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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (31 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Él frunció el entrecejo y guardó silencio.

—Oye, ten cuidado ahí arriba, ¿eh? Prométeme que si vuelve a pasar algo así me llamarás. Sea la hora que sea.

—Seguro que sólo ha sido un accidente, Dan. Algún jornalero que volvía a casa borracho, o a saber qué.

—Prométeme que llamarás.

—Te lo prometo... papá.

—Angeles sobre tu buzón.

Helen sonrió. Al menos había conseguido hacerla sonreír.

Cerró la puerta y le envió un beso al arrancar. Dan siguió a la camioneta con la mirada, hasta que la vio confundirse con el tráfico y desaparecer colina abajo. Subió a la oficina.

Nada más entrar leyó en la cara de Donna que había pasado algo.

—Han llamado de la prensa, y también aquella reportera de la televisión. Dice que en Hope hay varios rancheros clamando venganza. Se quejan de haber perdido un montón de terneros por culpa de los lobos.

—¿Cuántos?

—De momento cuarenta y tres.

—¿¿Qué?? ¿Te ha dado los nombres de los rancheros?

—Sí, y uno de ellos era Buck Calder.

Capítulo 20

Aunque según el programa todavía faltaba media hora para que empezase la reunión, las vías de acceso al pueblo ya registraban una afluencia constante de camiones. Se estaba haciendo de noche, y casi todos llevaban encendidos los faros. Algunos aparcaban cerca del bar de Nelly, pero el destino más popular era El Último Recurso, lo cual no presagiaba nada bueno para el acto. Helen vio aparcar una camioneta manchada de barro de la que salieron dos hombres con sombrero y camperas. Antes de meterse en el bar, uno de ellos dijo algo y el otro se echó a reír, al tiempo que se subía el cuello del abrigo para protegerse del viento. Empezaba a llover.

Helen estaba tomando su tercer café junto al escaparate de la tienda de regalos de Ruth Michaels. Lo del café era una tontería. Bastante nerviosa estaba de por sí. En realidad, de lo único que tenía ganas era de fumar. Ruth había puesto música relajante, pero sólo sirvió para incrementarle la sensación de desastre inminente que la embargaba.

Una de las puertas de cristal tenía pegado el mismo cartel amarillo que se veía por toda la población:

¡EL LOBO MATA!

REUNIÓN PÚBLICA

SALA DE ACTOS MUNICIPAL

JUEVES. 19 HORAS

Hacía dos días que Buck Calder y sus vecinos habían juntado sus rebaños, y las espadas seguían en alto. Helen se había dedicado en cuerpo y alma a tratar de que las aguas volvieran a su cauce, visitando uno a uno a todos los rancheros que se quejaban de haber perdido terneros. Todos la habían echado con cajas destempladas.

Dan había confiado en que las visitas individuales contribuyeran a evitar una reunión pública cuyo control podía caer en manos de grupos de alborotadores, pero Buck Calder había precipitado las cosas anunciando el acto por televisión dos noches atrás, y diciendo que «esos del gobierno que van por ahí soltando lobos» quizá estuvieran dispuestos a asistir y dar explicaciones a quienes costeaban sus sueldos.

Los equipos de televisión ya estaban preparando los focos en la sala de actos. Su presencia había arrancado un gruñido a Dan, por hallarse al frente la misma reportera lameculos de cuando habían matado al perro. Por lo demás, tanto Dan como Bill Rimmer parecían muy tranquilos. Estaban charlando con Ruth en el pequeño bar del fondo de la tienda, y parecían encarnar la imagen misma de la despreocupación.

Cuando Helen volvió a su lado, Rimmer le dirigió una sonrisa burlona.

—Oye, Helen, ¿sabes el chiste del caballo que entra en un bar y el camarero le dice...?

—«¿Por qué pone esa cara tan larga?» Sí lo sé. ¿Qué insinúas, que parezco un caballo?

—No, pero cualquiera diría que vas a un entierro.

—Pues sí, el mío.

—Venga, Helen —dijo Dan—, que no pasará nada.

—Gracias, Prior. Me lo creería si no me hubieras contado lo que pasó la última vez que organizaron una reunión sobre lobos.

—Yo aún no había llegado —dijo Ruth—. ¿Qué pasó?

—Nada, unos tíos con escopetas y otros que tiraban cubos de sangre a los coches —contestó Helen—. Tonterías.

—Han pasado muchos años —protestó Dan.

—Sí. En esa época todavía no tenían lobos. Ruth, ¿te molesta si fumo? —Advirtió la sorpresa de Dan—. Sí, fumo. ¿Pasa algo?

—Fuma, fuma —dijo Ruth.

Dedicaron un cuarto de hora a ensayar el discurso, que correría a cargo de Helen. Había intentado que quien diera la cara fuera Dan, pero éste había insistido en que le tocaba a ella. El público no iba a serle hostil en su totalidad. Según las noticias de la radio, estaba prevista la asistencia del grupo ecologista Mundo Abierto a los Lobos (o MAL, como preferían llamarse).

