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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (31 page)

BOOK: Relatos africanos
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–No corras –le dice con tranquilidad.

Aunque mantiene la cara tranquila, sus ojos vuelan como dardos. Doblan la esquina deprisa y entran en otra tienda. En esa no roban más que un puñado de sal sin ningún valor. Luego, Jerry le dice a Jabavu con auténtica admiración:

–Vales mucho para este trabajo. Betty me dijo la verdad. Nunca había visto a nadie tan bueno con tan poca experiencia.

Jabavu no puede evitar sentirse orgulloso, porque Jerry no es de halago fácil.

Dejan esa parte de la ciudad y siguen robando en otro barrio, donde consiguen otro reloj, unas cucharas y tenedores y luego, por pura casualidad, un bolso que alguien ha dejado en la mesa de una cocina.

Entonces regresan a la tienda del indio. Allí Jerry regatea con el dueño, quien les da dos libras por los diversos artículos, además de las cinco libras que hay entre los dos bolsos. Jerry le da a Jabavu un tercio del dinero, pero éste se enfada tanto de golpe que Jerry finge tomárselo a risa, le dice que sólo era una broma y le da la mitad que le corresponde. Luego, le dice:

–Son las dos de la tarde. En estas pocas horas hemos ganado tres libras cada uno. El indio corre el riesgo de vender objetos robados que alguien podría reconocer. Nosotros estamos a salvo. Bueno, ¿qué te parece este trabajo?

Jabavu, tras una pausa quizás demasiado larga que provoca una mirada suspicaz de Jerry, contesta:

–Creo que está muy bien. –Luego añade con timidez–: Pero mi licencia para buscar trabajo sólo vale para catorce días y ya han pasado unos cuantos.

–Yo te enseñaré lo que has de hacer –dice Jerry, despreocupado–. Es fácil. Vivir aquí es muy fácil para quien recurre a sus amigos. Además, hay que saber cuándo gastar dinero. Y hay otras cosas. Es útil tener una amiga que se haga amiga de algún policía. Nosotros tenemos dos mujeres así. Cada una de ellas tiene un policía. Si hay problemas, esos dos policías nos ayudan. Las mujeres son muy importantes en este trabajo.

Jabavu piensa, y después contesta con rapidez:

–¿Betty es una de esas mujeres?

Jerry, que esperaba la pregunta, responde con calma:

–Sí, a Betty se le da muy bien la policía. –Y luego añade–: No seas tan tonto. Entre nosotros no hay celos. No lo permito. Yo no tendría mujeres en la banda porque son muy malas para el trabajo, pero son útiles con la policía. Y te advierto una cosa: no pienso aceptar problemas con la policía. Si Betty te dice: «Esta noche viene mi policía», te callas. Si no...

Jerry enseña un trozo del mango del cuchillo por el borde del bolsillo para que Jabavu lo vea. Sin embargo sigue sonriendo con cara amistosa, como si todo fuera una broma. Jabavu sigue andando en silencio. Por primera vez entiende que ahora forma parte de la banda, que Jerry es el líder, que Betty es su mujer. Y ese estado de cosas... ¿cuánto va a durar? ¿No hay manera de escapar? Tímidamente, pregunta:

–¿Desde cuándo existe esta banda?

Jerry tarda un poco en contestar. Todavía no se fía de Jabavu. Sin embargo, ha cambiado de opinión respecto a él desde esta mañana. El plan original consistía en hacerle robar algo y luego asegurarse de que tuviera problemas con la policía de modo que no hubiera nadie más implicado, para neutralizar su peligro. Pero le ha impresionado tanto la rapidez y la inteligencia de Jabavu para el «trabajo» que ahora desea conservarlo. Piensa: «Después de una semana de buena vida, cuando haya robado varias veces y tal vez se haya metido en una o dos peleas, tendrá demasiado miedo para acercarse al señor Mizi. Será uno de nosotros y no representará ninguna amenaza».

