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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Histórico

Psicokillers (2 page)

BOOK: Psicokillers
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En una época donde religión y superstición iban de la mano, John Ketch se convirtió en un asesino cruel, de quien ni siquiera las brujas con sus supuestas “artes mágicas” pudieron escapar.

El enano Richard comenzó en ese tiempo de su vida a gestar inconscientemente una particular venganza contra la sociedad que le repudiaba. No es de extrañar que se empleara como verdugo de alquiler para realizar algunos trabajillos sin importancia.

En el siglo XVII era muy frecuente que pueblos y ciudades contrataran los servicios de verdugos para los castigos de baja monta: narices amputadas, orejas sesgadas, lenguas arrancadas de cuajo, latigazos y azotes componían la macabra oferta de unos hombres acostumbrados a la sangre y el horror. El oficio de verdugo, como es obvio, estaba mal visto, no obstante, muchos marginales vivían espléndidamente a costa del sufrimiento ajeno. Pocos deseaban pasar a la historia como asesinos, sin embargo, en estos siglos de oprobio algunas familias europeas implantaron en su seno la tradición de matar legalmente. Tenemos casos extendidos por buena parte de la geografía europea: Francia, Italia, Alemania o la propia Inglaterra pagaron magníficas sumas a estos negros linajes, lo que les permitió vivir por encima de la media y eso, en el siglo XVII, era vivir muy bien. Además de este importante factor económico, también existía la parte de espectáculo que cada verdugo aportaba.

El hacha fue la herramienta de trabajo preferida de John Ketch. Dada su baja estatura, jamás la utilizó con facilidad para desgracia de los condenados.

En el siglo XVII los reos condenados a muerte eran ejecutados siguiendo curiosas y diferentes parafernalias: decapitación, tortura, ahorcamiento, —tengamos en cuenta que los que morían lo hacían por traición a la corona, asesinato, robo…—; es decir, hechos supuestamente terribles que merecían el más severo castigo a fin de ejemplificar en aras a mantener un estricto orden social. Por tanto, cuánto más vistosa fuera la ejecución, mayor ejemplo se daba a la sociedad sobre la fortaleza del sistema.

En aquella época, hombres lobo, brujas y otros seres supuestamente infernales eran los candiatos propicios para pasar bajo la hoja del despiadado Ketch.

Richard Jacquet desde 1663 se convirtió en el arma más mortífera del gobierno inglés. Sus escandalosas ejecuciones recorrieron el país durante más de veinte años. Los cadalsos donde actuaba eran los más frecuentados por el populacho, nadie se quería perder las payasadas de aquel enano tan sádico y odioso.

En los días previos a la ejecución se podía ver a Richard paseando por las calles de la ciudad que le había contratado anunciando “el distinguido evento”. A Jacquet le gustaba la música, él mismo componía dulces cancioncillas donde contaba con profusión las lindezas que iba a cometer próximamente. Se podían escuchar estrofas como esta: “oídme, ha llegado la mejor medicina para la traición, soy John Ketch, el que limpia de traidores a nuestra querida Inglaterra”. Así cantaba mientras distraía a la concurrencia con volteretas y saltitos grotescos. No me nieguen que, al margen de las vísceras, era todo un showman.

Cuando llegaba el momento de la verdad, el verdugo pequeñito se enfundaba en unas ajustadísimas mayas negras que solo dejaban al descubierto la reducida cabeza salpicada de viruela. Los condenados contemplaban estupefactos a su futuro ejecutor; sospecho que, más de uno, se fue al otro mundo con una agria mueca de diversión. Y es que no era para menos. La multitud presa del delirio aplaudía cualquier gesto de Richard, este les mostraba sus hachas, cuchillos y cuerdas, utensilios imprescindibles para consumar aquella salvajada. Situaba por ejemplo el filo del hacha sobre la nuca o cuello del condenado sin llegar a cortar la carne, luego se dirigía al vulgo como si aquello fuera un mitin político, el acto se podía prolongar todo lo que el capricho de Jacquet quisiera. Finalmente, con el visto bueno de las autoridades allí presentes, terminaba la sangrienta faena, y esto último llegó a ser un molesto problema, dado que como hemos advertido, Richard Jacquet o John Ketch, no era precisamente una mole humana, sino, todo lo contrario, este asunto fue penoso, pues su pequeño tamaño le impedía asestar golpes de hacha certeros. Por si fuera poco, sus armas no eran de buena calidad, muchas de ellas se encontraban melladas por el mal uso, y eso impedía un correcto afilado. Se pueden ustedes imaginar lo dantesco de aquellas ejecuciones y lo mal que lo debieron pasar los condenados que caían en manos del diminuto verdugo. Aún así, nuestro personaje consiguió la popularidad necesaria para trabajar sin descanso durante algunos años. Pero a todo cerdo le llega su San Martín.

