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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano II. Tormenta de flechas (4 page)

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Vinimos aquí —replicó Urvara sin más—. Mi padre murió por el rey de los asagatje. Sé lo que piensas, Marthax, pero me da igual. —Y se sentó.

Los ojos de Srayanka buscaron a Kineas, que enseguida se levantó. La mayoría de los hombres que estaban en torno a Marthax gruñeron como para sus adentros.

Antes de que dijera palabra, Marthax también se levantó. Era un palmo más alto que Kineas.

—Aquí no tienes voz —dijo.

Kineas lo miró de hito en hito.

—Aquí mi «clan» es el más grande —protestó Kineas. Miró a los presentes en la tienda. Algunos ojos se mostraban abiertamente hostiles; los de Graethe, por ejemplo. Otros, amistosos; Parshtaevalt de los Manos Crueles asintió, como indicándole que hablara.

Kineas dio un paso hacia Marthax.

—Hemos muerto por vosotros —prosiguió—. Resistimos en el vado y repelimos a Zoprionte hasta que vosotros llegasteis. Mi pueblo murió. Mis amigos murieron. —Kineas levantó un brazo cubierto de cicatrices fruto de su participación en la lucha y miró de nuevo a los allí presentes—. Mi ciudad sigue en manos de un tirano y su guarnición de macedonios, y debo hacer algo al respecto o mi «clan» se quedará a vivir con vosotros para siempre. —Se encogió de hombros y dio la espalda a Marthax, lo cual hizo que la piel de entre los omóplatos le picara al volverse hacia la muchedumbre, y pensó: «¿Cuándo he dejado de confiar en el caudillo?»—. Debe permitírsenos ir a reclamar nuestra ciudad antes de que los ciudadanos desesperen y actúen con imprudencia. —Giró en redondo hacia Marthax—: Y tú no puedes pretender darme órdenes y luego hacerme callar en el consejo. Eras el caudillo de Satrax. ¿Quién eres ahora?

Marthax no esperaba que Kineas lo atacara. Como tampoco Srayanka, que puso la cara de preocupación de una mujer que duda de la prudencia de su hombre. Marthax dio un paso atrás como si lo hubieran herido y se puso tan encarnado como su atuendo.

—¿Que quién soy? —preguntó—. ¡Soy el rey de los sakje! —bramó.

Pandemónium. Los jefes de todos los clanes se pusieron en pie: unos protestaban, otros vitoreaban o gritaban para ser escuchados.

Marthax aprovechó la ocasión para hablar:

—Soy el primo de Satrax y era su caudillo. He comandado todas las tribus en la batalla y he salido victorioso de cada contienda. Yo encabecé la expedición contra los getas cuando los masacramos. —Alargó el brazo a sus espaldas y blandió su escudo—. ¡Soy el poderoso escudo de los sakje! —rugió.

El escudo se hizo pedazos en su mano y el silencio se apoderó de la tienda; el silencio del terror y los augurios.

Una voz aguda llegó de detrás de Marthax, como el falsete de un hombre o la voz de un niño pequeño.

—¡Podrás ser rey hasta que el monstruo haya muerto y las águilas vuelen! —chilló la voz.

Marthax tiró los trozos de su escudo al suelo y fue a por la niña, pero ésta se escurrió bajo la lona de la tienda y se esfumó.

2

—Eres hermoso —dijo Srayanka. Estaba tumbada a su lado sobre un montón de pieles. La lluvia producía en el techo del carromato un sonido semejante al de la orilla del mar, y su mano callosa lo acariciaba con perezosa familiaridad.