–Hace dos años que soy el jefe de esta banda. Somos siete, dos mujeres y cinco hombres. Los hombres se encargan de robar, como hemos hecho esta mañana. Las mujeres se hacen amigas de la policía, o de cualquiera que pueda representar un peligro. Además, captan chicos de las aldeas que llegan a la ciudad y les roban. No dejamos a las mujeres salir a robar a la calle porque no lo hacen bien. Y no les contamos las cosas de la banda, porque hablan mucho y hacen tonterías.

Aquí viene una pausa y Jabavu entiende que Jerry está pensando que él también ha hecho las mismas tonterías que Betty. Pero le halaga que Jerry le cuente cosas que se ocultan a las mujeres. Pregunta:

–Me gustaría saber otras cosas. ¿Qué pasan si cogen a uno de nosotros?

–En los dos años que llevo como jefe de la banda –contesta Jerry– nunca han cogido a nadie. Tenemos mucho cuidado. Pero si te pillan no hablarás de los otros, porque si no te pasará algo que no te va a gustar nada. –De nuevo muestra parte del cuchillo y otra vez sonríe como si fuera una broma. Cuando Jabavu le plantea otra pregunta, dice–: Ya basta por hoy. Aprenderás las cosas de la banda a su debido tiempo.

Jabavu piensa en lo que le han contado y entiende que de hecho sabe bien poca cosa y que Jerry no se fía de él. Entonces renace en su interior el anhelo por el señor Mizi y se maldice amargamente por haberse escapado. Sigue pensando con tristeza en el señor Mizi durante el camino, sin fijarse apenas en lo que hacen.

Se han encaminado hacia una hilera de casas donde vive la gente de color. Entran en una que está llena de gente, con niños por todas partes, van hasta la parte trasera y se meten en una habitación pequeña y oscura que huele mal. Hay un hombre de color tumbado en una cama, en un rincón, y Jabavu oye los jadeos de su respiración incluso antes de entrar. El hombre se levanta y, en la penumbra, Jabavu ve a un señor encorvado, enjuto, tan enfermo que su color natural se convierte en amarillo, con los ojos asomados entre la goma blanquecina que le espesa las pestañas y la boca abierta cada vez que jadea. En cuanto ve a Jerry le da una palmada en el hombro y éste se la devuelve con demasiada fuerza, porque el enfermo se echa hacia atrás, tose, resopla y cierra los brazos en torno al dolorido pecho, aunque se ríe también en cuanto recupera la respiración. A Jabavu le asombra esa risa terrible y tan frecuente entre esta gente, pues no encuentra ninguna gracia en lo que acaba de ocurrir. Sin duda resulta feo y terrible que este hombre esté tan enfermo en esa habitación tan sucia y terrible, con niños desastrados y sucios correteando y gritando por los pasillos. A Jabavu lo paraliza el horror del lugar, pero Jerry se sigue riendo y dirige unos cuantos insultos –rudos, alegres– al hombre de color, que se los devuelve entre carcajadas. Luego miran los dos a Jabavu y Jerry dice:

–Ahí tienes otro pinche para tu cocina.

Los dos se parten de risa hasta que el hombre empieza a toser de nuevo y termina tan agotado que se ha de apoyar en la pared con los ojos cerrados, mientras su pecho sube y baja. Al final, con una dolorida sonrisa, jadea:

–¿Cuánto?

Jerry empieza a regatear, igual que antes con el indio. El hombre de color, entre toses y jadeos, se empeña en que quiere dos libras por fingir que Jabavu trabaja para él, y que las quiere cada mes; Jerry dice que diez chelines y al final se ponen de acuerdo en una libra y Jabavu se da cuenta de que ya lo sabían desde el principio, así que no entiende por qué dedican tanto tiempo a ese largo regateo entre esas toses tan feas y dolorosas y el hedor de la enfermedad. Luego el hombre de color le da una nota a Jabavu en la que afirma querer contratarlo como cocinero y escribe su nombre en su situpa. Luego, mirándolo de cerca, muestra sus dientes sucios y rotos y dice en un suspiro:

–Así que serás un buen cocinero, je, je, je...

