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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (11 page)

BOOK: Sepulcro
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Acodada en la balaustrada de hierro forjado, Meredith se limitó a mirar la calle durante un rato, deseando que le quedase energía suficiente para bajar y sumarse al ambiente festivo. Luego se frotó los antebrazos al darse cuenta de que los tenía en carne de gallina.

Una vez dentro, deshizo la bolsa de viaje, colocó sus contadas prendas en el armario y fue al cuarto de baño. La entrada estaba oculta tras una curiosa puerta plegadiza, en un rincón, y le volvió a parecer agresivamente minimalista, en cerámica blanca y negra. Se dio una ducha rápida y, envolviéndose en un albornoz, con unos gruesos calcetines de lana, se sirvió una copa de tinto del minibar y se sentó a echar un vistazo al correo.

La conexión a la red era bastante veloz, pero no encontró gran cosa en el buzón, sólo un par de correos de amigos que le preguntaban qué tal iba todo, uno de su madre adoptiva, Mary, para comprobar que todo estaba en orden, y un aviso para un concierto. Meredith suspiró. Ni rastro de su editor. La primera parte del anticipo tendría que haber estado ingresada en su cuenta a finales de septiembre, pero no se había hecho efectiva cuando se marchó de Estados Unidos. Era ya 26 de octubre y empezaba a ponerse nerviosa. Había enviado un par de mensajes para recordárselo, y el editor le había asegurado que todo se había tramitado como era debido, que no se preocupara. Su situación financiera todavía no era dramática, o al menos no del todo. Tenía sus tarjetas de crédito y, llegado el caso, siempre le podría pedir prestado algo a Mary, si fuera estrictamente necesario, y así capear el temporal. Lo cierto es que le aliviaría mucho saber que el dinero estaba en donde tenía que estar desde hacía varias semanas.

Meredith desconectó. Apuró el vaso de vino, se cepilló los dientes y se metió en la cama con un libro.

Le duró unos cinco minutos.

Los sonidos de París se difuminaron hasta diluirse del todo. Meredith se durmió profundamente, de costado, con un baqueteado ejemplar de los cuentos de Edgar Allan Poe abandonado en la almohada de al lado.

C
APÍTULO
10

Sábado, 27 de octubre

C
uando Meredith despertó a la mañana siguiente, la luz entraba a raudales por la ventana.

Se levantó de un salto. Se pasó un cepillo por el pelo, se lo sujetó en una coleta, se puso los vaqueros, una sudadera verde y la chaqueta. Comprobó que llevaba en el bolso todo lo que iba a necesitar —la cartera, el plano, el cuaderno, las gafas de sol, la cámara de fotos— y, con buenas sensaciones ante el día que se le avecinaba, salió y bajó las escaleras de dos en dos hasta llegar al vestíbulo.

Hacía un día perfecto, luminoso, fresco, soleado. Meredith se encaminó a la
brasserie
de enfrente a desayunar. En la acera, para disfrutar del sol de la mañana, ya estaban dispuestas en hileras varias mesas con encimeras de falso mármol, aunque resultaban bonitas. El interior era todo de madera lacada en marrón. Un largo mostrador de zinc abarcaba toda la amplitud de la sala, y dos camareros de mediana edad, vestidos de blanco y negro, se movían con asombrosa destreza para atender a los muchos clientes madrugadores.

Meredith se apropió de la última mesa que quedaba libre en la terraza, junto a un grupo formado por cuatro hombres con chalecos holgados y pantalones de cuero muy ceñidos. Todos fumaban y tomaban café exprés y vasos de agua. A su derecha, dos mujeres delgadas, vestidas primorosamente, sorbían un café
noisette
en unas minúsculas tazas blancas. Pidió el
petit-déjeuner complet
—zumo de naranja,
baguette
con mantequilla y mermelada, una pieza de bollería y
café au lait
—y sacó el cuaderno, una réplica de las famosas libretas de piel de topo que usaba Hemingway. Iba ya por la número tres del paquete de seis que había comprado para este viaje aprovechando una oferta especial de Barnes Noble, su librería de referencia. Lo anotaba todo, por pequeño o insignificante que pudiera parecer. Después, pasaba las notas que consideraba más relevantes a su ordenador portátil. Tenía previsto dedicar el día a visitar lugares importantes para su Debussy, en lugar de los grandes espacios públicos y las salas de conciertos. Su intención era tomar unas cuantas fotos, ver hasta dónde alcanzaba. Si fuese una pérdida de tiempo, se lo volvería a pensar, pero de entrada le pareció una forma sensata de organizar su tiempo.

Debussy había nacido en St-Germain-en-Laye el 22 de agosto de 1862, en lo que ahora era el cinturón de París, si bien había vivido gran parte de sus cincuenta y cinco años en la capital, pasando de la casa familiar de la calle Berlin a la vivienda que tuvo en el número 80 de la avenida del Bois de Boulogne, donde murió el 25 de marzo de 1918, cuatro días después de que comenzaran los bombardeos que, desde la distancia, los alemanes lanzaron sobre París. La última parada de su itinerario, tal vez cuando regresara después de pasar fuera el fin de semana, sería el cementerio de Passy, en el decimosexto
arrondissement,
donde estaba enterrado Debussy. Desde allí no estaba lejos la propia calle Claude Debussy, en el barrio vecino.

