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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (14 page)

BOOK: Réquiem por Brown
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Había comenzado la historia buscando la absolución, y la había acabado con una nota de orgullo intransigente. Me preguntaba si Jane se había percatado de ello. Nos miramos fijamente a los ojos.

Por fin habló.

—No me importa. No pienso peor ni mejor de ti por lo que me has contado. Tú viste la corrupción y te negaste a aceptarlo…

—No fue eso —la interrumpí—. Yo no era un moralista exacerbado, como la mayoría de los maderos. Dejé escapar a muchos delincuentes y fui muy duro con otros. Me comportaba arbitrariamente, según mi estado de ánimo. Lo que no podía soportar es que Blow Job Anderson fuese más útil a la policía de Los Ángeles que Fritz Brown. Eso es lo que me remordía la conciencia.

—¿Solías abusar de tu poder cuando eras policía?

—Sí y mucho.

—Entiendo. Eras un desastre. Bebías mucho, pero ahora lo has dejado. Yo también estaba muy pirada. Me alucinaba el poder. El poder sexual. Me tiré a la mitad de los chavales de St. Vibiana's. Me encantaba que me deseasen, sabiendo que podía decir «no» y castrarlos con eso. Sabiendo que podía conseguir lo que quisiera ofreciendo mi cuerpo a cambio. Pero eso era entonces. Ahora tengo mi violoncelo. Hay bastantes posibilidades de que se me acepte en Juilliard en enero. Ahora soy más altruista. Tú también. Ya no maltratas a la gente, ¿verdad?

—No —mentí.

—Y ya no bebes. ¿Tienes planes para el futuro?

—No exactamente, aunque sí voy a ir a Europa este otoño. Unas vacaciones musicales. Alemania y Austria.

—¡Yo también! Sol lleva años diciéndome que me tome unas vacaciones. Posiblemente saldré en octubre.

—A lo mejor podemos ir juntos —dije bruscamente.

—No me extrañaría —dijo Jane medio en broma—. Pero ahora mismo lo que me apetece es escuchar música de cámara buena en un equipo bueno.

—Yo conozco el lugar ideal para eso. Es donde vivo. ¿Quieres que vayamos?

—Desde luego.

Así que fuimos a mi apartamento que estaba a unos pocos minutos en coche. Pero no escuchamos música de cámara, la hicimos nosotros. Fue una fornicación urgente, acuciada por el hecho de que mañana la realidad se echaría sobre nosotros como una losa. Después, coloqué el bafle de mi cuarto y puse un disco de Vivaldi, con el volumen muy bajo. Nos quedamos tumbados en la cama, sin hablar, hasta que no pude aguantarme más y me eché a reír.

—Jane, Jane, Jane —dije—. Jane, un nombre muy tradicional. Me gusta.

Ella se rió también.

—Fritz es un nombre muy auténtico —dijo ella—. A mí también me gusta. Estás un poco ceñudo, cariño. ¿Qué te pasa?

—Nunca sé qué hacer en una situación como ésta.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a si habrá otra ocasión como ésta.

—Claro, en cualquier momento, incluso ahora mismo.

Alargué la mano a través de la cama y la acerqué a mí. Estuvimos un rato abrazados, y luego hicimos el amor de nuevo. Esta vez más por seguridad que por pasión. Luego nos quedamos dormidos.

Me desperté a las ocho. Oí correr el agua en el lavabo y al momento apareció Jane, completamente vestida. Me di cuenta por su mirada de que, en efecto, la realidad se había echado encima.

—Buenos días —dije.

—Buenos días. Me tengo que ir. Tengo la clase a las nueve y media. ¿Qué te pasa?

—¿Qué coño me va a pasar? ¿Quieres que te lo cuente?

—¡Sí!

