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Al individuo solitario, ensimismado, con esa periferia infinita —en espacio y tiempo, infinita en el sentido de no finitos— que es la humanidad de posibles lectores.

Podemos ver que lo mismo que representó la imprenta en su época como medio de transmitir el conocimiento en la distancia, ese papel lo encarnan en la contemporaneidad las nuevas tecnologías e Internet en los albores del tercer milenio cobrando pleno sentido la frase de esta obra que ahora ve la luz de nuevo dedicada al bibliotecario:

Desde hoy tendrá que atender al libro como función viviente: habrá de ejercer la policía sobre el libro y hacerse domador del libro enfurecido.

Esa labor del bibliotecario es constituirse en “filtro”, disciplinador de ese ingente depósito móvil de conocimiento que es hoy el ciberespacio.

La Fundación José Ortega y Gasset emprendió en el año 2000 la tarea de fijar el texto quizá definitivo de las obras completas de su titular en diez tomos con unos índices eficientes de los que ya se han publicado los tres primeros y saldrán a la luz los restantes a lo largo de este año, por lo que esta publicación que aquí apoyamos constituye una muy oportuna decisión. Gracias también por ello.

En el
Manifiesto de la IFLA/Unesco sobre la biblioteca pública
se dice:

El bibliotecario es un intermediario activo entre los usuarios y los recursos. Es indispensable su formación profesional y permanente para que pueda ofrecer servicios adecuados.

Frente a un exceso de producción de libros —“selva de libros”— que imposibilita la asimilación de todo aquello que el intelectual tendría que leer, se alza como un elemento salvador el bibliotecario, agricultor que ha de separar la paja del trigo para que la semilla germine, y sea alimento para el progreso de los pueblos y la paz en el mundo. Quizá esto sea la Cultura.

Jesús Sánchez Lambás

Secretario General de la Fundación

José Ortega y Gasset y del Instituto

Universitario de Investigación Ortega y Gasset

José Ortega y Gasset en 1938.

Fotografía de Gisselle Freund.

Misión del bibliotecario

Quisiera hoy prolongar en mi conducta la tradición de una virtud que unánimemente reconocían ya a los españoles los antiguos griegos y romanos: la hospitalidad.
[1]
Ahora bien, en la presente circunstancia el mejor rito hospitalario me parece consistir en que al llegar el extranjero a mi casa yo abandone ésta y me haga un poco extranjero. En esta ocasión de dirigiros la palabra, mi casa solariega es la lengua española, para muchos de vosotros poco habitual. Y he pensado que si había de buscar contacto eficaz con vuestras almas y no haceros perder por completo una hora de vuestras vidas, que las tienen tan contadas, yo debía hacer un esfuerzo y exponerme a la aventura de hablaros en una lengua que conozco muy poco, en que tendré que balbucir y tropezar muchas veces, que ni siquiera pronuncio bien, pero en que a la postre creo que me haré entender. Lo demás lo espero de vuestra benevolencia, que no me delatará a la policía por las erosiones que voy a producir en la sutil gramática francesa.

Y ante todo yo quisiera advertiros que lo que vais a oír no coincide propiamente con el título dado a mi discurso, título con el cual yo me he encontrado, como vosotros, al leer el programa de este Congreso. Lo hago constar porque ese título —“Misión del bibliotecario”— es enorme y pavoroso, y aceptarlo sin más fuera una pretensión abrumadora. No puedo intentar enseñaros nada sobre las técnicas complejísimas que integran vuestro trabajo, las cuales vosotros conocéis tan bien y que son para mí hermético misterio. Debo, pues, recluirme en el más breve rincón del ámbito gigante que ese título anuncia.

Ya la palabra “misión”, por sí sola, me asusta un poco si me veo obligado a emplearla con todo el vigor de su significado. Por supuesto, que lo mismo acontece con innumerables palabras de las que hacemos un uso cotidiano. Si de pronto hiciesen funcionar con plenitud lo que verdaderamente significan, si al pronunciarlas u oírlas nuestra mente entendiese bien y de un golpe su sentido íntegro, nos sentiríamos atemorizados, por lo menos sobrecogidos ante el esencial dramatismo que encierran. Por fortuna, nuestro ordinario lenguaje las usa sumaria y mecánicamente, sin entenderlas apenas, con un sentido depotenciado, adormecido, borroso; las manejamos por de fuera, resbalando sobre ellas velozmente, sin sumergirnos en su interior abismo. En suma, que al hablar hacemos saltar los vocablos como los domadores de circo a los tigres y a los leones, después de haber rebajado su fiereza con la morfina o el cloroformo.

José Ortega y Gasset hacia 1900.

Emulando la famosa actitud de Balzac.

