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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano II. Tormenta de flechas (36 page)

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Diodoro meneó la cabeza.

—¿Te acuerdas de cuando éramos mercenarios? —preguntó con nostalgia.

Un pálido sol emergió entre las orejas del corcel de Kineas. A la izquierda tenía a Diodoro, y a la derecha a Filocles, borracho de vino pero bastante entero.

—Vayamos a buscar a Srayanka —dispuso, con el corazón más alegre de lo que lo había tenido en meses.

—Y a Alejandro —apostilló Diodoro.

Parte IV
El árbol de la vida
17

—¿Majestad?

Eumenes, el cardio, entró con cautela en el sanctasanctórum donde la Ilíada reposaba en su cofre y las panoplias de los enemigos de Alejandro decoraban las paredes. Con cada campaña, Alejandro se iba volviendo más retraído, más extraño. Al cruzar las montañas había hecho gala de uno de sus arranques de actividad sobrehumana, incluso de empatía, rescatando a soldados afectados de ceguera pasajera causada por el resplandor de la nieve y hablando de manera improvisada con cada pelotón de piqueros que bajaba por el desfiladero. Pero ahora el arrebato de energía divina había pasado, y lo que quedaba era un hosco tirano sentado en medio de sus tesoros favoritos.

Levantó la vista, mostrando sus ojos disparejos.

—¿Qué hay, Eumenes?

—Espitamenes ha entregado a las amazonas, majestad. —Eumenes mantenía la cabeza ligeramente inclinada—. Y Banugul, la hermana de Barsine, ha llegado desde Hircania.

—La que se armará en el harén cuando se entere de que su hermana está conmigo. —Alejandro sonrió—. No puedo decir que lamente del todo su presencia, pero tendrás que ocultársela a Hefestión —dijo Alejandro—. ¿Por qué ha venido?

—Su explicación es compleja, señor. Culpa a su padre, pero también a un mercenario griego. De hecho, no esperaba encontrarnos aquí; cruzó las montañas desde Hircania con la intención de ir a buscarnos a Kandahar.

—Los mercenarios griegos nunca son de fiar. La creía más lista. Muy bien, toma nota de que la veré. Mantenía apartada de Hefestión. ¿Algo más? —preguntó Alejandro con petulancia.

—Como bien dices, Barsine se enfadará cuando se entere. —Al igual que las demás mujeres, se había quedado en Kandahar.

—Barsine me importa menos que la puta más rastrera que acarrea un saco de mijo para el ejército. Al menos Banugul es inteligente. —Alejandro se rascó la barba—. Estoy irritado, Eumenes. No hagas caso al rencor mujeril.

Eumenes se encogió de hombros.

—Dice que hay un ejército, señor, que viene desde el Euxino.

Alejandro lo fulminó con la mirada y el cardio se amedrentó.

—¿El Euxino? ¡Tonterías! Los escitas les devorarían las entrañas. Bien; las amazonas. Déjame verlas. ¿Son guapas?

—No mucho, señor.

—Por Ares, ¿acaso apestan?

Alejandro se puso de pie, se quitó la túnica persa que llevaba puesta y pidió a un esclavo que le llevara un quitón mejor, prenda que se puso por la cabeza. Eumenes se fijó en que estaba más delgado, los músculos resaltaban como cuerdas viejas. Las montañas habían robado un poco más de juventud al rey, tal como habían matado a los veteranos más añosos y envejecido a los demás. La marcha a través de los montes había desbaratado la iniciativa de los rebeldes y traído a Espitamenes, el jefe enemigo más peligroso, a la mesa, pero había segado la vida a más macedonios que cualquiera de las victorias del rey.

Eumenes se encogió de hombros.

—Huelen como caballos, majestad.

Alejandro se rió.

—Igual que nosotros —dijo. Se pasó la mano por el pelo y apartó a sus esclavos—. ¡Ven! —dijo imperiosamente.

