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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (34 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Habría que irse muy atrás en el tiempo para saber de dónde viene esto de que sea obligatorio cortarse el pelo en el ejército. Los primeros que sufrieron la norma fueron los que manejaban arco y flechas, los arqueros, porque si el pelo les sobresalía por debajo del casco las melenas se les enredaban con la cuerda al tensar el arco y, más que herir al enemigo, chillaban como nenas por el tirón de pelo.

La normativa se fue extendiendo por cuestiones de higiene y de uniformidad, hasta que en 1809 se ordenó en los ejércitos españoles un adecuado corte de pelo para toda la tropa. Los soldados de la Marina, sin embargo, se llevaron un sofocón y no pararon hasta conseguir que semejante orden no les afectara.

Escribieron al rey José I Bonaparte y le explicaron que el pelo largo en la Marina podría suponer la salvación de un soldado. Hicieron una petición de gracia en razón de poder ser agarrado por los pelos en caso de caer al agua. Si un marinero estaba a punto de ahogarse, no había forma de agarrarlo si llevaba el pelo rapado. De dónde creen, si no, que viene eso de salvarse por los pelos.

El rey atendió la petición y los marineros volvieron a hacerse coleta. Pero esto fue hace doscientos años; ahora la norma del pelo rige para todos: el color, natural y uniforme; las patillas, que no rebasen el lóbulo; y el pelo, que no cubra la oreja por la parte superior. Salvo para las chicas, claro, a quienes se les permite el pelo largo para gran cabreo de algunos varones, que reclamaron a la exministra de Defensa Carme Chacón poder hacer uso de coleta en aras de la igualdad.

Pues lo mismo tenían razón…

Fin al tráfico de esclavos en Estados Unidos… pero poco

La abolición de la esclavitud en América es un episodio exasperantemente lento a lo largo de la historia. Pasito a pasito, y con pasitos muy cortos, el hombre blanco fue renunciando a golpe de ley, nunca por misericordia, a tener esclavos negros a su servicio. El 2 de marzo de 1807 se dio uno de esos cínicos pasitos. El presidente de Estados Unidos Thomas Jefferson firmó en Washington la ley que prohibía el tráfico de esclavos. Ojo, el tráfico, no la esclavitud… que no eran tan tontos.

Aquella ley que prohibía la importación de esclavos a los Estados de la Unión era algo así como decir: «Bueno, a partir de ahora nos apañamos con los que tenemos, pero ni hablar de abolir la esclavitud porque a ver quién nos recoge el algodón, quién nos hace las camas y quién nos pone la mesa».

Y al menos hay que agradecer que fueran los estadounidenses los primeros en dar el paso, porque aquí negreros éramos todos: españoles, franceses, ingleses y portugueses. Pero tampoco pequemos de ingenuidad, porque el tráfico de esclavos se prohibió, pero eso no quiere decir que dejara de hacerse.

Simplemente llegaban muchos menos, y como la esclavitud era una maldad legalmente consentida, la consecuencia inmediata fue que el precio de los esclavos subió como la espuma. Comerciar con esclavos jóvenes, sanos y, por supuesto, fértiles, se convirtió en un negocio jugosísimo. Sobre todo que fueran fértiles, porque la ley impedía que llegaran esclavos nuevos desde África, pero en tierras americanas se podía seguir pariendo nueva mano de obra.

Fueron millones, muchos millones de africanos, los que a lo largo de tres siglos y a cambio de nada levantaron los imperios europeos a pulso, construyeron las casas de sus amos, sembraron y recolectaron sus cosechas y criaron a los hijos de los blancos.

Los africanos siguen intentando pasar al primer mundo blanco, solo que ahora lo hacen de forma voluntaria, quizás para reclamar los formidables intereses que generaron y que aún nadie les ha pagado.

El Colegio de Abogados de la Villa y Corte

¿Saben cuál era el oficio más demandado allá por el siglo XVI? Abogado. Porque la burocracia del imperio de Felipe II era tal que el que estudiaba Leyes salía de la Universidad con el trabajo puesto. Y así fue como el 15 de junio de 1596 nacía la rimbombante Congregación de los Abogados de la Corte y Consejos de su Majestad. O sea, el Colegio de Abogados de Madrid cumple añitos cada 15 de junio. Que ya han llovido abogados en cuatro siglos.

Ya saben lo que se decía por aquel entonces a la hora de elegir oficio: «Iglesia o mar o Casa Real»; es decir, cura, comerciante o burócrata, y en los burócratas entraban los abogados. Cuatro quintas partes de los licenciados lo eran en Derecho por ser uno de los recursos más lucrativos, porque la Corona necesitaba miles de ellos en los tribunales, los consejos, las audiencias, las chancillerías y los corregimientos del vasto y costoso imperio español.