Misión personal

Bastaría, para demostrarlo con un ejemplo, que nos asomásemos un instante al interior de la palabra “misión”. Misión significa, por lo pronto, lo que un hombre tiene que hacer en su vida. Por lo visto, la misión es algo exclusivo del hombre. Sin hombre no hay misión. Pero esa necesidad a que la expresión “tener que hacer” alude, es una condición muy extraña y no se parece en nada a la forzosidad con que la piedra gravita hacia el centro de la tierra. La piedra no puede dejar de gravitar, mas el hombre puede muy bien no hacer eso que tiene que hacer. ¿No es esto curioso? Aquí la necesidad es lo más opuesto a una forzosidad, es una invitación. ¿Cabe nada más galante? El hombre se siente invitado a prestar su anuencia a lo necesario. Una piedra que fuese medio inteligente, al observar esto, acaso se dijera: “¡Qué suerte ser hombre! Yo no tengo más remedio que cumplir inexorablemente mi ley: tengo que caer, caer siempre... En cambio, lo que el hombre tiene que hacer, lo que el hombre tiene que ser, no le es impuesto, sino que le es propuesto”. Pero esa piedra imaginaria pensaría así porque es sólo medio inteligente. Si lo fuese del todo, advertiría que ese privilegio del hombre es tremebundo. Pues implica que en cada instante de su vida el hombre se encuentra ante diversas posibilidades de hacer, de ser, y que es él mismo quien bajo su exclusiva responsabilidad tiene que resolverse por una de ellas. Y que para resolverse a hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige ésa, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, el cual, como antes dije, tiene contados sus instantes. No hay en esto que digo misticismo alguno: es evidente que el hombre no puede dar un solo paso sin justificarlo ante su propio íntimo tribunal. Cuando dentro de una hora nos encontremos a la puerta de este edificio tendremos, queramos o no, que decidir hacia dónde moveremos el pie, y para decidirlo, veremos surgir ante nosotros la imagen de lo que tenemos que hacer esta tarde, que a su vez depende de lo que tenemos que hacer mañana, y todo ello, en definitiva, de la figura general de vida que nos parece ser la más nuestra, la que tenemos que vivir para ser el que más auténticamente somos. De suerte que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general para nuestra existencia. Y esto vale lo mismo para el hombre honrado y heroico que para el perverso o ruin; también el perverso se ve obligado a justificar ante sí mismo sus actos buscándoles sentido y papel en un programa de vida. De otro modo, quedaría inmóvil, paralítico, como el asno de Buridán.

Entre los pocos papeles que, a su muerte, dejó Descartes, hay uno, escrito hacia los veinte años, que dice:
Quod vitae sectabor iter?
, “¿Qué camino de vida elegiré?” Es una cita de cierto verso en que Ausonio, a su vez, traduce una vetusta poesía pitagórica, bajo el título:
De ambiguitate eligendae vitae
. “Desde la perplejidad en la elección de la vida”.

Hay en el hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por tanto, su ser, es algo que tiene que ser elegido. La cosa es estupefaciente; porque eso quiere decir que, a diferencia de todos los demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado ya prefijado, y
por eso
existen, a saber, porque son ya desde luego lo que son, el hombre es la única y casi inconcebible realidad que existe sin tener un ser irremediablemente prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que necesita elegirse su propio ser. ¿Cómo lo elegirá? Sin duda, porque se representará en su fantasía muchos tipos de vida posible, y al tenerlos delante, notará que alguno de ellos le atrae más, tira de él, le reclama o le llama. Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación.

En ella le es al hombre, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero ésta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está en nuestra mano. Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar. La idea de misión es, pues, un ingrediente constitutivo de la condición humana, y como antes decía: sin hombre no hay misión, podemos ahora añadir: sin misión no hay hombre.

José Ortega y Gasset hacia 1955.

Misión profesional

Es una pena que no sea ahora posible penetrar en este tema, uno de los más fértiles y graves; en el tema de las relaciones entre el hombre y su quehacer. Pues, ante todo, la vida no es sino quehacer. No nos hemos dado la vida, sino que ésta nos es dada; nos encontramos en ella sin saber cómo ni por qué; pero eso que nos es dado —la vida—, resulta que tenemos que hacérnoslo nosotros mismos, cada cual la suya. O lo que viene a ser lo mismo: para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. Sí, la vida es quehacer. Sí, la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos, acertar a hacer lo que hay que hacer. Para ello miramos en nuestro derredor o contorno social y hallamos que éste está constituido por una urdimbre de vidas típicas, quiero decir, de vidas que tienen cierta línea general común: hallamos, en efecto, médicos, ingenieros, profesores, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, albañiles, zapateros, maestras, actrices, bailarines, monjas, costureras, damas de sociedad. Por lo pronto, no vemos la vida individual que es cada médico o cada actriz, sino sólo la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres —por ejemplo, el hacer del militar frente al hacer del científico. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las profesiones, carreras o carriles de existencia que hallamos ya establecidos, notorios, definidos, regulados en nuestra sociedad. Entre ellos elegimos cuál va a ser el nuestro, nuestro
curriculum vitae
.

Esto os ha pasado a vosotros. En ese momento de la adolescencia o la primera juventud en que, con una u otra claridad, el hombre toma sus más decisivas decisiones, encontrasteis que en vuestro contorno social ya estaba, antes que vosotros, perfilada la figura de vida y el modo de ser hombre que es ser bibliotecario. No habéis tenido vosotros que inventarlo; estaba ya ahí, donde “ahí” significa la sociedad a que pertenecíais.

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