y a Nuestro Señor Jesucristo. Yo no tengo nada...

—Bueno, como quiera llamarlos —lo cortó Anselmo—. El caso es que muchos jóvenes ven nuestra guerra ridícula y pasan absolutamente de ambos. ¡Es absurdo!

Agustín se encogió de hombros.

—¡De acuerdo! —dijo—. Si crees que es absurdo entonces te propongo un trato. Si tú no interfieres en mi trabajo, si no te metes en asuntos de religión, entonces yo te apoyaré, y te haré incluso propaganda como curandero. O si lo prefieres, diré que eres un doctor naturista, de esos que no tienen título.

—¿Título? —Anselmo se puso a reír de buena gana, mostrando los huecos de sus dientes perdidos—. ¿De qué me habla, padre? ¿Para qué podría querer yo un título?

—Bueno —dijo el cura, molesto—, si te vas a burlar, olvídate.

—No, me parece un buen inicio, padre —se apresuró a aclarar. En realidad pensaba que no necesitaba para nada la publicidad del cura, pero no quería ofenderle—. Sólo que lo del título me hizo gracia.

—Pues tengo otra condición para ti.

—Diga.

—Debes venir a misa todos los domingos, cumplir como un buen cristiano y dar ejemplo en la comunidad.

—Pide mucho, padre. Va a parecer como que usted gana y yo pierdo.

—No. Ya buscaremos la forma para que no te sientas humillado. Te elogiaré en público, diré que eres muy bueno curando. Ya verás cómo se hará bien.

—La verdad, padre, es que a mí me encantan sus ritos, respeto a los santos y a la liturgia. Cuando asisto a misa puedo ver la energía que sale de las manos del cura cuando bendice y el poder que despide la Santa Forma consagrada.

—¿Asistes a misa?

—Lo hacía en Tijuana y aquí, a veces, antes de que usted viniera. Yo creo, padre. A mi forma, pero creo.

—¡Estupendo! —Agustín estaba eufórico—. Entonces tú te encargas del cuerpo y yo del alma, ¿trato hecho?

—Yo también tengo mis condiciones.

—¿Cuáles? —Agustín parecía sorprendido.

—Yo no puedo prescindir de la parte espiritual, de la parte mágica en mis curaciones. Es clave para que los pacientes sanen. No son sólo las hierbas o las pociones las que curan, es la energía, es la fe. Tengo que invocar a las fuerzas que flotan en la naturaleza. Y esas fuerzas tienen nombres y apellidos. Y esos nombres son paganos para usted. Tendrá que aceptar eso. Si no, no funciona.

—¿Y por qué no haces las invocaciones en nombre de Nuestro Señor, y de nuestros santos?

—Ya los uso, también invoco su ayuda y su poder. Pero existen otras fuerzas espirituales, más fuertes a veces.

—¿Son buenas?

—¡Sí! Ya le dije que hubo un momento en que renuncié a todo lo negativo.

—Estupendo. Si son fuerzas espirituales buenas es que son santos. Si no sabes qué santo es, ponle un nombre. Tenemos miles de nombres en el santoral.

—Pero yo no creo que correspondan a ningún santo.

—Tonterías, lo que es bueno es santo, y si es santo, es un santo. Con eso basta.

Anselmo se detuvo a mirar al cura sorprendido ante tal juego de palabras.

—Pero aun así, estaré haciendo invocaciones religiosas.

—Yo tengo la solución. Te hago mi diácono para eso. Pero la doctrina la impartiré sólo yo.

—¿Su diácono? ¿Pero qué me dice?

—Eso, que te pasas a mi bando y a partir de ahora curas en el nombre de Dios y de los santos.

—Ya curo en nombre de Dios. Pero también invoco a las fuerzas antiguas, a las de antes de los españoles, a las de la tierra, del mar y del cielo.

—Tonterías. Ponles el nombre de un santo y sanseacabó.

El paseo continuó en silencio mientras el día moría. Anselmo miró con nostalgia el montículo desde donde él celebraba el ocaso casi cada tarde; hoy el sol se acostaba en el mar sin su ceremonia.

—¿Bien, qué me dices? —preguntó Agustín.

—Acepto su trato. Iré todos los domingos a misa y daré ejemplo a los demás de buen cristiano. Pero tengo otra condición.

—¿Cuál?

