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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (77 page)

BOOK: Sepulcro
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Madomaiséla
Léonie —dijo en voz baja—. Hay ahí… unos hombres que vienen a verla.

—¿El sacerdote? ¿Ha llegado el abad Sauniére? —preguntó.

—Monsieur Baillard —respondió—. Y también la policía.

Despidiéndose del médico no sin antes prometer a Marieta que regresaría en cuanto pudiera, Léonie salió de la habitación y siguió velozmente a Pascal por el pasillo.

En lo alto de la escalera se detuvo y miró la colección de sombreros de copa y de gabanes reunidos en el vestíbulo. Dos de ellos llevaban el uniforme de un gendarme parisino y un tercero vestía un deslustrado modelo provinciano del mismo. En aquel bosque de vestimentas negras, sombrías, vio un traje blanco que llevaba una figura delgada.

—Monsieur Baillard —exclamó, y bajó las escaleras hasta cogerle las manos entre las suyas—. Cuánto me alegro de que haya venido —Lo miró—. Anatole…

Se le quebró la voz. Fue incapaz de pronunciar las palabras.

Baillard asintió.

—He venido a rendir mis respetos —dijo él con gran formalidad, y bajó la voz para que el resto de los presentes no le oyeran—. ¿Y madame Vernier? ¿Cómo se encuentra?

—Bastante mal. Si acaso, en estos momentos su estado de ánimo es motivo de mayor preocupación para el médico que las consecuencias mismas de su herida. Aunque es importante asegurarse de que no se le produzca ninguna infección, la bala tan sólo le rozó la cara interna del brazo. —Léonie calló bruscamente, dándose cuenta sólo en ese instante de lo que había dicho monsieur Baillard—. ¿Sabía usted que estaban casados? —le preguntó en un susurro—. Pero si yo no… ¿Cómo es que…?

Baillard se llevó el dedo índice a los labios.

—Ésta no es una conversación adecuada con esta compañía. —Sonrió y elevó la voz—. Por pura casualidad,
madomaisela
Léonie, estos caballeros y yo nos hemos encontrado por el camino del Domaine de la Cade. Mera coincidencia.

El más joven de los dos oficiales se quitó el sombrero y dio un paso al frente. Tenía unas pronunciadas ojeras, como si llevara días sin dormir.

—Inspector Thouron —se presentó, y le tendió la mano—. De París, de la comisaría del octavo
arrondissement.
Mis condolencias, mademoiselle Vernier. Además, lamento mucho ser el portador de malas noticias. Peor aún, noticias ya viejas. Desde hace algunas semanas ando en busca de su hermano para informarle, y a usted también, como es natural, de…

Léonie extrajo la carta del bolsillo.

—No se moleste, señor inspector —dijo ella en tono apagado—. Estoy al corriente de la muerte de mi madre. Esta carta llegó ayer mismo, bien es verdad que tras dar muchos rodeos. Además, esta misma noche, Vic…

Calló, pues no deseaba nombrarlo.

Thouron entornó los ojos.

—Ha sido sumamente difícil dar con el paradero de su difunto hermano y de usted —dijo él.

Léonie fue consciente de la agilidad mental, de la inteligencia que se percibían tras su apariencia desarreglada y su rostro de cansancio.

—Y a la luz de… de la tragedia acaecida esta noche, no puedo por menos que preguntarme si tal vez lo ocurrido en París hace un mes y lo sucedido aquí esta noche no tendrán en cierto modo alguna relación.

Léonie lanzó una mirada a monsieur Baillard, y luego al hombre de mayor edad que se encontraba junto al inspector Thouron. Tenía el cabello con bastantes canas, los rasgos marcados y la tez morena característicos de los nativos del Midi.

—Todavía no me ha presentado usted, inspector Thouron, a su colega —interrumpió ella con la esperanza de aplazar todavía un poco la conversación formal que debían entablar.

—Perdóneme. Le presento al inspector Bouchou, de la
gendarmerie
de Carcasona. Bouchou me ha sido de gran ayuda para localizarles a ustedes.

Léonie miró alternativamente al uno y al otro.

—Disculpe, inspector Thouron, pero no lo entiendo. ¿Usted envió una carta desde París, a pesar de lo cual ha venido en persona? Y ha llegado esta noche. ¿Cómo es eso?

Los dos hombres cruzaron una mirada.

—Caballeros, ¿me permiten sugerir —dijo Audric Baillard en voz baja, aunque con un tono de autoridad que no dejó el menor margen al desacuerdo— que continuemos esta conversación en donde podamos gozar de mayor privacidad?

Léonie notó el tacto de Baillard, sus dedos en el brazo, y comprendió que era ella quien debía tomar una decisión.