Dan había tomado medidas por si las cosas se torcían.

Hope contaba entre sus residentes con Craig Rawlinson, joven ayudante del sheriff que había hablado un par de veces con Helen. Rawlinson no tenía la menor simpatía por los lobos. Era hijo de ranchero, y el padre de su mujer, otro ranchero, figuraba entre los que se quejaban de haber perdido terneros. Así pues, Dan había solicitado un discreto despliegue de refuerzos policiales, así como la presencia de dos agentes especiales de Fauna y Flora vestidos de civil que ya estaban vigilando a posibles agitadores en El Último Recurso. Por último, Dan había colocado un cartel a las puertas de la sala de actos: REUNIÓN PÚBLICA, PROHIBIDO EL ALCOHOL, LAS PANCARTAS Y LAS ARMAS. Alguien había añadido: Y LOS LOBOS.

Se oyeron voces procedentes de la calle. Era gente que desfilaba hacia la sala de actos. El café y la nicotina tenían a Helen con los nervios de punta. Dan se levantó y pagó los cafés.

—Bueno, chicos, creo que es la hora. —Pasó un brazo por los hombros de Helen—. Quiero que sepas que apenas alguien saque una pistola te cubriré las espaldas.

—Gracias, Dan. Me acordaré de agacharme.

Una hora más tarde, el chiste de Dan sobre las pistolas había perdido la poca gracia que tenía. Helen llevaba veinte minutos de pie, intentando pronunciar un discurso cuya duración prevista era de diez.

Empezaba a estar harta de que la interrumpieran.

La sala estaba abarrotada. Había asientos para un centenar de personas, pero otras tantas asistían de pie detrás de la última fila, y era de ahí de donde procedía casi todo el alboroto. Tras los deslumbrantes focos de televisión, Helen vio que las puertas de la sala habían quedado abiertas, y que hasta había gente de pie bajo la lluvia. A pesar de la ventilación el calor era casi insoportable, porque todos los radiadores estaban encendidos y nadie parecía saber apagarlos. A medida que subía la temperatura y se encrespaban los ánimos, muchos se habían quitado el abrigo o se ventilaban con los folletos repartidos a la entrada.

Helen ocupaba el extremo de una larga mesa de caballete, colocada encima del estrado que presidía la sala. Dan y Bill Rimmer se apretujaban a su lado como prisioneros de guerra. En el otro extremo, cómodamente instalado en su silla, Buck Calder observaba a la multitud con semblante majestuoso. Estaba en su elemento.

Bajo el ala de su sombrero se veía brillar una capa de sudor. Su camisa rosa, inmaculada por lo demás, tenía dos manchas en las axilas. Buck estaba radiante. Su discurso de apertura había sido magistral. En atención a quienes lo hubieran oído menos de diez veces, empezó relatando el caso de su nietecito, salvado in extremis de acabar en las fauces de un lobo. A continuación, con persuasiva técnica de fiscal, enumeró las terribles pérdidas sufridas desde entonces por él y sus vecinos. La única sorpresa fue que las primeras increpaciones lo tomaran a él como blanco.

Sucedió al final de su discurso, y fue obra de un reducido grupo de espectadores que acababa de colocarse al fondo, sin que Helen hubiera advertido su llegada; en caso contrario le habría bastado observar la cantidad de barbas y chalecos de borrego para adivinar de qué lado estaban. No podían ser más que los del MAL. Eran cinco o seis, y al principio Helen se sintió reconfortada por su presencia, hasta que vio que sus protestas sólo servían para enardecer a los demás.

Calder había sabido manejar a los descontentos, entre ellos una mujer con gafas de montura metálica y un jersey azul igual que el de Helen.

—¡Los lobos tienen más derecho a estar aquí que vuestras vacas! —exclamó la mujer—. ¡Propongo deshacernos de las vacas!

Se produjo un murmullo de indignación a cuyo término, sonriendo con calma, Buck dijo:

—Veo que ha venido gente de la ciudad.

El público recibió sus palabras con entusiasmo. Llegada la hora de presentar a Helen, Buck mantuvo el mismo tono burlón.

—Si no me equivoco, la señorita Ross procede de la ventosa Chicago.

—Así es, por mis pecados —contestó ella con una sonrisa forzada.

—Bien, Helen, arrepiéntase de ellos, que hay confianza.

Desde que los defensores de los lobos se habían callado, otro grupo del fondo seguía su ejemplo e increpaba a la oradora. Entre sus integrantes se contaban los dos leñadores favoritos de Helen, así como Wes y Ethan Harding. Afortunadamente, Abe Harding no daba señas de hallarse entre el público.

Luke tampoco.

Antes del inicio de la reunión, Helen lo había buscado en la multitud. Llevaba sin verlo desde el día de la captura del lobo. No había subido a la cabaña, ni había hecho acto de presencia al bajar Helen al rancho, donde su padre le había soltado un buen sermón sobre los terneros muertos. Además de preocupada por él, estaba sorprendida de lo mucho que lo echaba en falta.