—Quiero hacer las paces con mi nuera. Quiero que usted me apoye. Jamás llegaremos a ser como padre e hija, pero al menos que seamos familia. Así podré ver a Lucía sin tener que ocultarme de Alba.

—No sé si eso está en mis manos, Anselmo. No depende de mí. Ella es una mujer adulta; toma decisiones por sí misma. ¿Qué podría hacer yo?

—¿Que ella toma sus decisiones? —Anselmo soltó una carcajada—. ¿Que qué podría hacer usted? ¡Todo!

—No sé de qué te ríes.

—A veces parece usted muy simple. ¿No se da cuenta?

—¿De qué tengo que darme cuenta?

—¡De que Alba está enamorada de usted! De que no lo ama sólo con el amor cristiano que se le debe al cura. Lo ama a usted como una mujer ama a un hombre. ¡Pero si ya se lo dije!

—¡Qué tontería, Anselmo! —Agustín se había puesto rojo como un colegial—. ¿Otra vez con ésas?

—¿Por qué cree que no se ha casado en todos estos años? ¿Por qué cree que siempre anda por la iglesia detrás de usted?

—¡Por favor! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Que yo he sido la causa por la que no se volvió a casar? ¡Vaya bobada!

—Claro que fue usted la causa. Ella es una viuda atractiva, y ha tenido un montón de oportunidades.

Agustín sacudía la cabeza, negando.

—¿Y sabe lo mejor? —insistió el viejo.

—No, no quiero saberlo —Agustín lo amenazaba con el dedo índice—. ¡Basta de este asunto!

—Que usted está más enamorado de ella que ella de usted.

—¡No quiero escucharte!

—¡Claro que me va a oír! ¿No se atreve con la verdad?

—No es verdad, son invenciones.

—Déjese de pamplinas. Deje de tocarle la mano, de que ella se apoye en usted y de que usted la roce al pasar en la iglesia sin que haga falta. ¡Por Dios, que ya son adultos! Bésela, abrácela, dígale que la ama. ¡Sea feliz, que aún le queda vida por delante! Formen una familia, y adóptenme como abuelo.

—Eres un diablo de tentación. —Agustín estaba alterado—. ¡Cállate ya!

—Bien, me callo. Pero prométame que usará su influencia para que ella y yo hagamos las paces.

El sacerdote se lo quedó mirando. Su respiración estaba agitada y aún apuntaba amenazante a Anselmo con el dedo. Éste lo miraba serio, sin su expresión burlona. El cura fue calmándose y su rostro se abrió en una sonrisa:

—Claro que lo haré. Al menos lo intentaré.

—Gracias, padre.

—¿Entonces hay trato?

—Sí, hay trato. —Y se estrecharon las manos.

«¿Por qué acudo a esta cita? —se preguntaba Carmen, nerviosa, entrando en el local. Sabía que aquel encuentro no le reportaría nada bueno, y sin embargo aceptó—. ¿Por qué dije que sí? ¿Y por qué, a pesar de haberme arrepentido, vengo?»Quizá fuera porque en la vida hay citas ineludibles, que por mucho que se aplacen terminan siempre ocurriendo. Ésta era una de ellas. Le gustaría poder escapar, evitarla, que no volvieran a encontrarse jamás. Pero eso era un sueño, y lo que ocurriría al cruzar la puerta, realidad. Mejor afrontarlo ahora y dejar de temer, de una vez, cruzarse con ella en el pasillo, o encontrarla en el ascensor.

Empujó la puerta con decisión y un grato aroma de café le dio la bienvenida. La decoración de madera y plantas confería al local un aire antiguo y tropical. Grandes pizarras anunciaban distintas variedades y combinaciones de cafés, y su correspondiente precio.

Una larga barra de madera barnizada y metales dorados dominaba la perspectiva del amplio salón de mesitas de hierro forjado y mármol; el ambiente era agradable, distendido.

Carmen buscó entre la concurrencia. Una pareja joven mirándose con avidez, otras más maduras conversando. Un grupo de amigas a las que las grandes bolsas con elegantes rótulos delataban su reciente incursión en las tiendas de moda del centro comercial. Un viejo leyendo por la tarde el periódico de la mañana y varias mesas de un solo ocupante; en una, allí al fondo, junto a un amplio ventanal, estaba ella.

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