La barrera idiomática impedía que Kineas respondiera de la misma manera. Podía decirle que era hermosa; podía decir que sus senos eran hermosos, sus piernas bonitas, todo un catálogo de atributos corporales; pero ninguno transmitiría lo que él quería decir. En griego, le diría que su belleza lo asombraba cada vez que la veía descubierta, que nunca se cansaría de contemplar las complejas curvas que dibujaba su vientre firme al unirse a las caderas, que el suntuoso terciopelo de su piel y su contraste con las manos endurecidas por la lucha lo excitaban como ninguna otra mujer lo haría jamás; pero el griego de Srayanka seguía limitándose a cincuenta verbos y unos pocos cientos de nombres, y la clase de sutileza que hacía exactos y personales sus cumplidos estaban por el momento tan lejos de su alcance como una comedia de Aristófanes.

Hacían el amor esporádicamente, a menudo con prisa y siempre en secreto. Que eran pareja se sospechaba y contrariaba a todo el campamento, cada día más reducido. Especialmente aquella noche.

Los sakje se estaban marchando. El consejo había terminado en desacuerdo y arrebatos de ira antes de que se le reconociera formalmente a Srayanka su derecho a exponer su candidatura al trono; pero los bandos ya se habían definido.

Todos ellos juntos, los sakje y los olbianos, habían combatido en una gran batalla, la mayor batalla que cualquiera de ellos pudiera recordar. Diez estadios al norte del carromato-yurta donde Kineas yacía entrelazado con Srayanka, el campo de batalla del Vado del Río Dios seguía siendo una tumba turbulenta tres semanas enteras después de que el ejército de Zoprionte hubiera muerto allí. Más de veinte mil macedonios con sus tropas auxiliares y sus aliados habían perecido; y casi un tercio de esa cifra de guerreros sakje, y un millar de griegos euxinos. Los muertos superaban en número a los vivos, y la lluvia que caía como lágrimas de dioses arrepentidos pudrían los cadáveres tan deprisa que los hombres temían tocarlos o levantarlos. Los animales carroñeros todavía atestaban el campo, dándose un festín de macedonios muertos que yacían indefensos, despojados de armaduras.

Los hombres decían que aquel campo estaba maldito.

Kineas lo sentía como una herida abierta porque los muertos sin enterrar se le aparecían en sueños, exigiendo exequias. Pese a su dilatada experiencia, no concebía que un ejército pudiera ser exterminado y no pudiera enterrar a sus muertos. Eso lo aterraba. Como lo aterraban las voces del sinfín de muertos.

—¿En qué piensas,
airyanám
? —preguntó Srayanka. Se apoyó en un codo. Iba desnuda para combatir el húmedo calor, y no tanto por descaro como por no ser consciente de que alguien pudiera llevar ropa en una noche tan calurosa. En el interior de su carromato, desdeñaba la ropa mientras reinaran la humedad y el calor.

Kineas se obligó a apartar sus pensamientos del campo de batalla y regresar al carromato junto a su amada, junto al maravilloso cuerpo que los dioses le habían dado, junto a sus ambiciones y sus caprichos. Pero fue sincero.

—Pensaba en los muertos sin enterrar —contestó.

—Alimento para los cuervos —repuso Srayanka, encogiéndose de hombros. Hizo un gesto para desviar la indeseada atención de las criaturas del averno—. Nombrar es llamar, Kineas. —Le puso un dedo en los labios—. No hables de los muertos tan a la ligera. Eran enemigos. Ahora han pasado al más allá. El campo está maldito y los sindones lo evitarán durante una generación. Luego la hierba crecerá más verde gracias a la sangre, y después crecerá el grano. Así son las cosas. Y la Madre acogerá en su seno a los agitados espíritus, y el tiempo todo lo curará.

Kineas la observaba, sentada como una estatua de Afrodita, marcando con la mano sus argumentos a propósito de los muertos como un erudito en el ágora.