Se lo conté todo sin omitir detalle. Desde la entrada de Fat Dog en mi oficina hasta lo del incendio del Utopía, el pasado de Sol Kupferman, la psicosis de su hermano, las ideas de Omar González. Jane reaccionó de varias formas; negar con la cabeza, temblar, llorar. Cuando empezó a llorar, yo la dejé, sin hacer nada por consolarla. Quería que tuviera miedo. Finalmente, prevaleció la ira. Su rostro húmedo se puso rojo. Le di un pañuelo para que se secara las lágrimas. Cuando por fin habló, lo hizo con una seguridad impresionante.

—Cógelo, Fritz.

—Lo haré.

—Haz lo que tengas que hacer. No quiero que haga daño a Sol ni a ninguna otra persona.

—Lo haré.

—¿Me puedes llevar a casa, por favor? —Sí.

Jane recogió sus cosas mientras yo sacaba el coche.

Durante todo el camino hasta Beverly Hills hubo un silencio tenso. Me pasaron varios comentarios graciosos por la cabeza, pero los rechacé por triviales. Al final tuve que hablar.

—Tenemos que hablar de algunas cosas, Jane.

—De acuerdo.

—Quiero que le cuentes a Kupferman lo que te he dicho. Dile que tenga cuidado y que el guardaespaldas no se separe de él. Dile que quiero hablar con él cuando vuelva de México. ¿Se lo dirás? —Sí.

—Dile también que me importan un pito todos los asuntos de su pasado; incluidas las apuestas en el Utopía. Que me interesa quitar de la circulación a Fat Dog.

De pronto se le encendieron los ojos de ira.

—¿Tú estás seguro de lo que dices? —dijo alzando la voz—. ¿ Que Sol corría apuestas a finales de los sesenta? ¿Quince años después de lo del tribunal Supremo? No pienso dejar que nadie, incluido tú, calumnie a Sol.

—Calma, cariño. Estoy seguro. Además no es casi ni delito; de hecho debería estar permitido.

Jane sacudió la cabeza. Todo su comportamiento semejaba un grito contenido.

—Perdona. Sólo sé que soy lo suficientemente fuerte como para aguantar todo esto, pero no sé si Sol lo es.

Le puse la mano sobre la rodilla y la apreté. No respondió. Aparqué enfrente de la mansión. Jane y yo nos miramos. No quería un adiós demasiado largo y me percaté de que ella tampoco.

—Ten cuidado en México.

—Y tú ten cuidado aquí. Y practica mucho. Cuando vuelva, me podrás dar un concierto.

Nos besamos y al momento Jane estaba cruzando la calle aprisa, hacia la casa.

Mientras me alejaba, traté con bastante buen resultado de quitarme a Jane de la cabeza y concentrarme en lo siguiente que me tocaba hacer. Encontrar un lugar tranquilo para leer las cartas de Fat Dog. Entré en el amplio aparcamiento de Hancock Park, donde vi un banco en la sombra, rodeado de ancianos judíos pasando la mañana estival y varios dinosaurios de escayola pasando la eternidad. Las cartas no tenían fecha y apenas eran legibles. Los sellos habían sido arrancados al abrirse. De todos modos, Jane me había dicho que eran recientes, del mes pasado. Me puse a leerlas.

«Querida Jane, hermana. Espero que estes bien. Yo tanbien. Me ba bien en Bell-Air. Tengo mucho trabajo. Soi el rey alli. Todos los demás son unos borrachos. Vi en la tele un musical con una gran orqesta. Salía una tía tocando una cosa de esas que tocas tú. Pero ella no toca tan bien. Me di cuenta. Ya no necesitas al mierda ese de Kupferman. Los judíos tienen muchas pelas pero no saben jugar. Yo sí. Tengo un amigo rico que tanbien sabe jugar. Le caigo bien. Ya no tengo que hacer de caddy. Lo hago na mas por que me gusta el golf. Dentro de poco me boi a Méjico. Me boi a retirar mas o menos. Para vivir como yo debo vivir, como un rey. El rey de los caddys y el rey de los perreros. ¿Por que no te bienes? Tengo mogollon de ¡¡¡¡$!!!! Boi a comprar a un galgo hembra por ¡¡¡¡200!!!! Podemos criarla y pasárnoslo de cojones en TJ. Criaremos muchos galgo, todos ¡¡¡¡Campeones!!!! En Méjico tratan a los blancos como reyes. Dile al hijoputa de Sol K que se baila a tomar por culo. ¡¡¡¡Bente a Méjico con tu familia!!!! Mis amigos tienen un castiyo en Ensenada. Podemos ir a pescar. También puedes tocar el instrumento ese sin que te molesten. Mi colega te puede meter en un buen grupo, todos blancos. ¡¡¡Escucha!!! ¡¡¡Jane!!! Soy tu hermano. Tu único familiar. Una chica con talento como tu tendría que quedarse con su familia. Bamos a pasarlo bien, como antes del judio y el biolin. Llamamé al Tap & Cap 4747296. Deja un mensaje y nos iremos juntos a Mexx. No tardes, llama hoy. ¡¡¡Ja!!! ¡¡¡Ja!!! Te qiero. Tu hermano, Freddy.

