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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (8 page)

BOOK: Sueños del desierto
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Bahrein, un nombre que a Zenia no le decía nada. Le parecía recordar que estaba muy lejos, más allá del desierto, en el mar oriental.

—Entonces, ¿vamos a Bahrein? —preguntó vacilante.

—No. Cuando la yegua
jelibiyat
se separó de los muteir estaba preñada de uno de los mejores sementales
keheilan
. Cuando llegó, no llevaba ningún potrillo a su lado, ni estaba preñada, y se le había secado la leche. Los hombres del jeque dijeron que había perdido el potro durante el viaje. —Miró a Zenia. La kefia le ocultaba el rostro y hacía que sus ojos brillaran como un cielo azul en sombras—. Pero hay quien dice que no fue así. Que la yegua parió una potra que vivió, una
khadra barda
, blanca como la nieve, con un moteado que le rodeaba la garganta como un collar de perlas.

—Hay quien diría cualquier cosa.

—Cierto, por Alá —concedió él.

—¡Y quien iría en pos de cualquier espejismo!

Él sonrió levemente.

—Esa yegua no es un espejismo, pequeño lobo. Abdullah ibn Rashid la tiene escondida en las montañas del
jabal
Shammar.

—¡Rashid! ¿El emir de Hajil y el Shammar? —Zenia gimió con desaliento—. Milord, no pensará que puede comprarla, ¿no?

—No, no lo pienso.

—¿Y qué piensa hacer?

Él no dijo nada. Zenia sintió que el aire caliente se espesaba y se volvía irrespirable en sus pulmones.

—Milord, por favor. —Apenas si podía susurrar—. No se arriesgue de este modo solo por verla.

—Oh, no, cachorro de lobo —dijo él en tono de disculpa—. Me temo que mi intención es robarla.

—¡Que Alá tenga piedad de usted! —dijo ella con un jadeo.

Como si fuese un eco de sus palabras, un grito se elevó de la colina lejana, desde donde vieron que el rowalla venía a la carga sobre su camello, gritando:


Ghrazzu! Ghrazzu
! Nos atacan,
yallah
. Huid.

Pisándole los talones, la banda de saqueadores apareció en lo alto de la colina, lanzando el agudo grito de guerra de su tribu. Antes de que Zenia pudiera hacer girar a su montura, lord Winter golpeó con fuerza a su camello y corrió directo al
ghrazzu
. Zenia gritó horrorizada y por un instante hasta estiró el brazo tratando de detener a la bestia desbocada, pero entonces se dio cuenta de que el vizconde llevaba el rifle horizontal, que iba hacia ellos a propósito, galopando sobre el camello a gran velocidad.

Su primer disparo hizo saltar la lanza de manos de uno de los asaltantes, que seguían acercándose. Zenia se había quedado mirando boquiabierta, y entonces fue tras él, gritándole al rowalla que detuviera a Hayi Hasan mientras ella trataba de aclararse con el cuerno de pólvora que él le había dado. No conocía aquella arma, y no atinaba a abrir el botecito mientras el camello corría. Justo cuando Zenia consiguió tirar del tapón sonó otro disparo.

Levantó la vista asustada. Lord Winter no había tenido tiempo de volver a cargar su arma. Pero los bandidos se habían dividido, uno había caído, y sin embargo lord Winter siguió avanzando hacia ellos con el rifle en alto. Otro disparo. El rowalla pasó de largo junto a lord Winter, berreando con un gemido agudo. Un cuarto disparo, y el jinete más cercano se puso a debatirse con su montura tratando de huir del inminente ataque.

Con gran sorpresa, Zenia se dio cuenta de que todos los disparos procedían del rifle de lord Winter. El enemigo intentaba hacer girar a sus camellos, y hubo un momento de confusión por el caído, pero lord Winter volvió a disparar, dos, tres veces, y los incursores abandonaron toda idea de rescate. Cuando llegó a lo alto de la colina, los atacantes ya iban a todo galope en dirección contraria.

Zenia pasó ante el camello suelto y el beduino caído, apuntándole con su arma, aunque no estaba cebada. El hombre había perdido su lanza y no parecía llevar ningún arma de fuego. La miró con los ojos muy abiertos.

—¡Estoy bajo tu protección! —chilló.

Ella levantó el rifle, en un gesto de asentimiento, y siguió hasta lo alto de la colina, donde lord Winter había detenido el camello. Zenia jadeaba a través de la tela de su kefia, no por el esfuerzo, sino del entusiasmo. Cuando su montura llegó a su lado, miró el rifle extranjero con admiración.

Aquel hombre estaba loco, completamente loco. Sus ojos se encontraron. Ella lo miraba, miraba aquel rifle increíble con el que había disparado diez veces seguidas antes de que ella tuviera ni tiempo de cebar su arma. Lord Winter la descolgó y soltó el percutor.

Le sonrió. Zenia sabía que lo haría, el muy loco.

—Cachorro de lobo, te presento a mi demonio perverso —dijo sonriéndole con afecto a su arma—. El señor Samuel Colt, de Connecticut.

