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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (20 page)

BOOK: Sepulcro
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Anatole sacudió la servilleta y se la puso sobre las rodillas.

Llegó enseguida el camarero con una bandeja llena de bebidas: una jarra de agua, un vaso grande de cerveza para Anatole y un
pichet
del vino de la casa. Poco después trajeron la comida, un almuerzo consistente en huevos duros, una galantina de embutidos, jamón, un poco de queso local y un pedazo de pastel de pollo en gelatina, muy sencillo, pero satisfactorio.

—No ha estado nada mal —dijo Anatole—. A decir verdad, sorprendentemente bueno.

Léonie se disculpó entre plato y plato. Cuando regresó diez minutos después, se encontró con que Anatole había trabado conversación con los comensales de la mesa contigua, un caballero de cierta edad, vestido con el atuendo formal propio de un banquero o un abogado, con sombrero de copa, traje oscuro, cuello almidonado y corbata a pesar del calor; frente a él, un joven con el cabello del color de la paja, un bigote poblado y los ojos castaños y brillantes.

—Doctor Gabignaud,
maître
Fromilhague —dijo él—, permítanme presentarles a mi hermana, Léonie.

Los dos hombres se pusieron en pie, aunque no del todo, y se quitaron los sombreros.

—Gabignaud me estaba hablando del trabajo que desarrolla en Rennes-les-Bains —explicó Anatole cuando Léonie tomó asiento a la mesa—. Me estaba comentando que ha sido usted ayudante a las órdenes del doctor Courrent por espacio de tres años, ¿no es cierto?

Gabignaud asintió.

—En efecto. Tres años. Nuestros baños, en Rennes-les-Bains, no sólo son los más antiguos de toda la región, sino que también tenemos la fortuna de contar con distintas clases de aguas, y por eso podemos dar un tratamiento adecuado a una gama mucho más amplia de síntomas y patologías, mucho más que lo que se ofrece en otros establecimientos termales de características semejantes. Entre las aguas termales de que disponemos se hallan el manantial de Bain Fort, que sale a 52 grados, el…

—No es preciso que conozcan todos los detalles —gruñó Fromilhague.

El médico se puso colorado.

—Sí, claro, es cierto. Bueno. He tenido la fortuna de ser invitado a visitar establecimientos similares en otros sitios —siguió diciendo—. He tenido el honor de pasar algunas semanas estudiando con el doctor Privat en Lamalou-les-Bains.

—No tengo el placer de conocer Lamalou.

—Me asombra usted, mademoiselle Vernier. Es una localidad balneario con verdadero encanto. También es de origen romano. Se encuentra al norte de Béziers. —Bajó el tono de voz—. Aunque bien es verdad que se trata de un lugar un tanto lúgubre. En los círculos médicos es conocido más que nada por el tratamiento que se da a la ataxia.

Maître
Fromilhague descargó un puñetazo sobre la mesa, con lo que las tazas de café dieron un brinco a la vez que Léonie pegó un respingo.

—Gabignaud, ¡compórtese como es debido!

El joven médico se puso rojo como la grana.

—Discúlpeme, mademoiselle Vernier. No era mi intención ofenderla.

Perpleja, Léonie traspasó a
maître
Fromilhague con una mirada fría.

—Quédese tranquilo, doctor Gabignaud, que no me he ofendido en modo alguno.

Miró de reojo a Anatole, que en esos momentos procuraba contener la risa.

—No obstante, Gabignaud, tal vez no sea ésta una conversación del todo apropiada habiendo una señorita entre los presentes.

—Claro, claro —farfulló el médico—. Mi interés por la medicina a menudo me lleva a olvidar que estas cuestiones no suelen ser…

—¿Están ustedes de visita en Rennes-les-Bains debido al balneario? —preguntó Fromilhague con sopesada cortesía.

Anatole negó con un gesto.

—Hemos venido a pasar una temporada con nuestra tía, que tiene una finca en las afueras de la población. En el Domaine de la Cade.

Léonie vio la sorpresa encender los ojos del médico. ¿O fue quizá la preocupación?

—¿Su tía… de ustedes? —preguntó Gabignaud. Léonie lo miró con atención.

—Para ser más precisos, la viuda de nuestro difunto tío —replicó Anatole, que con toda claridad también había reparado en los titubeos repentinos de Gabignaud—. Jules Lascombe era medio hermano de nuestra madre. Todavía no hemos tenido el gusto de conocer a nuestra tía.

—¿Sucede acaso algo, doctor Gabignaud? —inquirió Léonie.

—No, no. No, ni muchísimo menos. Discúlpeme, es que… es… Bueno, es que no estaba al corriente de que Lascombe tuviera la fortuna de tener parientes tan cercanos como ustedes. Llevaba una vida muy recogida, y nunca dijo… Con toda franqueza, mademoiselle Vernier, a todos nos tomó completamente por sorpresa cuando anunció su decisión de contraer matrimonio, siendo además un momento ya avanzado de su vida. Lascombe parecía un soltero vocacional. Por otra parte, llevarse a su esposa a semejante residencia, teniendo además la casa tan dudosa reputación, en fin…

Léonie aguzó la atención.