Los abogados de Madrid comenzaron a organizarse meses antes de aquel junio de 1596, pero como a Felipe II no le hacían pizca de gracia las reuniones de profesionales y gremios, para conseguir su beneplácito, aquel día 15 utilizaron un truco que le tocara la fibra: la religión. Así que los abogados de Madrid elaboraron unas ordenanzas que habrían de guardarse, textual, «para gloria y honra de Nuestro Señor y su Benditísima Madre y del Bienaventurado San Ivo». Con declaración tan pía, se salvó el escollo.

Y algo bueno y novedoso trajo aquella reunión de abogados: cada año se nombraban ocho letrados para que fueran los encargados de atender las causas de los «pobres vergonzantes». Dicho más claro: los abogados de oficio. Antes se llamaba turno de pobres; ahora, turno de oficio; antes había que llevar una declaración del cura de la parroquia jurando que el necesitado de abogado era más pobre que una rata, y ahora hay que demostrar que uno gana menos de mil euros al mes.

Algo hemos avanzado, pero sobre todo el avance se aprecia en el número de letrados en la Villa y Corte. Empezaron treinta y siete y ya vamos por cuarenta y cinco mil.

El precursor del DNI

Ni se sabe las veces que el DNI entra y sale de nuestras carteras al cabo del día. Para acompañarlo de la tarjeta de crédito, para acceder a un organismo oficial, para sacar efectivo del banco, para subir a un avión… para todo.

Pero el DNI tuvo su antecesor en un documento que se llamaba cédula de vecindad y que se implantó por Real Decreto el 15 de febrero de 1854. Era un papelajo de lo más novedoso, porque antes de él había que moverse por España con pasaporte. No podías ir, no ya a otro país… ni siquiera al pueblo de al lado sin llevar un papel que dijera que tú eras tú.

El siglo XIX estuvo tan revuelto por estos lares con guerras carlistas, invasiones francesas y dictaduras que no se podía dar un paso sin pasaporte. Pero llegó el día en que se impuso que todo ciudadano mayor de edad y cabeza de familia pagara un real de vellón para disfrutar de identificación personal y familiar que, además, le permitiera viajar.

El documento nació con afán recaudatorio y solo se libraban de pagar los pobres de solemnidad, los peregrinos que fueran a Santiago, al Pilar o a Toledo, las viudas, los huérfanos y los braceros. La cosa continuó luego evolucionando; de la cédula de vecindad se pasó a la cédula de empadronamiento y, por último, a la cédula personal. Teniendo en cuenta que ninguno llevaba foto, no es difícil imaginar las trampas que había y cómo corrían las falsificaciones.

Hasta que llegó Franco y pensó que aquí lo que hacía falta para tener controlados a todos los españoles era un DNI, obligatorio para todo el mundo. El primero, claro está, se lo hizo para su generalísima y dictatorial persona: Francisco Franco Bahamonde tenía el DNI número 1; su señora Carmen, el 2; y su hija Carmencita tiene el 3.

Para la Familia Real se reservaron los números del 10, que es el que tiene el Rey, al 99; salvo el 13, que le tocaba a la infanta Cristina y se lo saltaron para librarla del mal fario. A la vista está, sin embargo, que no conjuraron la mala suerte. He ahí Urdangarin.

La Familia Real aún puede traer mucha prole al mundo porque tiene los números del DNI reservados. La única que tiene un número tropecientos mil es Letizia Ortiz, porque ella no estaba prevista cuando Franco reservó los dígitos. Y, por cierto, esa leyenda urbana de que los números bajitos son de muertos, falsa del todo.

Hasta ahora a ningún español le ha tocado el número de otro porque hay números para dar y tomar. Será por números…

Eran mossos y formaban esquadra

¿Cuál es el cuerpo de policía más antiguo y aún en activo? Los Mossos d’Esquadra, la policía catalana.

Alguno habrá que crea que los mossos son un invento de la democracia, los mismos que se extrañan cuando se dice que la Generalitat va por su presidente número 129. Ni los Mossos d’Esquadra ni la Generalitat de Cataluña son de antes de ayer. Tienen más años que la Tana, y fue el 29 de abril de 1729 cuando el rey Felipe V dio carácter de institución oficial a unos señores armados y vigilantes que ya llevaban años cuidando del orden público por aquellas tierras. Los Mossos, pese a ser mossos, tienen casi trescientos abriles. Qué bien se conservan.

Pero la policía catalana no nació con Felipe V. Existía desde antes con una perfecta organización. El rey lo que hizo fue oficializar este cuerpo policial, pero el que puso todo en marcha se llamaba Pedro Antonio Veciana, un tratante de ganado que decidió poner orden en las ferias ganaderas y en las rutas comerciales porque había mucho delincuente suelto que hacía de las suyas. Veciana, apoyado por los ayuntamientos, montó una especie de vigilancia de hombres armados y uniformados.

La iniciativa cuajó en mitad del follón de la guerra de Sucesión en España… ya saben, la bronca entre partidarios de austrias y borbones. Como el ejército estaba liado con la guerra, no había quien cuidara de pueblos y ciudadanos, y así se organizan los Mossos de Veciana, y este es el primer nombre que recibieron.

