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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje I. Tatuaje (30 page)

BOOK: Tatuaje I. Tatuaje
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Eran decorados de cine. Toda la nave estaba llena de ellos, como si estuviesen visitando las ruinas de un estudio de Hollywood abandonado.

Con cada paso que daban, la cantidad de proyecciones que cubrían el techo y las paredes aumentaba, y sus bandas sonoras se entremezclaban en un confuso rumor incomprensible. Después de la opresiva oscuridad del laberinto, Álex dejaba vagar sus ojos de una película a otra con eufórica avidez. Reconocía algunas escenas, otras no. Lo que el viento se llevó, una carrera de relevos en una pista de atletismo, multitudes gritando enloquecidas en un concierto al aire libre, una nave espacial blanca y aséptica en medio del vacío estrellado, danzas tribales, discursos políticos, una persecución de coches, la Bolsa, los grandes ojos azules de un personaje de manga y las gotas de sudor que corrían por su frente…

Cerró los ojos, exhausto. Miles de voces se entrelazaban a su alrededor, cantando, suplicando y exigiendo en distintas lenguas… Demasiados estímulos, después del cruel vacío del laberinto.

Entonces notó una profunda conmoción interior, y supo que estaba a punto de tener una visión. No necesitaba abrir los ojos; la escena comenzaba a perfilarse dentro de su mente, materializándose a partir de millones de fragmentos sin ningún significado.

Allí estaba, antes de que supiera cómo ni por qué había surgido. Era él, sentado en una silla blanca tapizada de brocado verde, pretenciosa y desvencijada. Y todas las imágenes y las voces que danzaban a su alrededor empezaron a fluir hacia su cuerpo, como si este las absorbiera. Cada imagen, cada visión, afloraba en su piel como un perfecto tatuaje, produciéndole un sufrimiento enloquecedor. Muy pronto, su cuerpo desnudo estuvo completamente cubierto de dibujos superpuestos.

Entonces lo comprendió todo. Eso era lo que hacía el Último: absorber el laberinto de signos en el que vivían los hombres… Arrebatarles sus ficciones y mantenerlas secuestradas en su propia piel, acabando de ese modo con el poder de los medu.

La visión se fue difuminando progresivamente, pero Álex permaneció inmóvil aún durante un buen rato, petrificado por el descubrimiento que acababa de hacer. Ahora ya sabía lo que se proponía Arión… Aquella silla de atrezzo de la visión era el trono vacío sobre el cual le había advertido su padre en la torre de los Vientos. Si se sentaba en ella, ya no tendría elección… Estaría condenado sin remedio a convertirse en el Último.

Abrió los ojos. No tenía ni idea del tiempo que había transcurrido. A su alrededor seguían sucediéndose los viejos decorados cinematográficos: un camarote de barco, una trinchera, la lóbrega mazmorra de un castillo. Y después, un saloncito con visillos de encaje y muebles viejos y acogedores. Entre ellos, una silla de respaldo ovalado y patas torneadas, lacada en blanco. La tapicería era de brocado verde.

—Si quieres, puedes descansar un poco —dijo Arión, volviéndose hacia el muchacho—. Estamos muy cerca de la salida, y no sé qué vas a encontrarte al otro lado. Además, antes de irte, supongo que tendrás muchas preguntas que hacerme.

Sentémonos un momento —propuso, señalándole con descuido la vieja silla lacada mientras él se dejaba caer sobre un cajón de madera—; te contestaré a todo lo que quieras saber.

Álex observó fascinado la silla del decorado. Falsamente lujosa, falsamente antigua.

Extraño trono el que Arión había elegido para él. Aunque quizá podría haber escogido cualquier otro, dentro de aquel singular espacio que parecía haber convertido en su guarida.

Sobre la pared del fondo del decorado se proyectaba un espectáculo de sombras chinescas. Marionetas orientales, probablemente tailandesas o birmanas. No reconoció el idioma, pero las voces que acompañaban la proyección eran femeninas y dulces.