Eumenes lo siguió fuera de las tiendas interiores hasta la tienda de recibir. Al ver que Alejandro salía de sus aposentos, Hefestión, percibiendo que algo importante podía suceder sin estar él presente, entró apresurado por la puerta principal.

A un lado de la puerta, dos mensajeros aguardaban a que el rey les prestara atención, mientras que al otro lado tres mujeres bárbaras con túnicas de seda y bombachos de cuero miraban en torno a ellas movidas por la curiosidad, bajo la atenta vigilancia de una pareja de Compañeros del rey.

—¿Qué novedades hay, Aquiles? —preguntó Hefestión.

Alejandro, por una vez sin humor para lisonjas, se encogió de hombros.

—Las amazonas de Espitamenes —dijo—. Avisa a Kleistenes.

Hefestión envió a un esclavo y luego sonrió al corrillo de mujeres con ropa de cuero.

—¿Unas bárbaras apestosas? Supongo que las enviarás a los burdeles…

Alejandro miró a su amigo con algo semejante al asombro.

—Son mujeres libres de las llanuras, Hefestión. Si las trato mal, los masagetas, los sakje y los dahae se enterarán y me causarán problemas. Mi deseo es que se sometan como hicieron con los persas. ¿Entiendes?

Hefestión, poco acostumbrado a que lo corrigieran en público, se sonrojó.

La mayor de las amazonas estaba embarazada de varios meses, pero aun así era bastante guapa. Tenía unas pobladas cejas negras, la piel perfecta de una estatua de marfil en un templo y sentido del humor. Dedicó media sonrisa a Alejandro.

—Los masagetas nunca se sometieron a los persas y nunca se someterán a ti. —Hizo una ligera reverencia—. Señor.

Alejandro se sentó en su banqueta de marfil y meneó la cabeza.

—¡Hablas griego! —exclamó asombrado.

—Por supuesto —contestó ella.

—Los masagetas se sometieron a Ciro y a Darío —sostuvo Alejandro con mayestática irrevocabilidad.

—Te han informado mal —replicó la mujer—. Los masagetas mataron a Ciro y eludieron a Darío.

Alejandro enarcó una ceja.

—Eso concuerda con lo que dice Heródoto, señor —terció Kleistenes, el filósofo griego.

—¡Mejor! —Alejandro miró en torno a él—. Esta versión me gusta mucho más. Cuando los conquiste, ¡seré el primero!

La mujer rió a carcajadas y tradujo para sus compañeras. Charlaron en su lengua bárbara y rieron con ella.

Alejandro se levantó y se acercó a las amazonas. Puso un dedo bajo la barbilla de la mujer embarazada para levantarle la cara y ella lo apartó de un manotazo con la rapidez de una leona.

—Tienes el rostro de una diosa. Pero estás preñada. ¿De quién es el hijo? —preguntó Alejandro.

—Mío —contestó ella—. Y de mi marido.

—¿Un guerrero masageta? —preguntó Alejandro, examinando a la amazona más joven, bonita pero musculosa como un hombre.

—¿Tengo aspecto de masageta? —preguntó la mujer. Volvió a reírse.

—Todos los bárbaros me parecen iguales —dijo Alejandro.

—Soy doña Srayanka de los sakje Manos Crueles. Recorremos la estepa a nuestro antojo, y nuestros campesinos labran la tierra en los valles del norte de Olbia.

Alejandro miró a Kleistenes y luego otra vez a la mujer.

—¿En serio? ¿Habéis recorrido todo el camino desde el Euxino a caballo? —Esto le recordó el chisme del cardio, pero no quiso mencionarlo ante Hefestión—. ¡Entonces es cierto que el mar de hierba se extiende desde el Jaxartes hasta el Tanais!

Srayanka asintió.

Hefestión se acercó a él.

—Ya hemos perdido bastante tiempo con estas bárbaras —dijo. Dio la espalda a las amazonas—. ¡Amazonas preñadas! La ramera nativa de un soldado de caballería, diría yo. No podría pelear ni contra un niño.