—¿Dudosa reputación?

Pero Anatole prefirió cambiar de tema.

—¿Usted conoció a Lascombe, Gabignaud?

—No demasiado bien, aunque sí teníamos cierto trato. Veraneaban aquí, tengo entendido, durante los primeros años de casados. Madame Lascombe, que prefería la vida en la ciudad, a menudo se marchaba del Domaine y pasaba fuera varios meses seguidos.

—¿No era usted el médico personal de Lascombe?

Gabignaud negó con un gesto.

—No me cupo ese honor, no. Tenía un médico particular en Toulouse. Llevaba ya bastantes años algo achacoso, con mala salud, aunque su declive fue más repentino de lo que cabía esperar, propiciado por algún grave resfriado que se pescó a comienzos de año. Cuando ya estuvo claro que no iba a reponerse, su tía de ustedes regresó al Domaine de la Cade a comienzos del mes de enero. Lascombe falleció a los pocos días. Claro está que corrió el rumor de que había muerto a resultas de…

—¡Gabignaud! —le interrumpió Fromilhague—. ¡Cállese la boca!

El joven médico volvió a sonrojarse.

Fromilhague indicó que seguía molesto llamando al camarero e insistiendo en relatar con toda precisión lo que habían comido para confirmar la nota, con lo que toda conversación posterior entre las dos mesas resultó imposible.

Anatole dejó una propina generosa. Fromilhague dejó un billete sobre la mesa y se puso en pie.

—Señorita Vernier, señor Vernier —dijo bruscamente, y se quitó el sombrero—. Gabignaud, tenemos asuntos de los que ocuparnos.

Para asombro de Léonie, el médico lo siguió sin decir palabra.

—¿Por qué será que no se puede hablar de Lamalou? —quiso saber Léonie tan pronto estuvieron lejos para oírles—. ¿Y por qué permite el doctor Gabignaud que
maître
Fromilhague lo trate de una manera tan abusiva?

Anatole sonrió.

—Lamalou tiene fama por ser el lugar donde se llevan a cabo los avances más novedosos en el tratamiento de la sífilis o ataxia —respondió—. En cuanto a sus modales, yo diría que Gabignaud necesita que el
maître
lo patrocine. En una localidad tan pequeña, muchas veces está ahí la diferencia entre el éxito y el fracaso en el ejercicio de la medicina. —Rió un instante—. Pero mira que Lamalou-les-Bains… ¡Qué cosas!

Léonie se paró a pensar.

—Lo que no entiendo es por qué se mostró tan sorprendido el doctor Gabignaud cuando le dije que nos íbamos a alojar en el Domaine de la Cade. ¿Qué habrá querido decir al señalar que la casa tiene «tan dudosa reputación»?

—Gabignaud habla más de la cuenta y a Fromilhague no le gusta que se hable por hablar. Yo creo que eso ha sido todo.

Léonie negó con un gesto.

—No, tiene que haber algo más —objetó—.
Maître
Fromilhague parecía resuelto a impedir que dijera nada más.

Anatole se encogió de hombros.

—Fromilhague tiene el pronto colérico de un hombre que a menudo se siente agraviado. Le desagrada que Gabignaud se ponga a parlotear como una mujer.

Léonie le sacó la lengua ante el desaire.

—¡Eres un bestia!

Anatole se secó el bigote, dejó la servilleta en la mesa, retiró la silla y se puso en pie.

—Entonces, vámonos. Nos queda algo de tiempo libre. Conozcamos un poco los modestos placeres que pueda encerrar Couiza.

C
APÍTULO
21

París

C
ientos de kilómetros más al norte, en París, reinaba la calma. Tras el bullicio de una agitada mañana de intensa actividad comercial, en el aire de la tarde flotaba el polvo y los olores de las frutas y verduras podridas. Los mozos de cuadra y los comerciantes del octavo
arrondissement
habían desaparecido. Las carretas de la leche, las carretillas y los mendigos habían seguido cada cual su camino, dejando a su paso los desperdicios, los restos de otro día apurado al máximo.

La vivienda de la familia Vernier, en la calle Berlin, se encontraba en silencio, bajo la luz azulada de la tarde ya avanzada. El mobiliario estaba envuelto en los blancos sudarios de las fundas para protegerlo del polvo. Las altas ventanas del salón, con vistas a la calle, estaban ya cerradas. Las cortinas, de cretona color rosa, corridas. El papel pintado que decoraba las paredes con un estampado de flores, que en su día fue de buena calidad, parecía desvaído allí donde el paso diario del sol había ido desgastando los colores. Las partículas de polvo permanecían en suspensión sobre las pocas superficies de los muebles que estaban sin proteger.