En 1679 Richard Jacquet alcanzó la cúspide de su infernal gloria cuando masacró en una sola jornada a 30 hombres condenados por traición. Lo hizo sin ayuda, provocando consternación y odio entre los asistentes, los cuales ya no reían las gracias de aquel psicópata convencido. En esos años John Ketch —recordemos que este era su nombre artístico— había diezmado la población de brujas, conspiradores y delincuentes de Inglaterra. Los hierros candentes, las sogas y el acero integraban su especial elenco del horror. Además, su afán por amasar fortuna lo impulsaba a cometer todo tipo de expolios sobre las víctimas llegando a robar los ropajes y las escasas joyas que portaban en ese instante final de sus vidas. John Ketch era un auténtico carroñero humano.

En 1683 aconteció una de sus más famosas anécdotas. En ese año, Lord Russell había sido condenado a muerte por diseñar un plan para secuestrar al rey Carlos II. Conocedor de la terrible fama que rodeaba al patético verdugo, ajustó un precio con este para que realizase el trabajo con precisión quirúrgica. Qué nadie se extrañe, pues esto era práctica habitual en aquella época donde las cabezas nobles rodaban por doquier. En consecuencia, el Lord británico indicó a su secretario particular que entregase a Jacquet diez guineas si el resultado era el convenido. El verdugo cruel aceptó el difícil reto de cortar limpiamente a cambio del dinero. Sin embargo, todo falló una vez más, y tras dar el primer hachazo la cabeza siguió unida al cuerpo de Lord Russell. Este movido por la eterna flema inglesa, volvió su rostro para espetar irónica mente al enano: “Oye, cabrón, ¿te he dado diez guineas para que me trates tan inhumanamente?”. Jacquet, sonrojado por la humillación del mal trabajo, tuvo que golpear tres veces más hasta conseguir separar la cabeza del tronco. Fue horrible y sangriento. Casos como este se repitieron constantemente en la vida de Richard Jacquet. En 1685 el duque de Monmouth ofreció seis guineas a Jacquet por idéntico esfuerzo, en esta ocasión fue peor, dado que el noble recibió cinco hachazos y, finalmente, su cuello tuvo que ser cortado con un cuchillo. John Ketch estaba tocando fondo, pocos querían contratarlo y su afición a la bebida le mantenía borracho la mayor parte de los días. En 1686 fue a la cárcel por una deuda; cuando salió del presidio lo celebró matando a golpes a una prostituta, lo que motivó su condena a muerte en noviembre de ese mismo año. El ahorcamiento de Jacquet fue lamentable como su vida. Su escaso peso hizo que estuviera pataleando durante diez minutos hasta morir. Nadie lloró por él, y ahora le sufren en el infierno.

Sin lugar a dudas, todos quienes han oído el nombre de John Ketch, tienen guardada en la memoria la terrible imagen del hacha desdentada, cayendo sobre la víctima.

Catherine Hayes

Inglaterra, (finales S. XVII - 1726)

Catherine Hayes

Inglaterra, (finales S. XVII - 1726)

LA CABEZA MISTERIOSA

Número de víctimas: 1

Extracto de la confesión:
“Convencí a Billings y a Wood para que asesinasen a mi marido, era un ateo desalmado y asesino de sus hijos. Yo le emborraché con seis pintas de vino y luego lo mataron a hachazos”.

El asesinato va unido inexorablemente a la condición humana. Durante milenios los criminales han cometido sus fechorías con el morboso anhelo de que estas no les fueran imputadas. En algunos casos fue así, miles de asesinatos perpetrados escaparon a la acción de la justicia, bien, por falta de pruebas, o porque sencillamente, los cadáveres se evaporaron con lo que sus crímenes pasaban a ser perfectos.

La policía desde su creación ha mantenido como primer objetivo la resolución de cualquier caso por complicado que este fuera. En los primeros siglos de su implantación los testigos presenciales o las rotundas confesiones eran la principal baza a la hora de resolver un caso. Posteriormente, la tecnología y los métodos deductivos se mostraron fundamentales para evitar los crímenes perfectos. Hoy en día series televisivas como CSI nos enseñan que las diferentes policías científicas del mundo cuentan con una sofisticada maquinaria que permite descubrir a cualquier asesino por muy previsor que este sea a la hora de ocultar pruebas esenciales que delaten su crimen. Lo único que se precisa es tener a disposición el cuerpo del delito y las circunstancias que rodearon su muerte. Como dice Gil Grisson, el protagonista de la serie anteriormente citada: “no importa lo que usted nos cuente, las pruebas hablarán por usted”.

Sin embargo, a principio del siglo XVIII la policía distaba mucho de ser lo que hoy es. En esos tiempos se desconocía la fotografía, el valor de las huellas digitales y los estudios de ADN. En consecuencia, se debían barajar otras técnicas bastante más rudimentarias y no siempre eficaces.

Los policías dieciochescos cultivaban sin duda la perspicacia, la intuición y, sobre todo, el conocimiento exhaustivo de la sociedad a la que debían servir.

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