—Hay un fuego encendido en el salón —dijo.

El reducido grupo atravesó el suelo ajedrezado del vestíbulo y Léonie abrió la puerta.

El recuerdo de Anatole que le dio de lleno nada más entrar tuvo tanta fuerza que poco faltó para que perdiera el conocimiento. Mentalmente lo vio de pie ante el fuego de la chimenea, con los faldones de la chaqueta levantados, para que el calor de las llamas le llegara bien a la espalda, y el cabello reluciente. O bien junto al ventanal, con un cigarrillo entre los dedos, charlando con el doctor Gabignaud durante la noche de la cena de gala. O inclinado sobre el tapete verde de la mesa de cartas, bromeando mientras Isolde y ella jugaban una partida al veintiuno. Parecía de algún modo estar presente en cada rincón de la estancia, aunque Léonie no lo hubiera sabido hasta ese instante.

Fue monsieur Baillard quien invitó a los policías a tomar asiento y la condujo a ella a la esquina de la
chaise longue,
donde se sentó como si estuviera medio dormida. Él se quedó de pie tras ella.

Thouron explicó la secuencia de los acontecimientos, tal como los habían reconstruido, de la noche en que su madre fue asesinada, el 20 de septiembre. Refirió el hallazgo del cadáver, los pasos dados por la investigación hasta llevarles a la pista de Carcasona, y de ahí a Rennes-les-Bains.

Léonie escuchó sus palabras como si le llegasen desde muy lejos. No era capaz de entenderlas. Aun cuando fuera su madre a quien se refería Thouron —y aunque había querido a su madre—, la pérdida de Anatole había levantado un muro de piedra en torno a su corazón, un muro que impedía que le llegase ninguna otra emoción. Tiempo tendría para llorar la muerte de Marguerite. Y también para lamentar de corazón el fallecimiento del bondadoso y honorable doctor. Pero por el momento no había nada, nada, salvo Anatole, y la promesa que había hecho a su hermano, la promesa de proteger a su esposa e hijo, lo que encontraba lugar en su ánimo.

—Así las cosas —Thouron estaba próximo a concluir—, el conserje reconoció que se le había pagado para interceptar toda la correspondencia que llegase. La criada de los Debussy confirmó que también ella había visto al hombre que rondaba por la calle Berlín los días previos y los días posteriores… al suceso. —Thouron hizo una pausa—. Efectivamente, de no ser por la carta que su difunto hermano escribió a su señora madre, dudo mucho que la hubiésemos localizado a usted.

—¿Se ha identificado al individuo, Thouron? —inquirió Baillard.

—No sabemos su nombre, pero sí qué aspecto físico tiene. Un individuo de aspecto malcarado. Una tez que parece que la tenga en carne viva, sin cabello apenas. El cuero cabelludo marcado por unos eccemas enrojecidos, irritados.

Léonie dio un respingo. Los tres pares de ojos la miraron a la vez.

—¿Usted lo conoce, mademoiselle Vernier? —inquirió Thouron.

Resurgió la imagen en la que él ponía el cañón de su arma en la sien del doctor Gabignaud y apretaba el gatillo. La explosión de los huesos, la sangre que manchó la tierra en el bosque.

Respiró hondo.

—Es el criado de Victor Constant —afirmó ella.

Thouron cruzó otra mirada con Bouchou.

—¿Se refiere al conde de Tourmahne?

—Disculpe, ¿cómo dice?

—Es el mismo hombre: Constant, Tourmaline… Cambia de nombre en función de las circunstancias, o según con quién se encuentre.

—Él me dió su tarjeta de visita —dijo ella con un hilillo de voz—. Victor Constant. —Notó y agradeció la presión de la mano de Audric Baillard en el hombro, y se sintió más reconfortada—. ¿Es el conde de Tourmaline sospechoso en todo este asunto, inspector Thouron? —inquirió.

El policía tuvo un momento de vacilación, pero al estar convencido de que no iba a beneficiarse en nada con la ocultación, terminó por asentir.

—También él, según descubrimos, viajó de París al Midi unos días después de que lo hiciera el difunto monsieur Vernier.

Léonie no le escuchó. Tan sólo atinó a pensar en el modo en que le dio un vuelco el corazón cuando Victor Constant la tomó de la mano. El modo en que tuvo bien guardada su tarjeta de visita, engañando a Anatole. El modo en que, en su imaginación, le había permitido a él gozar de su compañía durante el día entero, y durante la noche en su cama.

Era ella quien le había guiado hasta donde estaban. Por su culpa había muerto Anatole.

