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Authors: Gregorio Marañón

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Tiberio, historia de un resentimiento (2 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Durante muchos siglos Tiberio ha sido para la humanidad un monstruo, casi comparable a Nerón y a Calígula en su maldad. Se dice que influyó en su triste fama el espíritu cristiano que llena la cultura de la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna: Tiberio fue, no en vano, el emperador de Pilatos: el Poncio que dejó crucificar a Cristo por cobardía. Pero es indudable que todo lo malo que sabemos de él, lo escribieron dos historiadores que no llegaron, en realidad, a conocer la nueva doctrina: Suetonio y Tácito. Es más: este último participó del odio o del desprecio que sintió por los cristianos la sociedad romana de su tiempo. La reacción cristiana, por lo tanto, pudo ayudar a la versión de la infamia de Tiberio, pero no la inventó. En cambio, no puede negarse que en la rehabilitación del emperador ha influido el espíritu racionalista, y a veces decididamente anticristiano, de la ciencia actual, a partir del final del siglo XVIII. No se olvide que uno de los primeros defensores de Tiberio y, desde luego, uno de los que más han influido en crearle un ambiente propicio fue Voltaire. Otros escritores de la revolución, como Linguet, le hicieron el coro. Una de las leyendas que sublevaba a Voltaire era precisamente la de que Tiberio hubiera intentado reconocer a Cristo.

Después vinieron las revisiones apologéticas de los historiadores franceses, alemanes e ingleses, muchos de ellos henchidos de puritanismo protestante; porque en verdad, en muchas cosas, este César parece un antecesor de Calvino. Y, finalmente, otros, italianos, propicios a favor del nacionalismo actual de su patria a estas reivindicaciones de los héroes de la Roma antigua. Mas sería inexacto decir que la rehabilitación y aun la glorificación de Tiberio es sólo obra del prejuicio sectario o nacionalista. Es evidente que estos sentimientos han encontrado injerto propicio en el hecho de las indudables virtudes políticas que poseyó el odiado César; que ya constan, por cierto, en los libros de sus contemporáneos, mucho menos apasionados de lo que se dice: ellos nos contaron, es cierto, sus cualidades malas, pero ¿quién, sino ellos, nos enseñaron también las excelsas?

En estas alternativas del pensamiento histórico sobre Tiberio se advierte, sobre todo, el prejuicio, ya indicado, del mito del héroe representativo, es decir, de la preocupación del carácter arquetípico y de una pieza. Para unos, fue este príncipe un ser en su totalidad perverso, desde el comienzo de su vida hasta su fin; y como era despótico y cruel, tuvo que ser gobernante desdichado, responsable de todas las calamidades de su tiempo. Para otros, fue un modelo de perfección burocrática, «el emperador más capaz que tuvo Roma», como dijo Mommsen, pontífice máximo de la Historia (aunque no de la Vida) de aquella civilización; y puesto que administró su imperio con pulcritud, hubo de ser también hombre cabal, hijo amante y espíritu justiciero y bondadoso.

Y la verdad es que si hay un hombre cuya vida sea ejemplo de alternativas y de cambios en la conciencia y en la conducta; ejemplo de personalidad construida, no con material uniforme, sino con fragmentos diversos y contradictorios, ese hombre es Tiberio. Tácito, que le vio desde bastante cerca y con mirada genial, ha dado la mejor definición de su espíritu: «sus costumbres —dice— fueron distintas según las épocas»; «mezcla de bien y de mal hasta la muerte de su madre». Dión le llama «príncipe de buenas y malas cualidades, a la vez» Así le pinta también Plinio el viejo: «hombre tristísimo», «príncipe austero y sociable», que «en su edad avanzada se tornó severo y cruel». E igualmente, Séneca, cuando se refiere a su buen gobierno, pero exclusivamente en sus primeros años de principado
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A esto, que es la verdad, que es la Vida, los historiadores, fascinados por el mito del carácter de una pieza, responden que se trata de una mistificación; que si Tiberio fue bueno al principio, tuvo que serlo al final. Sus vicios de última hora, en Capri, probablemente inventados, se refutan con el único argumento que no tiene valor: el de que un hombre casto hasta los sesenta años no pudo lanzarse al desorden a partir de esta edad. En realidad, no ya cada edad de la vida —que puede ser, cada una, como una vida diferente— sino, en ocasiones, cada año y aun cada hora, si están cargados de motivos trascendentales, pueden suponer una modalidad nueva de la vasta personalidad del ser humano.

Y ocurre esto, sobre todo, en los hombres como Tiberio, de vida, a pesar de las apariencias, casi exclusivamente interior; porque en ellos, las agresiones del ambiente, sobre todo cuando son tan tremendas como las que le acometieron a él, producen esa fermentación de las pasiones que estalla cuando menos se espera en formas arbitrarias de la conducta y que se llama resentimiento.