Sobre la mesa, unas rosas olvidadas en un jarrón de cristal agachaban la cabeza, apenas ya sin aroma. Se percibía otro olor apenas discernible, un olor agrio que no correspondía a la estancia. Un deje que parecía proceder de un
souk,
un aroma a tabaco turco, y otro olor aún más infrecuente tierra adentro, el olor del mar, pues ambos impregnaban la vestimenta gris del hombre que se encontraba de pie, en silencio, entre los dos altos ventanales, frente a la chimenea, ocultando la esfera de porcelana de Sevres del reloj que descansaba en la repisa.

Era de complexión fuerte, poderosa incluso, de anchos hombros y una frente alta, con un cuerpo más de aventurero que de esteta. Las cejas, oscuras y bien recortadas, sobresalían sobre unos ojos azul intenso, con unas pupilas negras como el carbón.

Marguerite estaba sentada, muy erguida, en una de las múltiples sillas de caoba del comedor.

Su
negligé,
de color rosa y sujeto al cuello por una cinta de seda amarilla, le cubría del todo los hombros blancos, perfectos. La fina tela caía de una forma exquisita sobre el asiento mullido, tapizado de amarillo, y sobre los reposabrazos también entelados de la silla, como si posara para una naturaleza muerta. Sólo la alarma que se traslucía en sus ojos delataba una historia muy distinta.

Eso y el hecho de que tenía los brazos a la espalda, en tensión, atados con un hilo de bramante.

Otro hombre, con la cabeza rapada y cubierta de sarpullidos rojos y de pústulas, montaba guardia a espaldas de la silla, a la espera de las instrucciones que pudiera dar su señor.

—¿Y bien? ¿Dónde está? —dijo con una voz heladora.

Marguerite lo miró. Recordó el rubor de evidente atracción que se había adueñado de ella en presencia de aquel hombre, y sólo por eso lo aborreció. De todos los hombres a los que había conocido, sólo hubo otro, su marido, Leo Vernier, que poseyera el poder de suscitar en ella emociones tan agitadas de manera tan instantánea.

—Usted estaba en el restaurante —dijo ella—. Chez Voisin.

Él no hizo caso.

—¿Dónde está Vernier?

—No lo sé —volvió a decir Marguerite—. Le doy mi palabra. Sólo él sabe a qué hora viene y a qué hora se va, y por dónde anda. A veces desaparece durante varios días sin decir palabra.

—Su hijo sí, desde luego. Pero su hija no viene y va a su antojo, sin alguien que la acompañe. Y tiene horarios regulares. A pesar de lo cual está ausente.

—Está con unos amigos.

—¿Y Vernier se encuentra con ella?

—Yo…

El hombre paseó la fría mirada por los cobertores de los muebles y los armarios vacíos.

—¿Por cuánto tiempo estará desocupada la vivienda? —dijo.

—Unas cuatro semanas. Estoy esperando la llegada del general Du Pont —respondió ella, procurando que no se le quebrase la voz—. Llegará en cualquier momento a recogerme, y… —Sus palabras se perdieron en un alarido cuando el criado la agarró por el pelo y le dio un tirón—. ¡No!

La punta del cuchillo le oprimió, helada, la piel.

—Si se marchan ahora —dijo ella, procurando que no se le quebrase la voz—, no diré nada. Les doy mi palabra. Déjenme, váyanse.

El hombre le acarició la mejilla con el dorso de la mano enguantada.

—Marguerite, aquí no vendrá nadie. El piano del piso de abajo está en silencio. Los vecinos de arriba están en el campo hasta el fin de semana. En cuanto a su doncella y a su cocinera, las he visto marcharse. También ellas creen que se ha ido usted al campo con Du Pont.

En sus ojos destelló el miedo en cuanto ella cayó en la cuenta de lo bien informado que estaba.

Victor Constant arrimó una silla, tan cerca que Marguerite notó su aliento en el rostro. Bajo el bigote bien cuidado vio unos labios rojos, carnosos, en medio de un rostro muy blanco. Era el de un depredador, el de un lobo. Y tenía una imperfección. Detrás de la oreja izquierda, una pequeña hinchazón.

—Mi amigo…

—Nuestro estimado general ya se encuentra en posesión de una nota en la que se le comunica que pospone usted su encuentro hasta las ocho y media de esta noche. —Miró el reloj de la repisa—. Así pues, disponemos de más de cinco horas. Dése cuenta, no tenemos ninguna prisa. Y lo que deba descubrir su amigo cuando llegue es algo que depende por completo de usted. Puede encontrarla viva o muerta. A mí, la verdad, poco me importa.

—¡No!

La punta del cuchillo le presionaba ahora bajo el ojo.

—Mucho me temo, querida Marguerite, que en este mundo mal le irían las cosas sin su belleza.

Asomaron las lágrimas a sus generosas pestañas negras.

—¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Dinero? ¿Es que Anatole le debe algún dinero? Puedo zanjar sus deudas si es preciso…

El hombre rió.

—Si las cosas fueran así de simples… Por otra parte, yo diría que su situación financiera es… digamos que es un tanto peligrosa. Y por generoso que sea su amante, y no pongo en duda que lo sea, no creo que el general Du Pont estuviera dispuesto a pagar nada para impedir que su hijo de usted sea juzgado por hallarse en bancarrota.

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