Meredith respiró hondo. Se sentía en París, en la ciudad de Debussy, como si estuviera en su propia casa. Todos los prolegómenos del viaje habían sido una locura, tanto que en ese momento le costó trabajo creer que realmente estuviera allí. Permaneció sentada, inmóvil, disfrutando del panorama, un momento más. Se sentía como si estuviera en el centro de todo. Sólo entonces desplegó el plano sobre la mesa. Las esquinas aleteaban y crujían como si fuese un mantel de extraños dibujos.

Se recogió unos mechones de cabello que se le habían soltado detrás de las orejas y examinó el plano. La primera de las direcciones de su lista era la calle Berlin, donde había vivido Debussy con sus padres y sus hermanas desde comienzos de la década de 1860 hasta que tuvo veintinueve años. Quedaba a la vuelta de la esquina del lugar en que vivió Stéphane Mallarmé, el poeta simbolista, a cuyo famoso salón asistió Debussy los martes por la tarde durante muchos años. Después de la Primera Guerra Mundial, como muchas calles que en toda Francia habían tenido nombres alemanes, había sido rebautizada, y ahora era la calle Liége.

Meredith siguió la línea que trazó con el dedo hasta la calle Londres, donde Debussy alquiló un apartamento amueblado con su amante, Gaby DuPont, en enero de 1892. Luego residió en un apartamento de la callejuela Gustave Doré, en el decimoséptimo, muy cerca de la calle Cardinet, donde vivió hasta que lo abandonó Gaby en la última noche del año 1899. Debussy permaneció en aquella dirección durante los cinco años siguientes con su primera esposa, Lilly, hasta que también esa relación se vino abajo.

En lo relativo a las distancias y la planificación, París resultaba una ciudad fácil de abarcar. Todo quedaba a una distancia que se podía recorrer a pie, en lo cual ayudaba el hecho de que Debussy hubiera pasado la mayor parte de su vida dentro de una zona relativamente reducida, un cuarteto de calles que formaban una estrella en torno a la plaza de Europe, en la linde entre el octavo y el noveno
arrondissement,
con vistas a la estación de Saint-Lazare.

Meredith señaló cada uno de estos puntos en el mapa con un rotulador negro, contempló el dibujo formado durante unos momentos y decidió que lo mejor era empezar por el punto más alejado, para ir volviendo más o menos en dirección al hotel.

Recogió sus cosas a pesar de la dificultad de doblar el plano por los mismos pliegues de antes. Se terminó el café, apartó las migas de cruasán que le habían quedado en el jersey y se relamió los dedos uno a uno, resistiéndose a la tentación de pedir alguna cosa más. A pesar de su esbeltez y su aparente fragilidad, a Meredith le encantaba comer. Pastas, pan, galletas, bollería, todas esas cosas que en principio ya nadie debía comer nunca más. Dejó un billete de diez euros para pagar la cuenta, añadió unas cuantas monedas sueltas a modo de propina y se fue.

Le costó tan sólo quince minutos llegar a la plaza de la Concordia. Una vez allí, dobló hacia el norte, hasta pasar por delante de la Madeleine, una iglesia extraordinaria, diseñada de acuerdo con el plano de un antiguo templo romano, y tomó el bulevar Malesherbes. Al cabo de cinco minutos dobló a la izquierda por la avenida Velasquez, hacia el parque Monceau. Tras el estruendo del tráfico en las grandes avenidas, la impresionante calle que terminaba sin salida le pareció envuelta por un silencio sobrecogedor. Los plátanos, con sus cortezas policromas, moteadas como si fueran el dorso de la mano de un anciano, jalonaban la acera por la que iba caminando. Muchos de los troncos ostentaban marcas y grafitis de todo tipo y condición. Meredith miró arriba, a los blancos edificios de las embajadas, impasibles, en cierto modo desdeñosos, que dominaban el parque. Se detuvo a tomar un par de fotos, más que nada por si más adelante no recordaba la disposición con la precisión deseada.

Un rótulo a la entrada del parque Monceau anunciaba los horarios de apertura y cierre en invierno y en verano. Meredith atravesó la cancela de hierro forjado y se internó en la ancha extensión de verdor, en donde le resultó de inmediato muy fácil imaginar a Lilly o a Gaby o al propio Debussy, llevando de la mano a su hija, paseando por las generosas sendas del parque. Vestidos blancos, largos, de verano, arremolinándose en el polvo del sendero; las damas sentadas con sus sombreros de ala ancha en los bancos de metal pintados de verde, al borde de las extensiones de césped. Los generales retirados, con uniforme de militar, y los niños de ojos oscuros, hijos de los diplomáticos, jugando al aro bajo la mirada atenta de las institutrices. A través de los árboles entrevió las columnas de un capricho construido al estilo de un templo griego. Poco más adelante había una construcción piramidal, de piedra, vallada para que el público no accediera a ella, y unas estatuas de mármol que representaban a las Musas. En el otro extremo del parque, unos ponis castaños, sujetos unos a otros por una cuerda, en fila india, llevaban a los niños por los caminos de grava.