Tiberio fue, en efecto, un ejemplar auténtico del hombre resentido; y por eso lo he elegido como tema de estas meditaciones, iniciadas hace ya muchos años, desde mis lecturas juveniles de Tácito.

No pretendo, pues, hacer, una vez más, la historia de Tiberio, sino la historia de su resentimiento.

CAPÍTULO II - TEORÍA DEL RESENTIMIENTO
Definiciones

«Entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos; más que la ira, más que la soberbia», solía decir don Miguel de Unamuno. En realidad, el resentimiento no es un pecado, sino una pasión; pasión de ánimo que puede conducir, es cierto, al pecado, y, a veces, a la locura o al crimen.

Es difícil definir la pasión del resentimiento. Una agresión de los otros hombres, o simplemente de la vida, en esa forma imponderable y varia que solemos llamar «mala suerte», produce en nosotros una reacción, fugaz o duradera, de dolor, de fracaso o de cualquiera de los sentimientos de inferioridad. Decimos entonces que estamos «doloridos» o «sentidos». La maravillosa aptitud del espíritu humano para eliminar los componentes desagradables de nuestra conciencia hace que, en condiciones de normalidad, el dolor o el sentimiento, al cabo de algún tiempo, se desvanezcan. En todo caso, si perduran, se convierten en resignada conformidad. Pero, otras veces, la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el «resentimiento».

El que una agresión afectiva produzca la pasajera reacción que llamamos «sentimiento» o bien el «resentimiento», no depende de la calidad de la agresión, sino de cómo es el individuo que la recibe. La misma injusticia de la vida, el mismo fracaso de una empresa, idéntico desaire de un poderoso, pueden sufrirlo varios hombres a la vez y con la misma intensidad; pero en unos causará sólo un sentimiento fugaz de depresión o de dolor; otros, quedarán resentidos para siempre. El primer problema que, por lo tanto, sugiere el estudio del resentimiento, es saber cuáles son las almas propicias y cuáles las inmunes a su agresión.

Resentimiento, generosidad, amor

Si repasamos el material de nuestra experiencia —es decir, los hombres resentidos que hemos ido conociendo en el curso de la vida, y los que pudieron serlo porque sufrieron la misma agresión, y no lo fueron sin embargo— la conclusión surge claramente. El resentido es siempre una persona sin generosidad. Sin duda, la pasión contraria al resentimiento es la generosidad; que no hay que confundir con la capacidad para el perdón. El perdón, que es virtud y no pasión, puede ser impuesto por un imperativo moral a un alma no generosa. El que es generoso no suele tener necesidad de perdonar, porque está siempre dispuesto a comprenderlo todo; y es, por lo tanto, inaccesible a la ofensa que supone el perdón. La última raíz de la generosidad es, pues, la comprensión. Ahora bien, sólo es capaz de comprenderlo todo, el que es capaz de amarlo todo.

El resentido es, en suma, allá en el plano de las causas hondas, un ser mal dotado para el amor; y, por lo tanto, un ser de mediocre calidad moral.

Digo precisamente «mediocre», porque la cantidad de maldad necesaria para que incube bien el resentimiento no es nunca excesiva. El hombre rigurosamente malo es sólo un malhechor; y sus posibles resentimientos se pierden en la penumbra de sus fechorías. El resentido no es necesariamente malo. Puede, incluso, ser bueno, si le es favorable la vida. Sólo ante la contrariedad y la injusticia se hace resentido; es decir, ante los trances en que se purifica el hombre de calidad moral superior. Únicamente cuando el resentimiento se acumula y envenena por completo el alma, puede expresarse por un acto criminal; y éste, se distinguirá por ser rigurosamente específico en relación con el origen del resentimiento. El resentido tiene una memoria contumaz, inaccesible al tiempo. Cuando ocurre, esta explosión agresiva del resentimiento suele ser muy tardía; existe siempre entre la ofensa y la vindicta un período muy largo de incubación. Muchas veces la respuesta agresiva del resentido no llega a ocurrir; y éste, puede acabar sus días en olor de santidad. Todo ello: su especificidad, su lenta evolución en la conciencia, su dependencia estrecha del ambiente, diferencia a la maldad del resentido de la del vulgar malhechor.