—No voy a sentarme ahí, Arión —dijo Álex, encarándose con la monstruosa criatura—. Hazlo tú, si quieres.

A través de las protuberancias metálicas que cubrían su cara, Álex distinguió por primera vez los ojos negros e infinitamente cansados del Último Guardián. Lo miraban fijamente, con una mezcla de incredulidad y recelo.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó en un susurro.

—He tenido una visión. Sé lo que ocurrirá si me siento ahí: los símbolos vendrán a mí, todas las imágenes y las palabras que llenan este sitio, y también los de fuera. Se incrustarán en mi piel, y de ese modo los medu perderán todo su poder. Eso es lo que hace el Último, ¿verdad? Sentarse en el trono vacío, y sacrificarse.

Arión seguía mirándolo inmóvil, como una grotesca escultura de acero.

—Pero tú no lo hiciste —continuó Álex, acercándose a él y observándolo con curiosidad—. ¿Por qué no lo hiciste?

La estatua metálica se movió levemente. Sus hombros se encorvaron, como si de pronto fuese mucho más viejo.

—Los medu estaban muy débiles entonces —dijo en voz casi inaudible, como si hablase consigo mismo—. El clan de los kuriles había sido disuelto tras perder la guerra que lo había enfrentado al resto de los clanes. Con la desaparición de los kuriles, los medu habían perdido la capacidad de defenderse de nosotros leyendo el futuro. Nunca habían sido tan vulnerables, y pensé que eso me confería cierta ventaja… Decidí luchar con ellos, en lugar de sacrificarme. Fue un error; pero ya no tiene remedio.

—Yo tampoco quiero sacrificarme —aseguró Álex, clavando en el monstruo sus ojos limpios y azules—. No quiero destruir a los medu. No tengo tan claro que la razón esté de vuestra parte.

—Has venido demasiado pronto —se quejó Arión, casi con rabia—. Aún no había llegado tu hora, no estás preparado. Pero algún día comprenderás lo peligrosos que son, el daño que han hecho a la humanidad y lo importante que es detenerlos. Solo que quizá para entonces ya sea demasiado tarde.

Álex contempló al viejo guardián durante unos segundos. De pronto sentía lástima por él.

—¿Por qué los odias tanto? —preguntó suavemente.

Arión emitió una sucesión de chasquidos viscerales con la intención, probablemente, de que sonasen como una carcajada.

—¿Que por qué los odio? —repitió. Sus ojos hundidos entre bosques de acero centellearon por un instante—. Porque son el mal. Siembran la mentira, encadenan a los hombres a un laberinto de sombras.

—Lo que tú llamas «mentira», otros lo llaman «ficción». Los hombres sienten una inclinación natural hacia las fabulaciones. No pueden evitar inventar historias.

—Por eso surgieron ellos —repuso Arión con presteza—. Criaturas hechas de mentiras, ilusiones vivientes. No tienes ni idea de los desastres que han desatado, de los corazones que han roto, de las voluntades que han doblegado. Créeme, son peores que la muerte.

Álex recordó el rostro sereno y bello de Jana, sus ojos oscuros y pensativos. A pesar de todo lo que le había visto hacer, no podía temerla.

—También son humanos —dijo—. Eligieron serlo, están atrapados en nuestro mundo, como nosotros en el suyo.

—Sí; pero tú puedes cambiar eso. Puedes liberarnos de ellos, quizá para siempre. Yo ya no soy nada más que un despojo sin pasado ni futuro, pero tú eres distinto. Puedes lograr lo que yo no logré… Siéntate en el trono, haz el sacrificio que yo no hice.

Destrúyelos. Hazlo por tus seres queridos, si es que los tienes.

—¿Cómo es el mundo cuando ellos desaparecen?

Arión meditó unos instantes su respuesta.

