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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (36 page)

BOOK: Rayuela
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—¿Pero es que vos creés realmente que él me busca, y que yo...?

—El no te busca en absoluto —dijo Traveler, soltándola—. A Horacio vos le importás un pito. No te ofendas, sé muy bien lo que valés y siempre estaré celoso de todo el mundo cuando te miran o te hablan. Pero aunque Horacio se tirara un lance con vos, incluso en ese caso, aunque me creas loco yo te repetiría que no le importás, y por lo tanto no tengo que preocuparme. Es otra cosa —dijo Traveler subiendo la voz—. ¡Es malditamente otra cosa, carajo!

—Ah —dijo Talita, recogiendo el pato y limpiándole el pisotón con un trapo de cocina—. Le has hundido las costillas. De manera que es otra cosa. No entiendo nada, pero a lo mejor tenés razón.

—Y si él estuviera aquí —dijo Traveler en voz baja, mirando su cigarrillo—

tampoco entendería nada. Pero sabría muy bien que es otra cosa. Increíble, parecería que cuando él se junta con nosotros hay paredes que se caen, montones de cosas que se van al quinto demonio, y de golpe el cielo se pone fabulosamente hermoso, las estrellas se meten en esa panera, uno podría pelarlas y comérselas, ese pato es propiamente el cisne de Lohengrin, y detrás, detrás...

—¿No molesto? —dijo la señora de Gutusso, asomándose desde el zaguán—.

A lo mejor ustedes estaban hablando de cosas personales, a mí no me gusta meterme donde no me llaman.

—Valiente —dijo Talita—. Entre nomás, señora, mire qué belleza de animal.

—Una gloria —dijo la señora de Gutusso—. Yo siempre digo que el pato será duro pero tiene su gusto especial.

—Manú le puso un pie encima —dijo Talita—. Va a estar hecho una manteca, se lo juro.

—Póngale la firma —dijo Traveler.

(-102)

45

Era natural pensar que él estaba esperando que se asomara a la ventana.

Bastaba despertarse a las dos de la mañana, con un calor pegajoso, con el humo acre de la espiral matamosquitos, con dos estrellas enormes plantadas en el fondo de la ventana, con la otra ventana enfrente que también estaría abierta.

Era natural porque en el fondo el tablón seguía estando ahí, y la negativa a pleno sol podía quizá ser otra cosa a plena noche, virar a una aquiescencia súbita, y entonces él estaría allí en su ventana, fumando para espantar los mosquitos y esperando que Talita sonámbula se desgajara suavemente del cuerpo de Traveler para asomarse y mirarlo de oscuridad a oscuridad. Tal vez con lentos movimientos de la mano él dibujaría signos con la brasa del cigarrillo.

Triángulos, circunferencias, instantáneos escudos de armas, símbolos del filtro fatal o de la difenilpropilamina, abreviaciones farmacéuticas que ella sabría interpretar, o solamente un vaivén luminoso de la boca al brazo del sillón, del brazo del sillón a la boca, de la boca al brazo del sillón, toda la noche.

No había nadie en la ventana, Traveler se asomó al pozo caliente, miró la calle donde un diario abierto se dejaba leer indefenso por un cielo estrellado y como palpable. La ventana del hotel de enfrente parecía todavía más próxima de noche, un gimnasta hubiera podido llegar de un salto. No, no hubiera podido.

Tal vez con la muerte en los talones, pero no de otra manera. Ya no quedaban huellas del tablón, no había paso.

Suspirando, Traveler se volvió a la cama. A una pregunta soñolienta de Talita, le acarició el pelo y murmuró cualquier cosa. Talita besó el aire, manoteó un poco, se tranquilizó.

Si él había estado en alguna parte del pozo negro, metido en el fondo de la pieza y desde allí mirando por la ventana, tenía que haber visto a Traveler, su camiseta blanca como un ectoplasma. Si él había estado en alguna parte del pozo negro esperando que Talita se asomara, la aparición indiferente de una camiseta blanca debía haberlo mortificado minuciosamente. Ahora se rascaría despacio el antebrazo, gesto usual de incomodidad y resentimiento en él, aplastaría el cigarrillo entre los labios, murmuraría alguna obscenidad adecuada, probablemente se tiraría en la cama sin ninguna consideración hacia Gekrepten profundamente dormida.

Pero si él no había estado en alguna parte del pozo negro, el hecho de levantarse y salir a la ventana a esa hora de la noche era una admisión de miedo, casi un asentimiento. Prácticamente equivalía a dar por sentado que ni Horacio ni él habían retirado los tablones. De una manera u otra había pasaje, se podía ir o venir. Cualquiera de los tres, sonámbulo, podía pasar de ventana a ventana, pisando el aire espeso sin temor de caerse a la calle. El puente sólo desaparecería con la luz de la mañana, con la reaparición del café con leche que devuelve a las construcciones sólidas y arranca la telaraña de las altas horas a manotazos de boletín radial y ducha fría.