5

El pellejo de agua que Selim llevaba sujeto al camello rezumaba. Era una gota siniestra, de una regularidad perfecta. Arden medía sus pasos por las gotas, una mancha oscura sobre la arena tras otra, mientras la bestia subía con dificultad la duna delante de él.

Guiando a su propia montura, Arden avanzaba laboriosamente por las arenas rojas. El rowalla los había abandonado hacía cuatro días, durante el ataque, cuando huyó sin mirar atrás. Selim le había dedicado a Arden una mirada mordaz, que él tuvo la irreverencia de contestar con un guiño, pero ninguno de los dos echaba especialmente en falta la presencia del rowalla.

Arden no pensaba abordar las arenas del
nefud
sin detenerse antes en la ciudad de Jof para reponer sus suministros de agua y buscar un guía. Pero en realidad ya tenían guía; les había caído literalmente en las manos: el shammari al que Arden había derribado durante el
ghrazzu
. Bin Dirra había resultado ser un hombre muy dócil. Ya mientras se bebía el café de Hayi Hasan y maldecía a sus compañeros por abandonarlo, les había contado por iniciativa propia la temible noticia de que había una guarnición egipcia en Jof y que sin duda prenderían a cualquier extranjero que no llevara «cartas».

Arden llevaba cartas —falsificaciones de diversa índole—, pero no pensaba arriesgarse a que lo arrestaran. Debía evitar a los egipcios a toda costa. Las últimas noticias hablaban de una gran batalla en el norte; Inglaterra había apoyado abiertamente al sultán otomano para desafiar al general Ibrahim Pasha y su ejército, y Arden no quería arriesgarse a que ningún soldado egipcio lo identificara como
englezi
.

Bin Dirra, sin camello y ofendido por la forma en que sus compañeros lo habían abandonado, había suplicado a Hayi Hasan que lo dejara llevarlos al sur por la ruta directa a Hajil, donde él podría presentar una queja contra sus pérfidos asociados ante el mismísimo emir Abdullah ibn Rashid.

Bin Dirra decía conocer el camino a través de las arenas a la perfección. Esta vez Arden miró a Selim, consultando en silencio su opinión sobre el shammari. El muchacho pidió a Bin Dirra que extendiera las manos y jurara por la vida de su hijo que decía la verdad.

Arden creía que decía la verdad. Esperaba que dijera la verdad. Llenaron sus pellejos de agua en una zona de colinas pedregosas, donde Bin Dirra apartó unas rocas planas bajo las que se ocultaban cuencas secretas, pequeñas pozas de agua de lluvia.

Así que se dirigieron hacia el sur para adentrarse en el
nefud
. Era como andar hundido hasta la rodilla entre las ascuas de un horno, con paredes rojas que se elevaban a lado y lado y reflejaban el fuego.

Durante cuatro días habían avanzado entre dunas con forma de herradura. Bin Dirra tanteaba el camino, probaba una duna, cambiaba a otra, como un sabueso que sigue un rastro muy tenue. Para Arden, cada duna era exactamente igual que la siguiente.

Las arenas eran el infierno de los camellos. En los huecos de casi cada gran duna había esqueletos. Huesos de camellos y huesos de hombres. En las arenas del
nefud
no se enterraba a nadie. Los cuerpos eran purificados por el viento caliente. La noche antes, Bin Dirra les había contado una bonita historia de cómo los beduinos llevaron a una compañía de quinientos soldados egipcios al
nefud
, fingiendo que los estaban guiando a Damasco. El pozo está aquí mismo, decían a los egipcios, ya falta poco. Hasta que los soldados cayeron de rodillas, y entonces los beduinos desaparecieron, después de robar unos pocos caballos y camellos a aquellos muertos.

Arden esperaba que aquello no fuera una indirecta. Pero no pensaba malgastar energía preocupándose antes de hora. Llevaba una brújula escondida en su equipaje, y el
nefud
no era eterno. Los camellos estaban en buena forma. Y avanzaban con decisión.

Arden caminaba, viendo la gota caer, perdido en aquella agreste desolación, aquella soledad absoluta. La inmensa extensión del desierto, donde su cuerpo encontraba los límites de lo que podía soportar y su alma casi podía alcanzar la paz.

Había deseado aquello tanto…, con un anhelo casi doloroso. Y sin embargo, incluso allí, Arden buscaba algo que no podía hallar.

Llevaba toda su vida buscando. Pero no sabía el qué. No era un caballo, aunque el riesgo le procuraba cierto placer. No era contrariar a su padre, porque su interferencia únicamente había hecho que cambiara un desierto de hielo por otro de roca y arena. A veces le parecía encontrarlo, al anochecer, cuando paraban a descansar y las arenas rojas se teñían de violeta e índigo, bañadas de luz, como un mar helado y ondulante, y al volverse de aquella imagen gloriosa veía a Selim cocinando unas bolas caseras de harina sobre las ascuas y quemarse los dedos cuando las cogía.

