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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (64 page)

BOOK: Titus Groan
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Pirañavelo insinuó una reverencia, alzando las cejas para indicar que sus tímpanos habían cumplido el cometido que se les encomendara. Si hubiera conocido mejor el lenguaje de los gestos, habría podido indicar a través de algún hiper-sutil movimiento del cuerpo que el único inconveniente auricular había consistido no tanto en tener que esforzar el oído sino y ante todo en tenerlo esforzado.

De cualquier manera, ni siquiera tuvo necesidad de completar la inclinación de cabeza que había iniciado, pues Bergantín estaba ya asestando otro golpe a los libros y papeles de la mesa y levantando una nueva nube de polvo. Había apartado los ojos del joven, y Pirañavelo había quedado, en cierto sentido, varado en la arena: la inundación acuosa de los ojos ya no lo devoraba, pues la mesa de piedra, como si fuera una luna, atraía hacia ella las mareas peligrosas.

Se quitó los escupitajos de los párpados con uno de los pañuelos del doctor Prunescualo.

—¿Qué son estos libros, muchacho? —chilló Bergantín, volviendo a ponerse la muleta en la axila—. Por mi cara pellejuda, ¿qué son, muchacho?

—Son la Ley —dijo Pirañavelo.

Con cuatro golpes de muleta el anciano se le puso de nuevo debajo, irrigándolo con ojos ardientes y húmedos.

—Por los poderes ocultos, es la verdad —dijo. Se aclaró la garganta—. No te quedes ahí mirando embobado. ¿Qué es la Ley? ¡Respóndeme, maldito seas!

Pirañavelo respondió sin reflexionar un momento, pero con el gusano de la astucia moviéndose como un cebo en el anzuelo del cerebro.

—El Destino, señor. El Destino.

Aunque vaga, trivial y nebulosa, era la respuesta apropiada. Pirañavelo lo sabía. Para el viejo no había otra virtud que la Obediencia a la Tradición. El destino de la estirpe Groan, la ley de Gormenghast.

Ningún miembro de carne y hueso de la familia Groan podía despertar en él la lealtad que le inspiraba la abstracción Groan, el símbolo. Que el curso de este largo y sombrío río familiar continuara indefinidamente, siguiendo los contornos del terreno sagrado, era lo único que le importaba.

El septuagésimo sexto conde, si lo encontraban alguna vez, vivo o muerto, ya no tenía derecho a que lo enterraran entre las Tumbas. Bergantín se había pasado el día estudiando volúmenes y más volúmenes de ritual en busca de algún precedente. La compilación tabulada de los procedimientos que había que adoptar en circunstancias heterodoxas e imprevisibles era tan exhaustiva que el anciano dio por fin con un caso de desaparición análogo al de lord Sepulcravo: el decimocuarto conde de Groan había desaparecido dejando un heredero de corta edad. Tan sólo nueve días se habían dedicado a su búsqueda, y después la criatura había sido proclamada conde legítimo, de pie sobre una balsa de ramas de castaño puesta a flote en el lago, con una piedra en la mano derecha, una rama de yedra en la izquierda y un collar de conchas de caracol al cuello, mientras que, cubiertos de follaje, los parientes próximos y los invitados a la «Investidura» permanecían de pie, sentados, agazapados o tumbados entre los árboles de la orilla.

Ahora, cientos de años más tarde, había que volver a organizar todo esto, pues el plazo de los nueve días había expirado. Como Bergantín era la autoridad máxima en cuestiones de procedimiento ritual, a él le correspondía dar las órdenes. El cuerpo pequeño y viejo guardaba en microcosmos a Gormenghast.

—Hurón —dijo, con los ojos todavía levantados hacia Pirañavelo—, tu respuesta es buena. Cuerpo mío, del Destino se trata. ¿Cual es tu nombre de bastardo, muchacho?

—Pirañavelo, señor.

—¿Edad?

—Diecisiete años.