—Deberías ser reina —dijo Kineas—. Tienes cabeza para ello. —Se mesó la barba desaliñada y se rascó la cabeza—. Hoy no tendría que haber hablado. Hablé cuando no me tocaba y me temo…

—¡Calla! —exclamó Srayanka. Meneó la cabeza, haciendo oscilar la melena suelta—. Marthax es más fuerte que yo, Kineas. —Lo observó un momento a la luz de la única lámpara de aceite—. No conduciré a mi pueblo a una guerra entre hermanos. Marthax no será un mal rey; lo conoces. Hace lo que cree que debe hacer. —Suspiró—. He trabajado duro para que el pueblo te acepte como mi consorte. —Se encogió de hombros, sus rotundos senos subieron y bajaron, la cobertura de músculo cimbreó desde las caderas hasta el cuello, y Kineas la deseó. Pero era un hombre disciplinado y se guardó de tocarla.

Srayanka se volvió para mirarlo.

—En cambio, a ti te temen.

—¿Porque soy extranjero? —preguntó Kineas, resiguiéndole el flanco con un dedo.

—Y porque eres baqca, y porque me amas. Eres como una criatura de un canto épico, y auguras cambios. —Lo besó—. Porque podrías gobernarlos con mano de hierro, y eso les da miedo.

Kineas meneó la cabeza.

—Yo no quiero gobernar —replicó.

—Pero lo harías si pensaras que es por el bien común. —Srayanka pronunció la expresión «por el bien común» con la entonación de Kineas.

Y éste se encogió de hombros:

—Escucha, amor mío. Juntos podríamos doblegar la voluntad del ejército. Convertirlo en tu ejército. —¡Ea!, ya lo había dicho. Sus propios oficiales querían marcharse, pero él tenía que ofrecer… apoyo a la reivindicación de Srayanka al trono.

Srayanka le agarró la cabeza con las manos y le dio un beso.

—No,
airyanám
. Te lo agradezco, pero no. Era el ejército de Satrax; y él ha muerto. —Con un ademán, indicó los inescrutables designios de los dioses—. Si hubiese vivido un año más, yo habría sido su heredera; lo habríamos sido los dos. —Volvió a encogerse de hombros—. No voy a enfrentar a los soldados griegos contra los hombres de los clanes.

Kineas se incorporó a su lado.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó—. ¿Qué vamos a hacer?

Srayanka guardó silencio un buen rato; oyeron a miles de caballos pastando: el siempre presente rumor del campamento sakje. En algún lugar, unos hombres gritaban junto a una fogata.

—Iré al este —respondió al fin Srayanka—. Muchos de los guerreros más jóvenes siguen estando dispuestos, e incluso animados, a combatir al monstruo en el este. Le diré a Marthax que estarán bajo mi mando y él aceptará, porque así se evita la guerra.

Kineas había visto venir que aquélla sería la decisión de Srayanka. Siempre supo que ella estaba a favor de enviar una expedición al este para apoyar a los masagetas. Lo que no se había figurado era que fuera a ir en persona.

—Pero… —repuso Kineas. Y se interrumpió. «Pero ¿y nosotros qué?» Era demasiado egoísta por su parte. La elección de Srayanka estaba bien clara, y la había tomado como la heroína que era. ¿Acaso él iba a ser menos?

—Tengo que arrebatarle Olbia al tirano —dijo al fin Kineas—. Luego podré reunirme contigo.

Así de simple; y el futuro quedó fijado. Aquel «reunirme contigo» retumbó en su cabeza, halló eco en su mundo de sueños, como una profecía; y, de repente, sintió frío.

Srayanka negó con la cabeza.

—No. Quiero decir, ¿qué es el mudo griego? ¿Locura? ¿Demencia? Vosotros, los griegos, tenéis muchas palabras para pensamientos estúpidos. Tú puedes ser el tirano de Olbia; puedes ser rey. «Te adoran como a un dios.» Has convertido su ciudad en algo, y ahora tu ejército es fuerte. El grano te hará rico, tus hoplitas te darán seguridad y tu alianza con los sakje te hará grande.

Kineas se arrodilló y tomó las manos de Srayanka entre las suyas.