Era más o menos lo que yo me esperaba con respecto a la gramática y al tema, aunque no me parecía reconocer en ella nada de la increíble inteligencia de Fat Dog. Leí las otras dos cartas rápidamente. No eran más que copias de la primera, pero me ayudaron a asegurar mi teoría de que Fat Dog estaba en México y que su amigo rico a lo mejor era sólo producto de su imaginación. Tenía unas ganas locas de empezar a trabajar. Pero primero tenía que ver a Walter, para comprobar qué tal estaba y despedirme de él. Tenía miedo de no volver a verlo nunca más. Traté de olvidar mis temores, me guardé las cartas y me dirigí a mi antiguo barrio.

Walter no contestó al timbre y tampoco respondió cuando golpeé con los nudillos en la ventana de su habitación. Me quedé sorprendido; a lo mejor había salido a la tienda de licores. Volví a la escalerilla de la entrada para esperarlo.

A los cinco minutos apareció su madre conduciendo su senil Mustang. Detesta gastar dinero, mientras no se trate de comprar artefactos espirituales de la Iglesia de la Ciencia Cristiana, como los platos de porcelana grabados con dibujos de la iglesia madre. Con el correr de los años, Walter ha ido lanzando varios de ellos desde el piso décimo segundo del Franklin Life Building, en la esquina de Wilshire y Western, pero ella no deja de reponerlos. Ella está dispuesta a aguantar los mayores insultos con estoicismo con tal de tenerlo dominado. Una vez, Walter coció su ejemplar de 85 dólares forrado en tafilete de
Ciencia y salud, la clave de las Escrituras
en una cacerola llena a partes iguales de agua y Thunderbird. Se lo presentó en una bandeja de plata en medio de la clase de estudios bíblicos.

Me vio en el momento en que cerraba el coche con llave, y arrancó una sonrisa de los oscuros tugurios de la fría ciudad en la que vive su mente.

—Hombre, oficial Brown, qué alegría verlo —dijo.

—Hace mucho que dejé la policía, señora Curran —dije—, y usted lo sabe.

—Sí, qué lástima. Estaba usted tan guapo de uniforme…

—Desde luego. ¿Dónde está Walter?

—Chief Davis es un caballero. Yo esperaba que usted hubiera seguido sus pasos haciendo su carrera profesional con la policía.

—Le gustaría Davis. Está tan loco como usted. ¿Dónde está Walter?

—¿Walter? Está por ahí. Se fue anoche. Tenía una de esas horribles reuniones de Alcohólicos Anónimos donde todo el mundo fuma cigarrillos y nombra a Dios en vano. Le diré lo que se merece, oficial Brown: 110 es usted un buen hombre y tiene usted una lengua viperina, pero conoce a mi chico, aunque no tan bien como yo.

—Sí, sí que conozco al viejo Watt bastante bien. ¿Y sabe lo que más admiro de él? El control que tiene sobre sí mismo.

—¿Qué control?

—El que tiene para no haberla estrangulado en su jodida cama todavía. Buenos días, señora Curran.