La mujer encinta entrecerró los ojos.

—Dame una espada y te rajo, muchacho.

Alejandro hizo una seña a Kleistenes.

—Léeme el pasaje de la Ilíada sobre Pentesilea, reina de las amazonas —ordenó.

Kleistenes meneó la cabeza, y regresó al interior de la tienda en busca del pergamino.

Hefestión, molesto y acostumbrado a salirse con la suya, pasó por delante de Alejandro y dio un puñetazo en la cara a la mujer embarazada. Grávida como estaba, siguió el movimiento del golpe, que recibió sesgado en la coronilla, y de pronto resurgió entre los brazos de Hefestión, quien retrocedió soltando un gruñido. Srayanka le había quitado la espada. Se puso lívido de ira.

—Jamás conquistarás ni a los masagetas con soldados como éste —dijo Srayanka a Alejandro. Empuñaba la espada con soltura a pesar de su abultado vientre—. ¡Libéranos, oh, Rey! No te hemos hecho ningún daño y el traidor de Espitamenes nos raptó en el mar de hierba. Es tu enemigo además del mío y, si me liberas, mis clanes le darán caza como a un perro.

Alejandro miró a su compañero desarmado con suma decepción y luego se volvió hacia Srayanka.

—Cuando vuestros hijos nazcan, serán unos rehenes estupendos —soltó—. Viviréis cómodamente con mis mujeres y cuando marche sobre vuestra tierra dentro de unos años, podréis ayudarme. —Se volvió hacia Kleistenes, obviando la presencia de Hefestión—. ¡El mar de hierba es real! ¡Podemos marchar sobre Tracia!

Kleistenes observaba a Hefestión.

—Parece una auténtica amazona, majestad.

Hefestión se serenó.

—Quiero a la joven para mí —dijo.

Srayanka seguía empuñando la espada.

—Es la señora de los Gatos Esteparios, una líder guerrera y dueña de mil caballos —repuso Srayanka. Su reacción devolvió el buen humor a Hefestión.

—Podrá abrirse de piernas para mí tan bien como cualquier otra mujer —dijo él, y algunos de los soldados que había en la tienda rieron—. Devuélveme la espada antes de que alguien se haga daño —añadió con el tono que empleaba para razonar con las mujeres y los animales.

Srayanka asintió, pensativa.

—Lo siento —le dijo a Alejandro, y cortó la parte alta del muslo de Hefestión, desprovisto de armadura, haciendo que la sangre manara como agua; no fue un corte profundo, pero sí doloroso. Entonces tiró la espada al suelo, a los pies de Alejandro, y los guardias la agarraron—. No creo que vuelvas a abrir muchas más piernas durante una temporada —gritó a Hefestión en medio del caos reinante.

Alejandro la contemplaba con una mezcla de horror y placer.

—¡Te llamaré Medea! —se le ocurrió.

Srayanka se encogió de hombros.

—Muchos hombres lo hacen —replicó—. Libérame o sufrirás las consecuencias.

Alejandro sonrió; la primera sonrisa espontánea desde que su variopinto ejército se había enfrentado a las ventiscas en el camino desde Kandahar.

—Jamás te liberaré, señora —dijo. Detrás de él, guardias y esclavos atendían a Hefestión.

Srayanka se irguió, y su preñez no hizo sino conferirle mayor dignidad.

—Eso ya lo veremos —contestó. Lanzó una mirada a Hefestión, que se levantaba con la ayuda de otros dos hombres.

—¡Serás violada por perros, y tus hijos nonatos te serán arrancados del vientre para alimentarlos! —gritó Hefestión—. Haré que te torturen hasta dejarte sin piel, hasta…

Alejandro lo abofeteó y Hefestión se calmó, pero sus ojos fulminaron a Srayanka con odio febril.

—Ya lo veremos —replicó ella.