Sueños de Talita: La llevaban a una exposición de pintura en un inmenso palacio en ruinas, y los cuadros colgaban a alturas vertiginosas, como si alguien hubiera convertido en museo las prisiones de Piranesi. Y así para llegar a los cuadros había que trepar por arcos donde apenas las entalladuras permitían apoyar los dedos de los pies, avanzar por galerías que se interrumpían al borde de un mar embravecido, con olas como de plomo, subir por escaleras de caracol para finalmente ver, siempre mal, siempre desde abajo o de costado, los cuadros en los que la misma mancha blanquecina, el mismo coágulo de tapioca o de leche se repetía al infinito.

Despertar de Talita: Sentándose de golpe en la cama, a las nueve de la mañana, sacudiendo a Traveler que duerme boca abajo, dándole de palmadas en el trasero para que se despierte. Traveler estirando una mano y pellizcándole una pierna, Talita echándose sobre él y tirándole del pelo. Traveler abusando de su fuerza, retorciéndole una mano hasta que Talita pide perdón. Besos, un calor terrible

—Soñé con un museo espantoso. Vos me llevabas.

—Detesto la oniromancia. Cebá mate, bicho.

—¿Por qué te levantaste anoche? No era para hacer pis, cuando te levantás para hacer pis me lo explicás primero como si yo fuera estúpida, me decís: «Me voy a levantar porque no puedo aguantar más», y yo te tengo lástima porque yo aguanto muy bien toda la noche, ni siquiera tengo que aguantar, es un metabolismo diferente.

—¿Un qué?

—Decime por qué te levantaste. Fuiste hasta la ventana y suspiraste.

—No me tiré.

—Idiota. —Hacía calor.

—Decí por qué te levantaste.

—Por nada, por ver si Horacio estaba también con insomnio, así charlábamos un rato.

—¿A esa hora? Si apenas hablan de día, ustedes dos.

—Hubiera sido distinto, a lo mejor. Nunca se sabe.

—Soñé con un museo horrible —dice Talita, empezando a ponerse un slip.

—Ya me explicaste dice Traveler, mirando el cielo raso.

—Tampoco nosotros hablamos mucho, ahora —dice Talita.

—Cierto. Es la humedad.

—Pero parecería que algo habla, algo nos utiliza para hablar. ¿No tenés esa sensación? ¿No te parece que estamos como habitados? Quiero decir... Es difícil, realmente.

—Transhabitados, más bien. Mirá, esto no va a durar siempre.
No te aflijas, Catalina
—canturrea Traveler, ya
vendrán tiempos mejores / y te pondré un comedor.

—Estúpido —dice Talita besándolo en la oreja—. Esto no va a durar siempre, esto no va a durar siempre... Esto no debería durar ni un minuto más.

—Las amputaciones violentas son malas, después te duele el muñón toda la vida.

—Si querés que te diga la verdad —dice Talita— tengo la impresión de que estamos criando arañas o ciempiés. Las cuidamos, las atendemos, y van creciendo, al principio eran unos bichitos de nada, casi lindos, con tantas patas, y de golpe han crecido, te saltan a la cara. Me parece que también soñé con arañas, me acuerdo vagamente.

—Oílo a Horacio —dice Traveler, poniéndose los pantalones—. A esta hora silba como loco para festejar la partida de Gekrepten. Qué tipo.

(-80)

46

—Música, melancólico alimento para los que vivimos de amor —había citado por cuarta vez Traveler, templando la guitarra antes de proferir el tango
Cotorrita de la suerte.

Don Crespo se interesó por la referencia y Talita subió a buscarle los cinco actos en versión de Astrana Marín. La calle Cachimayo estaba ruidosa al caer la noche pero en el patio de don Crespo, aparte del canario Cien Pesos no se oía más que la voz de Traveler que llegaba a la parte de
la obrerita juguetona y pizpireta / la que diera a su casita la alegría.
Para jugar a la escoba de quince no hace falta hablar, y Gekrepten le ganaba vuelta tras vuelta a Oliveira que alternaba con la señora de Gutusso en la tarea de aflojar monedas de veinte. La cotorrita de la suerte
(que augura la vida o muerte)
había sacado entre tanto un papelito rosa: Un novio, larga vida. Lo que no impedía que la voz de Traveler se ahuecara para describir la rápida enfermedad de la heroína, y
la tarde en que morra tristemente /

preguntando a su mamita: «¿No llegó?».
Trrán.

—Qué sentimiento —dijo la señora de Gutusso—. Hablan mal del tango, pero no me lo va a comparar con los calipsos y otras porquerías que pasan por la radio. Alcánceme los porotos, don Horacio.

