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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (56 page)

BOOK: Sepulcro
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Regresó a los diez minutos con una bolsa de papel blanco en la que llevaba un excelente café de Arabia y un tarro alto de fruta glaseada.

Empezaba a aburrirle la mirada inexpresiva de Marieta, su presencia constante, como un perro.

¿Me atreveré?

Léonie tuvo una chispa de malicia, ante la traviesa idea que se le acababa de ocurrir de pronto y sin previo aviso. Anatole a buen seguro la iba a regañar duramente. Pero tampoco era indispensable que se enterase, al menos si se daba prisa, y con tal de que Marieta supiera guardarle el secreto. Léonie miró a uno y otro lado de la calle. Vio algunas mujeres de su misma clase social que caminaban sin compañía, seguramente para tomar el fresco. Tuvo que reconocer que no era lo normal, pero había unas cuantas, sin duda. Y ninguna parecía prestar la menor atención. Anatole era demasiado fastidioso en algunas cosas.

En un ambiente como éste, no necesito un perro guardián.

—No tengo ganas de cargar con estos paquetes —le dijo a Marieta, y le encasquetó ambos bultos a la vez mientras hacía como que miraba el cielo—. Temo que se ponga a llover otra vez —añadió—. Lo mejor sería que tú te llevases los paquetes al hotel y que volvieras con un paraguas. Te esperaré aquí mismo.

La preocupación fue patente en los ojos de Marieta.

—Pero si el
sénher
Vernier insistió en que no me separase de usted…

—Es un recado que no te llevará más de diez minutos —dijo Léonie con firmeza—. Estarás de vuelta sin que él se entere nunca de que te has ido. —Dio una palmada en el paquete blanco—. El café es un regalo para mi tía, y no me gustaría que se estropease. Cuando vuelvas, no olvides traer un paraguas. Así estaremos más tranquilas y protegidas de la lluvia en caso de necesitarlo. —E hizo hincapié en el punto fundamental de su argumento—. A mi hermano no le agradaría que pillara un resfriado.

Marieta titubeó, mirando ambos paquetes.

—Vamos, date prisa —dijo Léonie con impaciencia—. Te esperaré aquí mismo.

Dubitativa, y mirando atrás a la vez que echaba a caminar, la criada apretó el paso para subir por la Carriére Mage, mirando repetidas veces por encima del hombro para asegurarse de que su joven señora no se había volatilizado.

Léonie sonrió, encantada con lo inofensivo del subterfugio al que había recurrido. No tenía la intención de olvidar las instrucciones de Anatole y salir del barrio de la Bastide. Por el contrario, tenía la sensación de que, con la conciencia bien limpia, podría acercarse hasta el río y echar al menos un vistazo a la ciudadela medieval desde la margen derecha del Aude.

Tenía verdadero interés por ver la Cité de la que le había hablado Isolde, y por la que monsieur Baillard sentía tan gran afecto. Sacó el plano del bolsillo y lo estudió.

No puede quedar tan lejos.

Si Marieta, por pura cuestión de mala suerte, estuviera de vuelta antes que ella, Léonie siempre podría explicarle con toda tranquilidad que había resuelto buscar por su cuenta el despacho de abogados con el fin de poder regresar con Isolde y Anatole, y que por esa razón se había separado de la criada.

Satisfecha con su plan, cruzó la calle Pelisserie con la cabeza bien alta. Se sentía independiente, aventurera, moderna, y le agradó esa sensación. Pasó por los soportales con columnas de mármol del ayuntamiento, en cuyo mástil ondeaba una impecable tricolor, y avanzó en dirección a lo que, por el plano, había creído que eran las ruinas del antiguo
monastére des Clarisses.
En lo alto de la única torre que quedaba en pie, una cúpula decorativa cubría una campana solitaria.

Léonie salió de la trama reticular de calles bulliciosas y se internó en la tranquilidad de la plaza Gambetta, con sus árboles ordenados. Vio una placa conmemorativa de un arquitecto de Carcasona, Léopold Petit, que había diseñado y supervisado la construcción de los jardines. Había un estanque en el centro de la plaza, con un solo surtidor que, desde debajo de la superficie, expelía el agua, que alcanzaba una altura considerable, con lo que se creaba una curiosa neblina en derredor. Un quiosco de música de estilo japonés se hallaba rodeado de sillas de tijera pintadas de blanco. El desorden de las sillas, los restos de los envoltorios de helado, de papeles encerados, de colillas de puros, le hicieron pensar que el concierto al aire libre había terminado bastante antes. El suelo estaba cubierto de panfletos en los que se anunciaba un concierto, con huellas de barro en los blancos papeles. Léonie se agachó y cogió uno.

Dejando atrás el espacioso verdor de la plaza Gambetta, dobló a la derecha por una sombría calle adoquinada que recorría uno de los laterales del hospital y prometía alcanzar un punto desde el cual se debía de gozar de una vista panorámica al pie del Pont Vieux.