Los dos jóvenes salen, cierran la puerta y recorren el oscuro pasillo entre los niños para salir a la fresca y adorable luz del sol, que tiene el poder de lograr que esa casa fea y desastrada parezca agradable entre los hibiscos y los franchipanieros.

–Ese hombre morirá pronto –dice Jabavu, en voz baja, desanimado.

La única respuesta de Jerry:

–Bueno, al menos durará un mes y luego habrá otros que te hagan el mismo favor por una libra.

A Jabavu le pesa tanto el corazón por el miedo a la enfermedad y a la fealdad que piensa: «Me voy ahora mismo, no puedo quedarme con esta gente». Cuando Jerry le dice que ha de ir a la oficina de licencias para que registren su empleo, piensa: «Ahora aprovecharé la ocasión para ir corriendo a casa del señor Mizi». Pero Jerry no tiene la menor intención de concederle esa oportunidad. Pasea con él hasta la oficina de licencias, compra por el camino una botella de whisky de los blancos a otro hombre de color que se dedica a ese negocio ilegal y mientras Jabavu aguanta en la cola de la oficina Jerry lo espera contento, con la botella bajo la chaqueta, e incluso habla con el policía.

Cuando al fin examinan la situpa de Jabavu y dan el asunto por concluido, vuelve hacia Jerry pensando: «Vaya, qué atrevido es este Jerry. Nada le da miedo, ni siquiera hablar con un policía mientras esconde una botella de whisky bajo la chaqueta».

Caminan juntos de vuelta al Distrito de los Nativos y Jerry le dice entre risas:

–Ahora tienes un trabajo y eres un chico bueno. –Jabavu ríe tan fuerte como puede. Luego Jerry añade–: Así que tu amigo, el señor Mizi, estará contento contigo. Eres un trabajador muy respetable.

De nuevo se ríen los dos y Jerry dirige a Jabavu una mirada fría y fruncida, porque sobre todo no tiene un pelo de tonto y sabe que la risa de Jabavu suena como si quisiera llorar. Está pensando en cómo manejar a Jabavu cuando se alía la suerte con él, porque la señora Samu se cruza en su camino con su vestido blanco y su gorra, de camino a trabajar en el hospital. Primero mira a Jabavu como si no lo conociera de nada; luego le dirige una sonrisilla fría, mínima, lo máximo que puede hacer, y en realidad se lo debe al corazón de la señora Mizi, que no ha hecho más que repetir: «Pobrecito, no se le puede culpar, sólo nos puede dar pena», y cosas por el estilo. La señora Samu tiene mucho menos corazón que la señora Mizi, y en cambio mucha cabeza, y cuesta distinguir cual de los dos órganos es más útil. Es este caso, está pensando: «Seguro que hay cosas más merecedoras de mi preocupación que un pequeño maleante de los matsotsi». Y sigue andando hacia el hospital, pensando en una mujer que ha parido un bebé con una infección en los ojos.

Los ojos de Jabavu están llenos de lágrimas y arde en deseos de correr detrás de la señora Samu y pedirle su protección. Pero, ¿cómo puede protegerlo de Jerry una mujer?