Traveler apoyó la guitarra en una maceta, chupó a fondo el mate y sintió que la noche iba a caerle pesada. Casi hubiera preferido tener que trabajar, o sentirse enfermo, cualquier distracción. Se sirvió una copa de caña y la bebió de un trago, mirando a don Crespo que con los anteojos en la punta de la nariz se internaba desconfiado en los proemios de la tragedia. Vencido, privado de ochenta centavos, Oliveira vino a sentarse cerca y también se tomó una copa.

—El mundo es fabuloso —dijo Traveler en voz baja—. Ahí dentro de un rato será la batalla de Actium, si el viejo aguanta hasta esa parte. Y al lado estas dos locas guerreando por porotos a golpes de siete de velos.

—Son ocupaciones como cualquiera —dijo Oliveira—. ¿Te das cuenta de la palabra? Estar ocupado, tener una ocupación. Me corre frío por la columna, che.

Pero mirá, para no ponernos metafísicos te voy a decir que mi ocupación en el circo es una estafa pura. Me estoy ganando esos pesos sin hacer nada.

—Esperó a que debutemos en San Isidro, va a ser más duro. En Villa del Parque teníamos todos los problemas resueltos, sobre todo el de una coima que lo traía preocupado al Dire. Ahora hay que empezar con gente nueva y vas a estar bastante ocupado, ya que te gusta el término.

—No me digas. Qué macana, che, yo en realidad me estaba mandando la parte. ¿Así que va a haber que trabajar?

—Los primeros días, después todo entra en la huella. Decime un poco, ¿vos nunca trabajaste cuando andabas por Europa?

—El mínimo imponible dijo Oliveira—. Era tenedor de libros clandestino. El viejo Trouille, qué personaje para Céline. Algún día te tengo que contar, si es que vale la pena, y no la vale.

—Me gustaría —dijo Traveler.

—Sabés, todo está tan en el aire. Cualquier cosa que te dijera sería como un pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna manera: zás, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con todas sus facetas. Lo malo —dijo Oliveira mirándose las uñas— es que a lo mejor ya se coaguló y no me di cuenta, me quedé atrás como los viejos que oyen hablar de cibernética y mueven despacito la cabeza pensando en que ya va a ser la hora de la sopa de fideos finos.

El canario Cien Pesos produjo un trino más chirriante que otra cosa.

—En fin —dijo Traveler—. A veces se me ocurre como que no tendrías que haber vuelto.

—Vos lo pensás —dijo Oliveira—. Yo lo vivo. A lo mejor es lo mismo en el fondo, pero no caigamos en fáciles deliquios. Lo que nos mata a vos y a mí es el pudor, che. Nos pasearnos desnudos por la casa, con gran escándalo de algunas señoras, pero cuando se trata de hablar... Comprendés, de a ratos se me ocurre que podría decirte... No sé, tal vez en el momento las palabras servirían de algo, nos servirían. Pero como no son las palabras de la vida cotidiana y del mate en el patio, de la charla bien lubricada, uno se echa atrás, precisamente al mejor amigo es al que menos se le pueden decir cosas así. ¿No te ocurre a veces confiarte mucho más a un cualquiera?

—Puede ser —dijo Traveler afinando la guitarra—. Lo malo es que con esos principios ya no se ve para qué sirven los amigos.

—Sirven para estar ahí, y en una de esas quién te dice.

—Como quieras. Así va a ser difícil que nos entendamos como en otros tiempos.

—En nombre de los otros tiempos se hacen las grandes macanas en éstos —

dijo Oliveira—. Mirá, Manolo, vos hablás de entendernos, pero en el fondo te das cuenta que yo también quisiera entenderme con vos, y vos quiere decir mucho más que vos mismo. La joroba es que el verdadero entendimiento es otra cosa.

Nos conformamos con demasiado poco. Cuando los amigos se entienden bien entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro, espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera. Por eso... Che, pero yo realmente podría colaborar en
La Nación
de los domingos.

—Ibas bien —dijo Traveler afinando la prima— pero al final te dio uno de esos ataques de pudor de que hablabas antes. Me hiciste pensar en la señora de Gutusso cuando se cree obligada a aludir a las almorranas del marido.

—Este Octavio César dice cada cosa —rezongó don Crespo, mirándolos por encima de los anteojos—. Aquí habla de que Marco Antonio había comido una carne muy extraña en los Alpes. ¿Qué me representa con esa frase? Chivito, me imagino.

—Más bien bípedo implume —dijo Traveler.

—En esta obra el que no está loco le anda cerca dijo respetuosamente don Crespo—. Hay que ver las cosas que hace Cleopatra.

—Las reinas son tan complicadas —dijo la señora de Gutusso—. Esa Cleopatra armaba cada lío, salió en una película. Claro que eran otros tiempos, no había religión.

—Escoba —dijo Talita, recogiendo seis barajas de un saque.

—Usted tiene una suerte...

—Lo mismo pierdo al final. Manú, se me acabaron las monedas.

—Cambiale a don Crespo que a lo mejor ha entrado en el tiempo faraónico y te da piezas de oro puro. Mirá, Horacio, eso que decías de la armonía...

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