En lo alto de la fuente, en un cruce de tres calles, vio una figura de bronce. Léonie frotó la placa para leer la inscripción. Se trataba, indistintamente, de La Samaritaine, o Flora, e incluso Pomona. Por encima de la heroína clásica, como si la escoltase, aparecía un santo cristiano, san Vicente de Paúl, que contemplaba todo el paisaje desde el Hópital des Malades, ya a la entrada del puente. Su benigna y pétrea mirada, sus brazos abiertos, parecían concentrarse en la capilla, en su arco de piedra a la entrada, en el rosetón que tenía encima.

Todo delataba beneficencia, dinero, riqueza.

Léonie desembocó en el cruce y desde allí tuvo su primera visión de la Cité, la ciudadela medieval encaramada en un cerro, en la margen opuesta del río. Contuvo la respiración. Le pareció un conjunto magnífico, pero también de escala humana, incluso más de lo que se había imaginado. Había visto las postales de la Cité, con las famosas palabras de Gustave Nadaud a modo de emblema: «Il ne faut pas mourir sans avoir vu Carcassonne». No hay que morirse sin haber visto Carcasona. Pero siempre había pensado que era poco más que un lema publicitario. Ahora que estaba allí, se dio cuenta de que estaba en lo cierto.

Léonie vio que el río bajaba muy alto. De hecho, en algunos tramos rebosaba la orilla y encharcaba los prados, además de lamer los cimientos de la capilla de San Vicente de Paúl y los edificios del hospital.

No tenía ninguna intención de seguir desobedeciendo a Anatole, a pesar de lo cual comenzó a ascender por la pendiente suave del puente de piedra, que salvaba el río con una serie de arcos.

Unos cuantos pasos más y me doy la vuelta para regresar.

La otra orilla era muy arbolada. Entre las copas de los árboles, entre las ramas, Léonie vio los molinos de agua, los tejados planos de las destilerías y de las fábricas de productos textiles, con sus
filatures mécaniques.
Era sorprendentemente rural, pensó; era como un residuo de un mundo más antiguo que el suyo.

Alzó los ojos para ver a un torturado Jesucristo de piedra, clavado en la cruz en el
bec
central del puente, un nicho abierto en el múrete, en el que los viajeros podían sentarse un rato a descansar o a guarecerse del paso de los carruajes o las carretas.

Dio un paso más, y sin siquiera haber tomado la decisión conscientemente, pasó de la seguridad que tenía garantizada en la Bastide al romántico ambiente de la Cité.

C
APÍTULO
57

A
natole e Isolde se encontraban ante el altar. Una hora antes quedaron debidamente firmados todos los papeles. Las condiciones impuestas por el testamento de Jules Lascombe, después de todos los retrasos del verano, finalmente se cumplían a plena satisfacción.

Lascombe había dejado la finca en herencia a su viuda, y se la había dejado de por vida. En un inesperadísimo golpe de fortuna, dejó escrita su voluntad de que, en el supuesto de que volviera a casarse, la finca y todas sus propiedades pasaran a manos de su hermanastra, Marguerite Vernier, de soltera, Lascombe.

Cuando el abogado leyó los términos del codicilo con voz seca y rasposa, Anatole tardó unos momentos en darse cuenta de que era él a quien hacía referencia el documento. Tuvo que realizar un verdadero esfuerzo para no echarse a reír a carcajadas. El Domaine de la Cade, de una forma o de otra, les pertenecía a ellos dos.

Pasada media hora se encontraban en la pequeña capilla de los jesuitas, y el sacerdote ya pronunciaba las palabras finales de la breve ceremonia por la cual se habían unido en calidad de marido y mujer. Anatole extendió la mano y tomó las de Isolde entre las suyas.

—Madame Vernier, por fin —susurró—. Corazón mío.

Los testigos, elegidos en la calle, al azar, sonrieron al presenciar tan abiertas señales de afecto, aunque les pareciera una pena que la boda hubiera sido tan modesta.

Anatole e Isolde salieron a la calle con el repicar de las campanas. Oyeron también los truenos. Deseosos de pasar la primera hora de su vida conyugal a solas, y tranquilos de que Léonie y Marieta estuvieran cómodamente instaladas en el hotel, esperando su regreso, recorrieron casi a la carrera la calle encharcada hasta hallar el primer establecimiento apropiado.

Anatole encargó una botella de Cristal, el champán más caro de la carta. Se intercambiaron regalos. Anatole le dio a Isolde un camafeo de plata con un retrato en miniatura de ella por un lado y de él por el otro. Ella le obsequió un espléndido reloj de oro con sus iniciales grabadas en la funda, para compensar la pérdida del que le fue robado durante la agresión sufrida en el callejón Panoramas.

Durante una hora bebieron y charlaron, felices los dos de estar en compañía y gozar del afecto del otro, a la vez que los primeros goterones de lluvia iban golpeando con fuerza los ventanales del café.