Inteligencia y resentimiento

Otros muchos rasgos caracterizan al hombre resentido. Suele tener positiva inteligencia. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados. El pobre de espíritu acepta la adversidad sin este tipo de amarga reacción. Es el inteligente el que plantea, ante cada trance adverso, el contraste entre la realidad de aquél y la dicha que cree merecer. Mas se trata, por lo común, de inteligencias no excesivas. El hombre de talento logrado se conoce, en efecto, más que por ninguna otra cosa, por su aptitud de adaptación; y, por lo tanto, nunca se considera defraudado por la vida. Ha habido, es cierto, muchos casos de hombres de inteligencia extraordinaria e incluso genios, que eran típicamente resentidos; pero el mayor contingente de éstos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo menos para darse cuenta que el no alcanzar una categoría superior a la que han logrado, no es culpa de la hostilidad de los demás, como ellos suponen, sino de sus propios defectos.

Envidia, odio y resentimiento

Debe anotarse que el resentimiento, aunque se parece mucho a la envidia y al odio, es diferente de los dos. La envidia y el odio son pecados de proyección estrictamente individual. Suponen siempre un duelo entre el que odia o envidia y el odiado o envidiado. El resentimiento es una pasión que tiene mucho de impersonal, de social. Quien lo causa, puede haber sido no este o aquel ser humano, sino la vida, la «suerte». La reacción del resentido no se dirige tanto contra el que pudo ser injusto o contra el que se aprovechó de la injusticia, como contra el destino. En esto reside lo que tiene de grandeza. El resentimiento se filtra en toda el alma, y se denuncia en cada acción. La envidia o el odio tienen un sitio dentro del alma, y si se extirpan, ésta puede quedar intacta. Además, el odio tiene casi siempre una respuesta rápida ante la ofensa; y el resentimiento es pasión, ya lo hemos dicho, de reacciones tardías, de larga incubación entre sus causas y sus consecuencias sociales.

Timidez, gratitud e hipocresía del resentido

Coincide muchas veces el resentimiento con la timidez. El hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido. Muchos hombres que ofrecen la otra mejilla después de la bofetada no lo hacen por virtud, sino por disimular su cobardía; y su forzada humildad se convierte después en resentimiento. Pero, si alguna vez alcanzan a ser fuertes, con la fortaleza advenediza que da el mando social, estalla tardíamente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación. Por eso son tan temibles los hombres débiles —y resentidos— cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen en su desarrollo importante papel. Los cabecillas más crueles tienen con frecuencia antecedentes delatores de su timidez antigua y síntomas inequívocos de su actual resentimiento.

Asimismo, es muy típico de estos hombres, no sólo la incapacidad de agradecer, sino la facilidad con que transforman el favor que les hacen los demás en combustibles de su resentimiento. Hay una frase de Robespierre, trágico resentido, que no se puede leer sin escalofrío, tal es la claridad que proyecta en la psicología de la Revolución: «Sentí, desde muy temprano, la penosa esclavitud del agradecimiento». Cuando se hace el bien a un resentido, el bienhechor queda inscrito en la lista negra de su incordialidad. El resentido ronda, como animado por sordos impulsos, en torno del poderoso; le atrae y le irrita a la vez. Este doble sentimiento le ata amargamente al séquito del que manda. Por esto encontramos tantas veces al resentido en la corte de los poderosos. Y los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor.

Es casi siempre el resentido, cauteloso e hipócrita. Casi nunca manifiesta a los que le rodean su acidez interior. Pero debajo de su disimulo se hace, al fin, patente el resentimiento. Cada uno de sus actos, cada uno de sus pensamientos, acaba por estar transido de una indefinible acritud. Sobre todo, ninguna pasión asoma con tanta claridad como ésta a la mirada, menos dócil que la palabra y que el gesto para la cautela. En relación con su hipocresía está la afición del resentido a los anónimos. La casi totalidad de éstos los escribe, no el odio, ni el espíritu de venganza, ni la envidia, sino la mano trémula del resentimiento. Un anonimista infatigable, que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró que al escribir cada anónimo «se le quitaba un peso de encima»; me lo contó su juez. Pero, a su vez, el resentido, sensible a la herida de sus armas predilectas, suele turbarse hasta el extremo por los anónimos de los demás.

Éxito social y resentimiento

Todas las causas que dificultan el éxito social son las que con mayor eficacia crean el resentimiento. Por eso es, principalmente, una pasión de grandes ciudades. El resentido que con frecuencia encontramos refugiado en la soledad de una aldea o perdido en viajes inútiles es siempre un emigrado de la ciudad, y es en ésta donde enfermó. Por esto también, a medida que la civilización avanza y se hace más áspera la candidatura del triunfo, aumenta la importancia social del resentimiento. Es condición esencial, repitámoslo, para la génesis del resentimiento, la falta de comprensión, que crea en el futuro resentido una desarmonía entre su real capacidad para triunfar y la que él se supone. El hombre normal acepta con generosidad el fracaso; encuentra siempre el modo de comprenderlo y, por lo tanto, de olvidarlo y de superarlo después.

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