Meredith tomó abundantes fotografías. Exceptuando la ropa y los teléfonos móviles, el parque Monceau apenas parecía haber cambiado con respecto a las fotos que había visto, fotos de cien años atrás. Todo era sumamente vivido y claro.

Tras haber pasado media hora vagando, trazando círculos por el parque, finalmente halló la salida que deseaba y se dirigió al metro por el lado norte. El rótulo que indicaba Monceau LlGNE N.° 2 sobre la boca del metro, con su intrincado dibujo
art nouveau,
parecía que hubiera estado allí desde los tiempos de Debussy. Tomó un par de fotos más, cruzó una avenida con tráfico muy intenso y se internó ya por el decimoséptimo
arrondissement.
El barrio le pareció un tanto insípido después de la elegancia finisecular del parque. Las propias tiendas parecían chabacanas y los edificios no tenían el menor encanto.

Localizó con facilidad la calle Cardinet e identificó el edificio en el que más de cien años antes habían vivido Lilly y Debussy. Muy a su pesar, sintió una punzada de decepción. Desde el exterior era demasiado sencillo, demasiado anodino, sin gracia. No parecía tener ningún carácter. En sus cartas, Debussy hablaba del modesto apartamento con afecto, describía las acuarelas que decoraban sus paredes, los cuadros al óleo.

Por un momento pensó en la posibilidad de tocar un timbre y de sondear la posibilidad de convencer a alguien de que le dejara echar un vistazo. A fin de cuentas, era precisamente allí donde Debussy escribió la obra que cambió del todo su vida,
Pelléas et Mélisande.
Fue allí donde Lilly Debussy se pegó un tiro, cinco días antes de su quinto aniversario de boda, cuando se enteró de que Debussy pensaba abandonarla para irse a vivir con la madre de uno de sus alumnos de piano, Emma Bardac. Lilly sobrevivió al intento de suicidio, aunque los cirujanos nunca llegaron a extraerle la bala. Meredith pensó en el hecho terrible de que hubiera vivido el resto de su vida con un recordatorio físico de Debussy, y de su desencuentro, alojado en el interior de su cuerpo, lo cual en cierto modo era el elemento más punzante, y también el más espeluznante, de toda la historia.

Levantó la mano hacia el portero automático y estuvo a punto de llamar, pero se contuvo. Meredith tenía una profunda fe en eso que suele llamarse «el espíritu del lugar». Le convencía la idea de que, en determinadas circunstancias, tal vez persista una especie de eco del pasado, y de que es posible oírlo. Allí, en la ciudad, había pasado demasiado tiempo. Aun cuando los ladrillos y el cemento fueran los mismos, en cien años de trajín, de bulliciosa vida humana, serían demasiados los fantasmas. Serían demasiados los pasos, demasiadas las sombras.

Dio la espalda a la calle Cardinet y sacó el plano, doblándolo en un cuadrado, para emprender la búsqueda de la plaza Debussy.

Cuando la encontró, se llevó si acaso un chasco aún mayor que el anterior. Feos, brutales edificios de seis plantas, con un Todo a 100 en la esquina. Y además no había nadie. En toda la plaza reinaba un estado de abandono. Pensando en las elegantes estatuas del parque Monceau, con las que se celebraba la actividad de pintores, escritores, arquitectos y músicos, Meredith sintió una acometida de ira al pensar que París había honrado la memoria de uno de sus hijos más ilustres de una manera tan desatenta.

Lo cual es algo que diré en el libro, sin duda.

Se reconfortó con la idea y se echó a reír en el acto. ¡Qué miedo! Una biógrafa norteamericana la emprende contra los responsables de la planificación urbanística de París y además en un documento impreso. ¿A quién pretendía engañar?

Meredith se encaminó de vuelta hacia el transitado bulevar de Batignolles. En toda la literatura que había leído sobre el París de la década de 1890, el París de Debussy, siempre le había parecido que era un lugar peligroso, sobre todo al alejarse de los grandes bulevares y de las avenidas. Había barrios, los llamados
quartiers perdus,
que convenía a toda costa evitar.

Siguió camino por la calle Londres, en donde Gaby y Debussy alquilaron su primera vivienda en enero de 1892, y lo hizo con el deseo de sentir cierta nostalgia, de percibir con claridad el sentido del lugar, pero sin obtener nada de eso. Verificó los números e hizo un alto allí donde tendría que haber estado la casa de Debussy. Meredith volvió sobre sus pasos, confirmó en su cuaderno que el número era el correcto y al final suspiró.

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