—Es más sencillo —dijo por fin—. Los hombres saben lo que quieren. No tienen dudas, viven el presente. No se engañan a sí mismos sobre lo que son y tampoco engañan a los demás. No imaginan otros mundos, ni viven otras vidas a través de la ficción. Aceptan la realidad como es. Esa es la verdadera sabiduría.

—Eso es vivir como animales —dijo Álex.

Lo dijo únicamente para provocar al viejo guardián, y lo consiguió.

—Son como dioses —le contradijo Arión, con una nota de orgullo en la voz—. El hombre puede ser como un dios si no sueña, si vive en la verdad.

—Pero ¿qué es la verdad? —preguntó Álex—. ¿Es lo mismo para todo el mundo?

Sentía verdadero interés por escuchar la respuesta de Arión, y este lo notó.

—La verdad es el mundo de ahí fuera, y sí, es el mismo para todos. Las palabras nos impiden verlo, pero un largo entrenamiento en la meditación y el control de las pasiones puede permitirnos apartar ese velo de símbolos y mirar directamente a la luz. Eso es lo que han hecho siempre los místicos a lo largo de la historia. Liberarse de las palabras. Aceptar el mundo como realmente es.

Álex reflexionó unos instantes sobre la explicación de Arión. Se sentía extrañamente conmovido.

—Puede que sea cierto lo que dices —admitió por fin—. Sin palabras, a lo mejor captaríamos directamente algo de la realidad que ahora se nos escapa. Pero eso ¿qué significado tendría para nosotros?

Arión se volvió hacia el trono vacío y se quedó mirándolo largamente, de espaldas a Álex.

—Para los místicos, todo ese proceso del que hablas significaba algo, porque, aunque se liberasen de las palabras, les quedaba el amor —continuó Álex, pensando a medida que exponía sus ideas—. Amor a Dios, a la humanidad… A lo que fuera. El amor es otra forma de captar el mundo, ¿no? No necesita las palabras.

El cuerpo de Arión temblaba imperceptiblemente. Las siluetas parlanchínas del teatro de sombras danzaban sobre él.

—¿El amor? Quizá alguna vez supe lo que era, pero ha pasado mucho tiempo.

—Lo has olvidado.

El silencio se prolongó durante algunos segundos.

—Sí, lo he olvidado —admitió Arión de mala gana—. Pero, de todas formas, lo que dices me da la razón. El hombre puede percibir la realidad sin necesidad de las palabras, a través del amor. No necesitamos a los medu, podemos vivir sin ellos, y darle significado a nuestra vida.

—Pero tampoco necesitamos destruirlos —objetó Álex.

—Yo sí lo necesito —gruñó el guardián, volviéndose lentamente hacia el muchacho—. Quiero un mundo perfecto. Y ellos no tienen cabida en él.

—Quizá tú y yo tampoco.

—Por eso debes sacrificarte.

—No has entendido lo que quiero decir. Quizá nadie tenga cabida en ese mundo perfecto con el que sueñas. El hombre no es perfecto, forma parte de su naturaleza equivocarse.

Por toda respuesta, Arión emitió un siniestro rugido.

—A eso me refería —dijo, conteniendo a duras penas su cólera—, intentas enredarme con las palabras, con sus malditas palabras. Pero no conseguirás nada, yo estoy por encima de ellos.

—Las palabras no son de los medu —dijo Álex, buscando los ojos hundidos en acero del monstruo—. Son de todos, de todos los hombres. Desconfiar de ellas es desconfiar de la humanidad.

—Y aceptar su poder es aceptar nuestras limitaciones.

Ambos callaron durante un rato, y continuaron mirándose con dureza. A su alrededor, las imágenes continuaban danzando sobre las paredes, mientras cientos de voces desgranaban simultáneamente sus diálogos, sus canciones o sus pensamientos.

—Creo que empiezo a entenderte —murmuró Álex finalmente, acercándose a Arión con una sonrisa de compasión en los labios.

El Último Guardián retrocedió, con los ojos clavados en él.