Este cuerpo policial, además de luchar contra la delincuencia común, también acabó persiguiendo a las guerrillas partidarias del archiduque austriaco que pretendía reinar en España y que seguían dando la matraca pese a que habían perdido la guerra. Así fue como los Mossos de Veciana fueron cogiendo cuerpo, experiencia y solera; por eso Felipe V, en parte porque ya se habían hecho imprescindibles para la seguridad, y en parte porque contó con su apoyo contra el austriaco, hizo oficial el cuerpo de los Mossos d’Esquadra.

Un nombre que, por otra parte, no tiene mayor misterio. Se llaman Mossos d’Esquadra porque eran y siguen siendo una escuadra de mozos, aunque los hay no tan mozos y ya sean más que una escuadra.

Hay que ahorrar

Llevan unos años las Cajas de Ahorros en un plan, que mejor no meneallo, pero no viene mal recordar la intención con la que se crearon hace más de ciento setenta años, el 17 de abril de 1839, cuando la reina regente María Cristina de Borbón firmó la Real Orden para la fundación en cada provincia de España de una Caja de Ahorros.

Fue una buena idea, porque se pensó para las clases más desfavorecidas, que solo es un eufemismo para describir a los que eran más pobres que un músico retirado, y que se veían en manos de usureros que les sacaban hasta los higadillos con los intereses.

La Real Orden de aquel 17 de abril mandaba a cada gobernador provincial que montara en su jurisdicción una Caja de Ahorros donde el artesano, el jornalero y todo hombre laborioso pudieran depositar sumas tenues de dinero con la confianza de obtener un crédito proporcionado.

La Caja, a ser posible, debía ir unida a un Monte de Piedad, porque así se conseguía una doble función: benéfica y financiera. Las cajas se destinaban a recibir, conservar y hacer productivos los cuartos de las clases pobretonas, y encima sirvieron para enseñar a la gente a ahorrar; mientras que los montes de piedad se dedicaron a hacer préstamos a los paisanos más necesitados sobre joyas o ropas y por un mínimo interés, con lo cual a los usureros se les cayó parte del negocio.

Eran entidades con un objetivo social que tenían terminantemente prohibido emplear los fondos en operaciones destinadas a negocios u operaciones mercantiles. ¿Creen que alguna respetó la prohibición? Pocas, porque como el Estado no vigilaba que se cumpliera la norma, cada Caja de Ahorros y Monte de Piedad hizo de su capa un sayo. Si ahora se echa una ojeada a alguna de esas depauperadas cajas, depredadas por consejos de administración que, muy lejos de gestionar, han engordado sus propios bolsillos con el dinero de los clientes, se le cae a uno el alma a los pies.

Dónde habrá quedado el carácter estrictamente filantrópico de las cajas. Pues vaya usted a saber, porque si lo conservaran, los políticos no estarían partiéndose la cara por controlarlas.

Fin de los tercios españoles

Anda que no han dado juego al cine y a la novela histórica los famosos tercios españoles, los tercios de Flandes; eran el terror de Europa cada vez que se proponían conquistar un territorio y se consideró la mejor infantería del mundo en los siglos XVI y XVII. Pero a todo tercio le llega su san Martín.

El 28 de septiembre de 1704, Felipe V, el primer Borbón moderno, se cargó los tercios con una Real Orden de su real persona. Ese ejército estaba muy anticuado para sus refinados modos franceses y, además, es cierto, eran muy bestias.

Los tercios españoles los creó el rey Carlos I porque necesitaba un brazo armado que le ayudara a mantener su hegemonía en Europa. Los soldados eran voluntarios y, por tanto, ahí entraban los de todas las nacionalidades que se quisieran apuntar: alemanes, italianos, ingleses, borgoñones, flamencos… aunque la mayoría de los mandos eran españoles.

Fueron temibles para el ejército enemigo por su impecable táctica de ataque. Ya sabemos que no había caballería que no se cargara en cuanto los piqueros, los que llevaban esas lanzas de cinco metros, las ponían en horizontal y avanzaban como posesos. Pero también eran unos demonios para la población civil, porque cada vez que los soldados no recibían su paga se les aceptaba el derecho de robar, violar y arrasar con todo lo que se les pusiera por delante. En el fondo, eran mercenarios.

Cuando Felipe V instaló sus reales en España, dijo que ese ejército era muy poco fino y muy caro de mantener. Precisamente eso de «Poner una pica en Flandes» viene a decir lo difícil y costoso que es algo, en justa comparación con lo que costaba mantener los tercios de allí, de Flandes.

Además, debió de pensar el recién aterrizado Borbón, eso de los tercios fue un invento de los Austrias, y Felipe V no quería nada en su nuevo reinado que oliera a ellos, así que decidió reorganizar a la soldadesca de acuerdo al más refinado modelo franco; o sea, el regimiento con un coronel al mando. Y nada de que hubiera soldados de tantas nacionalidades y tan dispersos por Europa. Había que centralizar y homogeneizar.

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