18

La suerte, la buena fortuna, una planificación esmerada y la voluntad de los dioses acompañaron a las tropas de Kineas a través del desierto en plena floración primaveral, con agua en cada hondonada y flores entre las desoladas rocas. Quince días después de su partida, cuando se celebraba la fiesta de Plinteria en Atenas, el ejército se reunió al borde de la interminable estepa que se extendía hacia todos los horizontes excepto el que tenían detrás, cuyos espejismos, diablos de polvo bajo el perfil morado de las montañas en el ocaso constituían lo último de Hircania.

—Llevas un buen ritmo —observó Lot, agarrando el antebrazo de Kineas—. Te has convertido en un auténtico sakje.

Kineas se sonrojó ante semejante elogio.

—Hemos tenido un tiempo perfecto y agua en todas las pozas.

Lot sonrió. En sakje, dijo:

—Por eso cruzáis el desierto en primavera. Ven; tengo un poco de vino malo y Samahe está contando las aventuras de Ataelo en el este.

—Pareces contento —observó Kineas.

—¡Estoy en casa! —exclamó el príncipe Lot—. Creo que ya nunca más contaba con regresar. ¡Y aquí estamos! Mis mensajeros están en la estepa, camino de nuestras yurtas y nuestra gente. Nos encontraremos en las Montañas de Sal, ¡y entonces celebraremos un banquete!

Kineas asintió:

—¿Cuánto queda hasta las Montañas de Sal?

Lot lo condujo a su «tienda», poco más que un cuadrado de lino basto clavado sobre un par de lanzas. Mosva les sirvió vino en copas de oro.

—Las copas son mejores que el vino —comentó en tono jocoso—. En diez días estaremos en los montes. Diez arduos días, y luego tendrás todo el forraje que necesites para llegar hasta Srayanka. —El príncipe sármata olisqueó el aire, cargado de polvo y polen como en un mercado—. ¡Ese es el aroma del hogar!

—¿Nos abandonarás? —preguntó Kineas.

—¡Jamás! —contestó Lot—. ¡Ahora estás en mi tierra! Velaré por tu seguridad como tú has hecho conmigo. —Bebió de su copa y Kineas apuró la suya—. Diez días a buen ritmo y luego el banquete.

Kineas se volvió hacia Mosva. Por un lado, era una mujer; por otro, tan sólo uno de sus soldados.

—¿Quién te gusta más: León o Eumenes? —preguntó Kineas.

Mosva lució la sonrisa propia de una joven que empieza a descubrir su poder.

—Los dos —dijo, y se echó a reír. Lot asintió.

—Ambos muchachos son excepcionales. —Sonrió—. En mi pueblo, las mujeres eligen a sus compañeros. Los dos son ricos, bien relacionados, valientes y extranjeros. —Volvió a sonreír—. El hijo de mi hermana hereda mis tribus, no importa qué camino siga mi hija.

—¿El hijo de tu hermana? —preguntó Kineas.

—Upazan —contestó Lot, y frunció el ceño como si ese nombre le dejara mal sabor de boca.

«Diez días a caballo y a buen ritmo», se fue repitiendo por todo el ejército a medida que cabalgaban hacia el este. El desierto desapareció a sus espaldas mientras avanzaban por lomas de hierba nueva, verdes como las vestiduras de Perséfone, aunque los cursos de agua eran escasos y sólo la lluvia los salvaba de padecer las consecuencias; hasta que llegaron a un gran río que se cruzó en su camino, borboteando marrón entre las rocas con la crecida del deshielo que el suelo empapado no lograba absorber.

Kineas iba a lomos de su caballo de silla geta y dejó que éste se abrevara, pero poniendo cuidado en que no bebiera más de la cuenta. Diodoro y León hicieron lo mismo.

—¿Seguro que esto no es el Oxus? —preguntó Diodoro.

Kineas negó con la cabeza.

—Aún debemos estar a veinte días del Oxus —dijo. Se rascó la barba—. O más. ¡Lot! —llamó.

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