Me volví al coche, dejando que la madre de Walter catalogase mi grosería para su uso futuro en contra de él. Estaba preocupado. Llevaba mucho tiempo inaccesible para mi amigo, pero sabía que estaba en uno de sus descensos periódicos a la realidad, con todo el terror que eso conlleva. Cuando Walter tiene una de las salidas que él llama sus «períodos», cualquier cosa puede ocurrir. Una vez compró doscientas pelotas de tenis y las arrojó a los coches desde la parada de autobús de Van Ness. Otra vez, se encerró en un motel de Hollywood con una bolsa de marihuana y una provisión de Dexedrina y revistas porno, convencido de que así conseguiría dejar la bebida. Las dos veces conseguí reconciliar mínimamente a Walter con el mundo que le rodeaba, antes de que lo encerraran.

Pero ésos eran los extremos más extremos de sus «períodos». Su forma de operar estándar consistía sencillamente en caminar por la calle Wilshire en dirección oeste hasta llegar a la playa, deteniéndose a beber cerveza por el camino para «limpiarse» y prepararse para lo que él llamaba «la larga pero necesaria pesadilla de la vida sobria». Así que seguí el mismo camino con el coche, muy lentamente por el carril central. Al llegar a Brentwood, me lo encontré sentado en una parada de autobús en la esquina de Wilshire y Barrington, bebiendo de una bolsa de papel con una paja. Me detuve, abrí la puerta del pasajero y lo llamé. Walter entró en el coche.

—Me tenías preocupado —dije—. Pasé por tu casa hace unos días y te encontré desmayado.

Doblé la esquina y aparqué en el aparcamiento de un pequeño supermercado. Observé a Walter: el cuerpo rechoncho y los brillantes ojos azul claro tenían un aspecto normal, pero en el rostro ya mostraba la delgadez y el temor que aparecen cuando lleva unos cuantos días sobrio.

—¿Qué bebes? —le pregunté.

Walter sacó la bebida de la bolsa de papel marrón. Para mi sorpresa vi que no era más que Ginger Ale.

—Si tú puedes hacerlo, yo también, jodido fascista —dijo golpeándome amistosamente en el hombro—. Así me pienso desenganchar, a no ser que me entren los temblores, entonces voy a lo seguro; una desintoxicación de cerveza de veinticuatro horas.

—¿Y luego?

—No sé. Costo o Alcohólicos Anónimos. Ambas tienen sus ventajas. Las ventajas del costo están claras: alucinas. Las desventajas son la paranoia resultante de un uso prolongado y la ilegalidad. Yo no estoy hecho para la cárcel. No hay tele ni ciencia ficción, y te hacen trabajar. Las ventajas de Alcohólicos Anónimos son que te vuelves sano físicamente gracias a la abstinencia, conoces a gente que te puede proporcionar buenos contactos profesionales y que a lo mejor acabas echando un polvo.

Ésta debía de ser la quincuagésima vez que escuchaba lo mismo, pero no se lo dije; estaba demasiado cerca del precipicio.

—Tienes otra alternativa —dije—. Puedes quedarte en mi casa. Podemos ir a San Francisco, ir a la ópera y dar un paseo por el Golden Gate Park. Yo me encargaré de que comas bien y de que no bebas.

—Lo tendré en cuenta, pero lo más probable es que no funcione. Estéticamente somos diametralmente opuestos. Tú no puedes comprender la profundidad de la televisión, mientras que yo la estoy analizando mentalmente junto con su efecto para una magna obra que vendrá a sacudir la conciencia del mundo libre. Se hablará de mí con el mismo tono que de Kant y Nietzsche, a los que tú, por supuesto, nunca has leído. Tú eres el hombre de acción y de mente limitada, el intelecto práctico que roba a los negros sus Cadillacs, vendidos por el vampiro fascista. Las consecuencias kármicas aparecerán claramente algún día: te van a dar bien por el culo. Yo, por el contrario, soy el hombre del intelecto puro. Una máquina de pensar. Pero yo funciono con gasolina, como toda máquina que se precie. Y mi gasolina es el alcohol. Es el Catch-22, mi querido amigo. Así que, ¿qué vamos a hacer?

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