—No quiero ser rico —protestó, y mientras lo decía ya sabía que sus palabras eran tan ciertas como trilladas. La idea de una larga marcha hacia el este para luchar contra Alejandro al lado de Srayanka se extendía como un sueño y, en comparación, la vida cotidiana del patronato y la política se le antojaba una pesadilla—. No quiero ser tirano ni rey. Te quiero a ti. —Sonrió como un muchacho—. He soñado que vencía a Alejandro.

Entonces ella sonrió, y Kineas tuvo un poco de miedo porque no era una sonrisa de amor, sino de triunfo.

—Entonces seré tuya,
airyanám
. Juntos llegaremos lejos —profetizó Srayanka, y posó sus labios en los suyos—. Incluso a las montañas del este, hasta Alejandro.

Tras haber hecho otra vez el amor, ella lo envolvió con su cuerpo a pesar del calor húmedo y el sudor que desprendía, y juntos cayeron dormidos. Y Kineas apenas había agradecido el placer de aquel sueño, con la pierna tersa y firme de Srayanka encajada entre las suyas, cuando se encontró…
sentado a horcajadas en el árbol, con una rama colocada entre las piernas. En la otra punta de la rama, dos águilas exigían comida desde un nido entre los muslos de Srayanka. Sus graznidos ahogaban las palabras de Srayanka. Cuando Kineas tendió un brazo hacia ella, el polluelo más grande lo picó y se cayó&hellip
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Miró alrededor, y todos los soldados que tenía detrás eran desconocidos con espléndidas armaduras, y él llevaba un guantelete chapado en oro en el brazo que veía a través de las rendijas del casco. Estaba seco, sentado a lomos de un caballo de color metal oscuro, y la batalla estaba ganada, el enemigo roto; al otro lado del río, los supervivientes trataban de reponerse entre los maderos del ribazo, junto a un aislado árbol muerto que ofrecía la única protección posible contra la broncínea lluvia de flechas sakje. Entonces él alzó la fusta de Srayanka, le dio tres vueltas en el aire y todos comenzaron a vadear el río. Estaba preparado para la flecha cuando ésta llegó, y casi la recibió con gusto, pues la conocía muy bien; además, para entonces ya se encontraba en el agua, unas manos lo agarraban…

Estaba muerto y caminaba por el campo de batalla, pero era otro campo de batalla, el de Issos, y los muertos se levantaban a su alrededor como hombres despertados de su descanso antes de hora. Y entonces también ellos se pusieron a caminar, frotándose las heridas, algunos metiéndose los intestinos en el vientre. Intentaban en vano hablar, muchos se encogían de hombros, y luego todos, griegos y persas, comenzaron a alejarse del campo de batalla… y se les sumaron los muertos de Gaugamela, más persas y menos griegos y macedonios, todos arrastraban los pies avanzando en una columna de muertos desdichados.

Una única figura se destacaba en la columna. Tenía dos heridas profundas, una en el cuello y otra debajo de la axila, y no llevaba peto, su rostro fláccido y desprovisto de sentimiento estaba negro y podrido; pero Kineas reconoció en él a Clístenes, un amigo de la infancia que había caído en una infame batalla en las riberas del Eufrates. Kineas percibía en Clístenes un halo de tristeza. De hecho, la tristeza irradiaba de él como el calor de una hoguera. Su mandíbula, casi descarnada tres años después de morir, se movía sin emitir ningún sonido. Alargó una mano y apoyó los huesos de los dedos en el antebrazo de Kineas, surcado de cicatrices.

—¿Qué? —inquirió éste—. ¡Habla!

La mandíbula de Clístenes volvió a moverse, más como si masticara carne que como si intentara hablar. De la boca abierta salió arena. La figura putrefacta recogía la arena que iba vomitando, cogiéndola con las manos. Y se la ofreció a Kineas como si fuese un pago o una ofrenda.

Kineas se aterrorizó incluso en sueños. Retrocedió tambaleándose.

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