Jerry empieza a hablar con inteligencia de la señora Samu. Se ríe y dice que son unos hipócritas. Que hablan de bondades y delitos, y sin embargo la señora Samu es la segunda esposa del señor Samu, quien trató a la primera tan mal que acabó muriendo y ahora la señora Samu sólo es una zorra que siempre está dispuesta, incluso se insinuó al propio Jerry en un baile; le hubiera bastado un empujón para hacerla suya... Luego pasa al señor Mizi y dice que es tonto por fiarse de la señora Mizi, que siempre está invitando a todo el mundo con la mirada y no hay ni un alma en el Distrito que no sepa que se acuesta con el hermano de la señora Samu. Todos esos iluminados son iguales, sus mujeres son ligeras, son como una manada de babuinos, no son mejores... Y Jerry sigue hablando así, riéndose de ellos, hasta que Jabavu, que no olvida la frialdad de la sonrisa de la señora Samu, se muestra de acuerdo con poco entusiasmo y luego hace una broma burda sobre el uniforme de la señora Samu, que le aprieta mucho las nalgas, y de pronto los dos se parten de risa y dicen que si las mujeres son esto y lo otro... Después vuelven con los demás, que ya no están en la tienda abandonada porque no conviene pasar demasiado tiempo en el mismo sitio, sino en otro antro, mucho peor que el de la señora Kambusi. Pasan allí la noche y Jabavu vuelve a beber skokian, pero esta vez con discreción por temor a lo que sentirá al día siguiente. Mientras bebe se da cuenta de que Jerry apenas prueba un sorbo de vez en cuando, pero finge estar borracho y al mismo tiempo vigila la forma de beber de Jabavu. Jerry está contento porque ve que Jabavu es sensato, aunque no acaba de gustarle porque necesita creer que sólo él es más fuerte que los demás. Y por primera vez se le ocurre que tal vez Jabavu sea demasiado fuerte, demasiado listo, que tal vez algún día se convierta en un desafío para él. Pero esconde todos esos pensamientos tras los ojos fríos, entrecerrados, se limita a mirar y esa misma noche, a última hora, habla con Jabavu de igual a igual y le dice que se han de encargar de que todos esos tontos lleguen a la cama sin sufrir daño alguno. Jabavu se lleva a Betty y a dos jóvenes a la habitación de ésta, donde caen como leños al suelo y roncan de tanto skokian, y Jerry se lleva a una chica y a los demás a un lugar que conoce, una vieja choza de paja al borde de la llanura.

Por la mañana Jerry y Jabavu se despiertan con la mente despejada, dejan a los demás durmiendo la mona y se van juntos a la ciudad, donde roban con mucho provecho e inteligencia otro reloj, dos pares de zapatos, una almohada robada a un niño bajo su cabeza y, lo más importante, unas baratijas que, según Jerry, son de oro. Cuando el indio ve todas esas cosas ofrece mucho dinero por ellas. En el camino de vuelta hacia el Distrito, Jerry dice:

–Y el segundo día sacamos cada uno cinco libras...

Y mira con dureza a Jabavu, para asegurarse de que lo entiende. Jabavu lleva mejor hoy lo del señor Mizi, pues está orgulloso de sí mismo por no haberse bebido el skokian y por haber trabajado tan bien junto a Jerry que no se pueden establecer diferencias entre los dos.

Esa noche van todos a la tienda abandonada y beben whisky, que es mucho mejor que el skokian porque no les marea. Juegan a las cartas y comen bien. Jerry se pasa todo el rato vigilando a Jabavu con una sensación ambivalente. Ve que hace lo que quiere con Betty, aunque ésta nunca se había comportado con esa humildad y ansiedad con ningún hombre. Ve que lleva cuidado con lo que bebe; él nunca había visto a un chiquillo de aldea aprender tan rápido con el alcohol. Ve que los otros, tras apenas dos días, ya lo tratan casi con tanto respeto como a él. Y eso no le gusta nada. No se le nota lo que piensa y Jabavu cada vez lo tiene más por un amigo. Al día siguiente van juntos de nuevo a las calles de los blancos y roban, y luego beben whisky y juegan a las cartas. Lo mismo al día siguiente, y así pasa una semana. Durante todo ese tiempo Jerry habla con suavidad, educado, sonriente; sus ojos fríos y vigilantes se esconden en la discreción y en la astucia; Jabavu habla de sus sentimientos abiertamente. Ya le ha contado cuánto quiere a la señora Mizi, cuanto admira al señor Mizi. Le habla con la libre confianza de un niño y Jerry lo escucha y le tira de la lengua con palabras suaves y taimadas, o con sonrisas, hasta que al terminar la semana empiezan a hablar de una manera bien extraña. Jerry dice:

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