—Mejor así. De todas formas, terminarás comprendiendo tarde o temprano. Vas a tener mucho tiempo… ¿Es que no te das cuenta? Estás encerrado aquí conmigo, en el centro de un laberinto del que jamás podrás salir. Solo tienes dos opciones: o dejar que el tiempo pase y morir de sed y de hambre, o renunciar a tu humanidad sentándote en el trono vacío. O morir, o convertirte en la nueva encarnación del Último. Qué pasa, ¿no me oyes, o no quieres oírme? No me estás escuchando…

Mientras Arión hablaba, Álex contemplaba con fijeza la pared que había detrás del desvencijado trono. Una rendija vertical de luz la atravesaba de arriba abajo, prolongándose en el suelo en un larguísimo triángulo. Aquella luz no estaba antes; había aparecido mientras escuchaba las palabras del viejo guardián. O, más bien, era como si aquellas mismas palabras hubiesen agudizado sus sentidos, haciéndole percibir aquella abertura que antes le había pasado inadvertida. Porque aquella luz venía de fuera, de eso no había duda… Era el reflejo de una puerta abierta. Y el resplandor de aquel reflejo procedía del sol; lo supo con absoluta certeza.

Miró hacia el vértice del triángulo dorado y vio la auténtica rendija. La luz solar se filtraba por ella desde el exterior, cálida y tibia. Era la rendija de una puerta de cartón piedra que formaba parte del mismo decorado que la silla blanca.

—No voy a morir, y tampoco voy a sentarme ahí para convertirme en un maldito monstruo —afirmó Alex, sin apartar los ojos de la puerta—. Voy a salir de aquí, sencillamente. ¿Es que no lo ves? La salida está ahí mismo, en esa pared.

Arión miró hacia la puerta entreabierta. Luego se volvió hacia Álex y lo observó con pena.

—Es una puerta falsa, muchacho —dijo—. Detrás no hay nada.

—¿De veras lo crees? ¿Por qué no vienes conmigo y lo comprobamos?

Álex tendió la mano hacia el monstruo y una vez más sintió en la palma la presión fría y repugnante de sus protuberancias metálicas.

Caminaron el uno junto al otro hacia la puerta entreabierta. A medida que se acercaban, Arión comenzó a temblar.

—Un momento, espera. Yo también lo siento…

—¿No ves la luz del sol? La puerta está abierta.

—No veo ninguna luz, pero noto su proximidad. Espera. Si eso fuera posible…

El viejo guardián se detuvo. Álex lo miró a los ojos y se dio cuenta de que estaban llenos de lágrimas.

—Ven conmigo —le dijo—. ¿No te gustaría volver a verlo? Llevas demasiado tiempo aquí, encerrado entre todas esas palabras y símbolos que odias.

—He soñado con el sol tantas veces, desde que estoy aquí… Pero no creo que yo pueda salir. He buscado la salida durante siglos, y nunca la he encontrado. El odio es la prisión más terrible de todas. La más terrible… Y yo soy demasiado viejo para cambiar.

—Anda, ven —insistió Alex.

En ese momento no pensaba en los medu, ni en su guerra con los guardianes, ni siquiera en sí mismo. Solo pensaba en aquella pobre criatura asustada que, por primera vez en muchos años, se había permitido sentir un leve atisbo de esperanza.

Deseaba con toda su alma ayudar a Arión, liberarle de su sufrimiento. Estaba decidido a sacarlo del laberinto.

Empujó la delgada puerta de atrezzo y esta cedió sin oponer la menor resistencia. La luz del sol bañó su rostro en la calidez dorada de sus rayos. Cerró los ojos y respiró profundamente, con una sonrisa de felicidad en el semblante. Cuando los abrió de nuevo y miró a su alrededor, descubrió que se encontraba en uno de los miradores que dominaban su ciudad desde el extremo del paseo marítimo. Detrás de la bahía se extendían las calles que tan bien conocía, los árboles, las plazas. Y en el medio, el mar majestuoso y resplandeciente, de un azul más intenso que el cielo.

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