—Léonie —le preguntó Baillard con toda amabilidad—. ¿Era Constant el hombre del cual huía madame Vernier? ¿El mismo con quien el
sénher
Anatole se batió en duelo esta noche?

Léonie contestó a duras penas.

—Era él —asintió con una voz apagada.

Baillard atravesó la sala para llegar a una mesa redonda en donde estaban los licores, y sirvió a Léonie una copa de coñac. Volvió.

—A juzgar por sus expresiones, caballeros —dijo, y obligó a Léonie a tomar la copa entre sus dedos helados—, ese individuo les resulta conocido.

—En efecto —confirmó Thouron—. En varias ocasiones salió a relucir su nombre a lo largo de las pesquisas, pero nunca tuvimos pruebas suficientes para relacionarlo con el crimen. A lo que se ve, parece haber orquestado una venganza contra monsieur Vernier, una campaña inteligente y artera, hasta que estas últimas semanas empezó a ser más descuidado.

—O más arrogante —precisó Bouchou—. Hubo un incidente en una… casa de lenocinio, en el
quartier
Barbes, en Carcasona, a resultas del cual quedó una muchacha desfigurada.

—Creemos que su conducta, cada vez más imprevisible, se debe en parte incontenible progreso de su… de su enfermedad. Sin duda ha comenzado a afectarle el cerebro.

Thouron se interrumpió y pronunció la palabra de manera que Léonie no la oyera.

—Sífilis.

Baillard salió de detrás del diván y tomó asiento junto a Léonie.

—Dígale al inspector Thouron todo cuanto sabe —le pidió, y la tomó de la mano.

Léonie se llevó la copa a los labios y dio otro sorbo. El alcohol la quemó en la garganta, pero acabó con el sabor agrio que tenía en la boca y prendió un fuego en su interior.

¿Qué necesidad había ya de ocultar nada?

Comenzó a hablar y no se calló nada; refirió el entierro en Montmartre y la agresión del callejón Panoramas, y llegó hasta el instante en que junto con su amado Anatole desembarcó del
courrier publique
en la plaza Pérou, pasando por otros sucesos hasta llegar a ese sangriento atardecer en los bosques del Domaine de la Cade.

Marzo, septiembre, octubre.

En el piso de arriba, Isolde seguía cautiva de la fiebre que se había apoderado de ella en el momento en que vio caer a Anatole.

Imágenes y pensamientos se deslizaban en su duermevela, entraban y salían sin orden. Entreabrió los ojos. Durante un momento fugaz y gozoso se vio en brazos de Anatole a la luz de una vela que se reflejaba en sus ojos castaños, pero esa visión se le hizo borrosa. La piel se le desprendía de la cara, dejando a la vista el cráneo y mostrando sólo una cabeza sin vida, de huesos, dientes y negros agujeros donde antes estuvieron sus ojos.

Y en todo momento los susurros, las voces, el tono malicioso y metálico de Constant insinuándose en su cerebro ardiente. Se sintió dar vueltas y pelear con la almohada tratando de librarse del eco que le invadía la cabeza, si bien logró tan sólo que la cacofonía fuera más audible. ¿Cuál era la voz, cuál era el eco?

Soñó que veía a su hijo, que lloraba por el padre al que nunca llegaría a conocer, separado de Anatole como si fuera por una lámina de cristal. Los llamó a gritos a los dos, aunque de sus labios no salió una sola sílaba y ellos no la oyeron.

Cuando extendió las manos hacia ellos, el cristal se astilló en un millar de pedazos y se encontró tocando una piel tan fría, tan sólida como el mármol. Sólo eran estatuas.

Recuerdos, sueños, premoniciones. Un intelecto que no tenía anclaje.

Según avanzaba el reloj minuto a minuto hacia la medianoche, la hora embrujada, comenzó a ulular el viento y a batir los marcos de las ventanas de la mansión.

Una noche agitada. Desde luego, no era la más indicada para salir.

PARTE X

El lago

Octubre de 2007

C
APÍTULO
84

Miércoles, 31 de octubre de 2007

C
uando Meredith despertó de nuevo, Hal ya se había marchado.

Extendió la mano para ocupar el espacio que él había dejado vacío en la cama, a su lado, donde había dormido. La sábana estaba fría, pero un recuerdo de su olor suave persistía en la almohada, al igual que la huella de su sueño, la impresión que había dejado su cabeza en la almohada.

Las persianas estaban cerradas y la habitación se hallaba a oscuras. Meredith miró la hora. Las ocho en punto. Supuso que no había querido que las empleadas lo viesen allí, y que había vuelto a su habitación. Se llevó la mano a la mejilla, como si su piel aún guardase el recuerdo del lugar en el que sus labios le habían dicho adiós, por más que ella no llegase a recordarlo.

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