C
APÍTULO
58

L
éonie tuvo una punzada de inquietud al descender por el lado opuesto del puente. Ya no podía en esas circunstancias fingir que no estaba desobedeciendo las instrucciones que expresamente le había dado Anatole. Apartó la idea de sus pensamientos y se volvió a mirar por encima del hombro, y observó que las negras nubes de tormenta se concentraban sobre la Bastide.

En ese instante se dijo que sería sin duda más sensato permanecer en la otra margen del río, lejos de lo más adverso de la climatología. En efecto, no era aconsejable regresar, al menos por el momento, a la Basse Ville. Además, una aventurera, una exploradora, nunca renunciaría a su empeño solamente porque su hermano le hubiera dicho que no debía acometerlo.

El barrio de Trivalle era más inquietante, más pobre de lo que había imaginado. Vio a algunos chiquillos sucios y descalzos. A un lado del camino, un mendigo ciego, con los ojos vidriosos, yertos, envuelto en una tela que no se distinguía del color de las aceras húmedas. Con las manos renegridas por la suciedad y la miseria, tendió una taza de peltre en el momento en que ella pasó por delante. Dejó caer una moneda en el recipiente y siguió su camino con cautela por un trecho adoquinado, flanqueado por edificios de tres plantas, construcciones muy simples. Las persianas estaban despintadas, en un estado de visible abandono.

Léonie arrugó la nariz. La calle hedía a hacinamiento, a dejadez.

La cosa mejorará cuando llegue a la Cité.

El camino ascendía en una suave pendiente. Se encontró pronto lejos de los edificios y al aire libre, al comienzo de un trecho de vegetación que ascendía hasta los baluartes de la Cité. A su izquierda, en lo alto de una escalinata medio desmoronada, de peldaños de piedra, vio un recio portón de madera encastrado en una muralla centenaria, gris. Un cartel destartalado, desgastado por el tiempo, le anunció que era el convento de los Capuchinos.

O lo había sido en su día.

Ni Léonie ni Anatole se habían educado a la sombra represora de la Iglesia. Su madre era un espíritu libre ante todo, y las inclinaciones republicanas de su padre llevaron a Leo Vernier, tal como le explicó Anatole una vez, a considerar a los clérigos como verdaderos enemigos del establecimiento de una auténtica república, tanto o más que los residuos enquistados de la aristocracia. No obstante, la imaginación y el romanticismo de Léonie la llevaban a lamentar la intransigencia de la política y del progreso, que exigía que toda la belleza fuera sacrificada por una cuestión de principios. La arquitectura la conmovía aun cuando las palabras cuyos ecos se pudieran percibir en el interior del convento en el fondo le desagradasen.

Con ese ánimo reflexivo, Léonie siguió avanzando ante una espléndida muestra arquitectónica, la Maison de Montmorency, un edificio del siglo XVI con vigas de madera vistas desde el exterior y ventanas geminadas, cuyas vidrieras acristaladas en forma de rombos despedían destellos de luz en prismas azules, rosas y amarillos, a pesar de lo sombrío que se estaba poniendo el cielo.

Al llegar a lo alto de la calle Trivalle, dobló a la derecha. Al frente vio las torres altas y finas, de color arena, de la Porte Narbonnaise, la entrada principal de acceso a la Cité. El corazón le dio un vuelco ante la emoción que le produjeron las murallas en forma de doble anillo, jalonadas por las torretas, algunas de techo rojo, otras de pizarra gris, silueteadas todas ellas en el cielo plomizo.

Sujetándose las faldas con una mano, para que el ascenso le resultara más fácil, avanzó con energía redoblada. Al acercarse, vio los remates de las lápidas grises, con ángeles y cruces monumentales, por encima de las altas tapias de un cementerio.

Más allá se extendían los prados y los paseos.

Léonie se detuvo un momento a recuperar el aliento. La entrada a la ciudadela consistía en un puente adoquinado que salvaba un foso, ancho y plano, en el fondo del cual crecía la hierba. En la enfiladura del puente había una pequeña aduana o un puesto de vigía. Un hombre con un baqueteado sombrero de copa y bigote a la antigua usanza se encontraba con las manos en los bolsillos, alerta, pendiente de reclamar el pago correspondiente a los cocheros que introdujeran mercancías o a los comerciantes que transportaran barriles de cerveza con destino a la Cité y a muchos otros tratantes.

Encaramado en el ancho y no muy alto pretil de piedra se encontraba un hombre en compañía de dos soldados. Vestía un viejo capote de estilo napoleónico y fumaba una pipa de tallo largo, tan negra como sus propios dientes. Los tres hombres reían. Por un instante, Léonie se imaginó que abría los ojos más de la cuenta en el momento en que reparó en ella. La miró a los ojos un momento, una mirada cuando menos impertinente, antes de apartar los ojos y mirar a otra parte. Intranquila por esa atención, pasó de largo a toda prisa.

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