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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (12 page)

BOOK: Rayuela
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—Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio —dijo la Maga—. Ahora me resulta fácil decírtelo. Comprendé.

—En fin —dijo Oliveira—. Me parece que nos apuramos a congratularnos por nuestro savoir faire.

—Te tengo tanta lástima, Horacio.

—Ah, eso no. Despacito, ahí.

—Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.

—La desconocida del Sena... Pero si vos nadás como un cisne.

—Te tengo lástima —insistió la Maga—. Ahora me doy cuenta. La noche que nos encontramos detrás de NotreDame también vi que... Pero no lo quise creer. Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a un hotel, ¿verdad?

—No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.

—Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.

—Vamos —dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.

—Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se puede explicar.

—Mis peligros son sólo metafísicos —dijo Oliveira—. Creeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.

—No sé —dijo la Maga—. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás... ¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar a uno de esos ríos.

—A lo mejor —dijo Oliveira— eso es el Tao.

—A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas.

—Precioso, lo que decís.

—Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.

—Sí, querida.

—Y el glíglico.

—Vaya.

—Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la orilla del río.

—Y entonces vino un clochard —dijo Oliveira— y le dimos la mitad de la botella.

—Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le discutiste algo de...

—Averroes, creo.

—Sí, Averroes.

—Y la noche que el soldado me tocó el traste en la Foire du Tróne, y vos le diste una trompada en la cara, y nos metieron presos a todos.

—Que no oiga Rocamadour —dijo Oliveira riéndose.

—Por suerte Rocamadour no se acordará nunca de vos, todavía no tiene nada detrás de los ojos. Como los pájaros que comen las migas que uno les tira. Te miran, las comen, se vuelan... No queda nada.

—No —dijo Oliveira—. No queda nada.

En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora.

Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.

—¿Por qué te afligís así? —dijo Oliveira—. Los ríos metafísicos pasan por cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero folletín, con tapa en tres colores.

—No te vayas —murmuró la Maga, apretándole las piernas.

—Una vuelta por ahí, nomás.

—No, no te vayas.

—Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.

—Vamos juntos —dijo la Maga—. Ves, Rocamadour duerme, va a estar tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.

Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato que se aprende en el cine.» Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.

—El canalla soy yo —dijo Oliveira—. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo, que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía, desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por favor.

—¿Por qué? dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué?

—Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado. Debe ser algo así. Habría que pensarlo.

(-126)

21

A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil,
en realidad
después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un
lugar común
. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los
cafés crème
de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del
cool
, con en las manos anacrónicamente
Etes-vous fous?
de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las
Ionisations
de Edgar Varèse, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).


Tu sèmes des syllabes pour réeolter des étoiles
—me toma el pelo Crevel.

—Se va haciendo lo que se puede —le contesto.

—Y esa fémina,
n’ arrétera-t-elle donc pas de secouer l’arbre à sanglots?

—Sos injusto —le digo—. Apenas llora, apenas se queja.

Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida, mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou Bardot, de Guy Trébert, de Sidney Bechet, de Michel Butor, de Nabokov, de Zao-Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo.
Como es natural
. La joroba está en que la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una hora en que lo natural suena espantosamente a falso, en que la realidad de los veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay una gillete tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute y miro la foto de Guy Trébert esposado, pero son
cosas que me ocurren
, mientras que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así cómo a mi edad el pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés crème y se acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.

Hay que luchar contra eso.

Hay que reinstalarse en el presente.

Parece que yo soy un Mondrian, ergo...

Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.

(Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica ((¡Julio de Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y cuello duro, un aire de hortera abominable, bailando con una piba diquera. ¿Qué clase de presente sentía Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya... Habismos.)

Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y viejo, Oliveira.


Il verse son vitriol entre les euisses des faubourgs
—se mofa Crevel.

¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.

Hay ríos metafísicos
. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo, llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un sol amarillo que no calienta.
J’habite à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot n à pas changé, et pour courir le guilledou...
Por veinte francos en la ranura Leo Ferré te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra:
Si quiere ver la vida color de rosa/ Eche veinte centavos en la ranura...
A lo mejor encendiste la radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchas música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no los buscara, ¿qué es esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.


Toi
—dice Crevel—
toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...

Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuando estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaud Vacheron Constantin marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello...


Tu t’accroches à des histories
—dice Crevel—.
Tu étreins des mots
...

—No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como todos, pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.

Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena
se llama
pena, mi amor
se llama
mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos o llenan de polvo de oro una habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir qué me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.

Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea a Spinoza. La Maga no sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y Pérez Galdós y las olvida en seguida. Nunca sospechará que me condena a leer a Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germain-des-Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.

BOOK: Rayuela
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