Ya en la recta final del discurso, Helen confió en poder concluir antes de quedarse sin fuerzas. Hasta entonces había expuesto lo que se sabía de los lobos, poca cosa salvo que eran nueve y que las primeras pruebas de ADN realizadas por ella misma sobre las muestras recogidas no mostraban relación alguna con los lobos liberados en Yellowstone e Idaho. Dijo después unas pocas palabras sobre el plan de Defensores de la Fauna Salvaje, consistente en compensar a los rancheros por toda pérdida que pudiera atribuirse fundadamente a un lobo. Estaba prevista una tanda de preguntas al final de su intervención.

—En resumen, que hemos puesto collar a dos lobos y vamos a someterlos a un seguimiento exhaustivo. Si hay pruebas de que un lobo ha matado reses, será trasladado o eliminado. Ése es un punto que no se discute. —Miró de reojo a Dan, que asintió con la cabeza—. Comprendo que algunos de ustedes hayan reaccionado de forma tan visceral. Lo único que les pedimos es que nos concedan un poco de margen y...

—¿No tienen bastantes pruebas? Los lobos se comen al ganado, y punto.

—Con todo respeto, le diré que tanto mis investigaciones en Minnesota como las realizadas en Montana, más concretamente en el valle de Ninemile, al norte de Missoula, dan pie para afirmar que los lobos son capaces de vivir cerca del ganado sin molestarlo..

—¡Vaya, parece que en Missoula es liberal todo el mundo, hasta esos lobos de mierda!

Helen esperó a que se apagaran las risas haciendo lo posible por conservar la sonrisa, aunque más que sonrisa parecía una mueca.

—Pues quizá sí, pero un biólogo de dicha población ha realizado estudios muy interesantes. Además de poner collares a los lobos también se los puso a las reses, y descubrió que los lobos se mezclaban con ellas constantemente sin que...

—¡Y una mierda!

—¿Por qué no la deja hablar, caramba? —exclamó uno del MAL.

—¿Y vosotros por qué coño no os volvéis a casita y dejáis de fastidiarnos?

Buck Calder se puso de pie y levantó las manos.

—El amigo de la ciudad tiene razón. Ya que hemos invitado a la señorita Ross a nuestra reunión, deberíamos tener la educación de escucharla hasta el final.

Helen le hizo un gesto con la cabeza.

—Gracias. Por lo visto los lobos prefieren como presas a los ungulados salvajes. En Ninemile, durante un período de seis años, sólo mataron a tres terneros y una ternera...

—Entonces, ¿cómo es que aquí han matado a cuarenta y tres en un par de meses? —preguntó Ethan Harding, suscitando un fuerte murmullo de aprobación.

—Mire, estamos intentando verificar el número de pérdidas que pueden atribuirse a los lobos con toda certeza.

—¿Nos está tratando de mentirosos?

—En absoluto.

Buck Calder se echó hacia adelante en su asiento.

—Disculpe, Helen. ¿Podría decirnos cuántas de esas muertes llevan ustedes atribuidas «con toda certeza» a los lobos?

Ella vaciló. Era la pregunta que más temía. Sólo se habían encontrado cinco cadáveres, y ninguno era lo bastante reciente para poder averiguar la causa de la muerte.

—¿Señorita Ross?

—Aún estamos en ello. Ya sabe lo escasas que son las pruebas...

—Bien, pero en estos momentos, ¿qué número de muertes atribuyen ustedes a los lobos?

Helen se volvió hacia Dan en busca de ayuda. Éste carraspeó, pero Calder le impidió tomar la palabra.

—Creo que quien tiene que contestar es la señorita Ross. ¿Cuántas?

—Ya le digo que aún tenemos...

—De momento.

El público aguardaba la respuesta en medio de un silencio sepulcral. Helen tragó saliva.

—Pues de momento... ninguna.

Se produjo un revuelo tremendo. Todos empezaron a vociferar y parte del público sentado se puso de pie. Al fondo, la integrante más agresiva del MAL andaba a la greña con Ethan Harding.

—¡El lobo es una especie en peligro de extinción, idiota! —berreó.

—¡No, señora, la que está en peligro de extinción es usted!

Calder levantó las manos y pidió silencio, pero de poco sirvió. Helen sacudió la cabeza y cogió un vaso de agua. Mientras bebía miró a Dan, y lo vio encogerse de hombros con aire de culpabilidad. Bill Rimmer estiraba el cuello para divisar el fondo de la sala. Por lo visto pasaba algo. El cámara de la televisión se había dado la vuelta y estaba subiéndose a una silla para conseguir una buena toma.

Helen vio que fuera había una camioneta aparcada con los faros apuntando a la sala. Alguien se había apeado de ella y caminaba hacia la entrada, enmarcado por una cortina de lluvia. La multitud apiñada en el vestíbulo se fue apartando para dejarle paso. Entró en la sala y se abrió paso entre los alborotadores, que al verlo interrumpieron sus soflamas y se echaron a un lado.

Era Abe Harding.

Llevaba algo al hombro, una especie de paquete. Helen miró a Dan de reojo. Ambos fruncieron el entrecejo.

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