A veces le parecía encontrarlo en la mañana, cuando se levantaba y subía a lo alto de una duna y se dejaba embriagar por el arco puro y perfecto del cielo y el silencio. O en su boca seca, cuando bebía un dedo de agua bajo la sombra de su paciente camello; o en el gruñido de aquella bestia, cuando se quejaba por tener que levantarse otra vez, y él mismo sentía que su cuerpo se quejaba, porque era demasiado duro, y se sentía demasiado acalorado, seco y cansado para continuar. Y sin embargo el camello seguía adelante, y él también.

Le parecía encontrar lo que buscaba en momentos fugaces, que no podía retener. Incluso aquel interminable y trabajoso andar en fila detrás de Selim y el shammari, sintiendo que los pies le quemaban a través de las suelas de los calcetines de lana, que eran lo único que podía llevar por la arena… Arden rezaba para que se acabara, y aun así deseaba que durara para siempre.

Rezaban sus oraciones bajo las últimas luces del día, y descansaban hasta que salía la luna. Arden yacía bajo aquel aire benditamente fresco, mirando las estrellas. Oía la voz de Bin Dirra, estridente, resonando, haciendo preguntas que Selim contestaba con breves murmullos.

Selim, un fantasma sombrío. De una belleza que casi incomodaba, con el exasperante hábito de dormir muy cerca de él. Al principio aquella proximidad le había alterado el sueño; aunque sabía que los beduinos detestan la soledad y que cualquiera habría esperado poder compartir con él su tienda, no estaba preparado para tener que compartir la manta bajo la que dormía. Había pasado una noche tras otra apartándose unos centímetros, pero cuando despertaba volvía a tener a Selim contra su espalda, hasta que acababa pegado a la pared de la tienda. Finalmente, cuando estaba por ordenar al muchacho que durmiera fuera de la tienda, cosa que habría suscitado preguntas, comprendió lo ridículo de aquellos escrúpulos.

Así que se rindió a lo inevitable, y se reconcilió con la proximidad de Selim tomándoselo como si fuera un perro, que siempre necesita tocar con una pata a su amo. Pero aquel ligero contacto hacía que soñara con mujeres con una frecuencia fastidiosa e inconveniente. Arden no había dejado de soñar con las arenas rojas, donde sabía que la dureza del entorno lo castigaría con visiones de agua y comida. Y así había sido, solo que ahora soñaba con agua, comida y mujeres.

Seis días de camino hasta Jubbeh y cuatro más para llegar a Hajil, dijo Bin Dirra, si Dios quiere. El agua era un problema. Bin Dirra opinaba que, si tenían cuidado, incluso con la evaporación y el goteo, les llegaría. Había pozos en Shakik, pero eso significaba un desvío de tres días, y además el agua estaba a sesenta metros de profundidad, y necesitaban más cuerda de la que llevaban, a menos que se encontraran con algún beduino que la sacara por ellos. En invierno, las tribus vagaban sobre los pastos del
nefud
, pero no llovía desde hacía dos años, y tenían encima el verano, que mataba todo lo que tocaba. Ir hasta Shakik con la esperanza de encontrar algún beduino era una apuesta muy arriesgada. Mejor ir directo hacia Hajil y reponer los suministros de agua en Jubbeh, donde había un poblado y los camellos sacaban el agua de los pozos.

Seis días. Por la mañana Arden sujetó un cuenco bajo el pellejo para aprovechar aquella gota, y Bin Dirra rió de buena gana enseñando sus dientes blancos. Al final del día, tenía un montón de arena y agua sucia que olía a camello. Arden se la ofreció a Selim, quien meneó la cabeza y siguió descargando a su camello.

Bin Dirra también la rechazó.

—Es tuya, oh padre de los diez disparos. Bebe.

El shammari lo miró sonriendo mientras Arden ladeaba el cuenco. El agua tenía un sabor horrible, pero era agua y estaba fresca. Cuando bajó el cuenco, Bin Dirra sonrió y dio un paso atrás.

Selim gritó, y en ese mismo momento Bin Dirra dio un chillido. El nómada miró al suelo, y por un momento pareció como si Selim lo estuviera atacando con saña con la vara para el camello y su daga.

El shammari retrocedió tambaleante, gritando, y Arden vio la víbora cornuda entre sus pies, tratando de huir de los golpes de la vara. Soltó el cuenco y cogió su pistola de la silla.


Yallah
! —gritó apartando a Selim de en medio.

Tan de cerca, el disparo dejó a la serpiente sin cabeza, mientras el cuerpo se sacudía.

Bin Dirra se sentó en la arena, jadeando, sujetándose el pie. Arden cogió la cuerda que había utilizado para atar el cuenco y se arrodilló junto al shammari. La ató con fuerza a la pierna del hombre, por encima de la mordedura. No fue por humanidad que le hizo un corte en la piel y se inclinó para chupar: sabía que, si el shammari moría, sus posibilidades de sobrevivir serían nulas.

Escupió sangre, y se encontró el cuenco sujeto bajo la cara, lleno de agua. Se enjuagó la boca y volvió a agacharse, una y otra vez, rezando para no tener ningún corte abierto en sus labios resecos. Siguió hasta que vio que la pierna de Bin Dirra estaba hinchada; el hombre empezó a temblar y se desvaneció.

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