—¡Capullos y volantones! ¡O sea que continúan procreando! Diecisiete años… —Una lengua arrugada le asomó entre los labios secos y apergaminados. Hubiera podido ser la lengüeta de una bota—. Diecisiete años… —repitió, con una incredulidad tan meditabunda en la voz que sorprendió al joven; nunca había oído semejante entonación en la vieja garganta—. ¡Malditas arrugas! Dilo otra vez, polluelo.

—Diecisiete años —dijo Pirañavelo.

Bergantín cayó en una especie de trance. Las cuencas de los ojos se le nublaron y oscurecieron como sargazos diminutos de color azul tiza apagado (el velo de la catarata), como si Bergantín intentase recordar los laberínticos días de la adolescencia. El nacimiento del mundo, de la primavera en los abismos del Tiempo.

De repente se recuperó y se puso a maldecir, moviendo los omoplatos frenéticamente como si quisiera sacudirse de encima algo nocivo, mientras daba irritados y elásticos saltitos alrededor de la muleta, que chirriaba al golpear el suelo desnudo.

—Atiende, muchacho —dijo al fin, deteniéndose—, hay trabajo que hacer. Hay que construir una balsa, ah cuerpo mío, una balsa de ramas de castaño nada menos. La procesión. La carrera de los descamisados por una talegada. La barbacoa en la Sala de Piedra. ¡Que el infierno me astille, muchacho! Llama a los sabuesos.

—Sí, señor —dijo Pirañavelo—. ¿Los hago volver a sus cuarteles?

—¿Eh? —dijo Bergantín entre dientes—. ¿Qué dices?

—He dicho que si tengo que devolverlos a sus cuarteles —dijo Pirañavelo.

La respuesta fue un ruido afirmativo en la acordonada garganta.

Pero cuando Pirañavelo empezó a retirarse: —¡Aún no, estúpido! ¡Aún no! —Y después—: ¿Quién es tu amo?

Pirañavelo reflexionó un instante. —No tengo un amo inmediato —dijo—. Intento ser útil, aquí y allá.

—Conque sí, ¿eh, pimpollo? Conque «aquí y allá», ¿eh? Ya te he calado. Te he calado, renacuajo, hasta los huesos y el cerebro. A mí no puedes engañarme, por las piedras que no. Eres una ratita primorosa, pero el «aquí y allá» se te ha acabado. A partir de ahora será sólo «aquí», ¿me entiendes? —El viejo barrenó el suelo con la muleta—.
Aquí
—añadió en un arranque de vehemencia— Junto a
mi
. Puedes serme útil. Muy útil. —Se rascó la axila a través de la abertura en los harapos.

—¿A cuánto va a ascender mi salario? —dijo Pirañavelo, poniéndose las manos en los bolsillos.

—¡Tu
manutención
, bastardo insolente! ¡Tu
manutención
! ¿Qué más quieres? ¡Por el fuego del infierno, muchacho! ¿No tienes orgullo? Un techo, la comida y el honor de estudiar el Ritual. Tu
manutención
, maldito seas, y los secretos de los Groan. ¿Cómo crees que puedes servirme si no aprendes el férreo Oficio? No tengo hijos, oh cuerpo mío. ¿Estás preparado?

—Nunca lo he estado más —dijo el muchacho alto de hombros.

JUNTO AL LAGO DE GORMENGHAST

PEQUEÑAS RÁFAGAS de aire blanco y fresco soplaban a través de los árboles altos alrededor del lago. Parecían como apartados del calor denso de la estación; tan diferentes eran del cuerpo estéril del aire. ¿Cómo era posible que un aire tan espeso se abriera a columnas tan ajenas y acuosas? En la húmeda estación aparecía una fisura al paso de cada ráfaga. Y volvía a cerrarse, como una manta ardiente cuando las ráfagas morían, hasta que una nueva punzada de púas azules la rasgaba otra vez. Y volvía a cerrarse y a abrirse.

La atmósfera empalagosa de este día de verano era ahora más ligera, menos rancia. Las hojas abrasadas golpeaban unas contra otras, y las arvejas crujían débilmente, inclinando las cabezas copetudas, y la superficie del lago era una conmoción punteada por un millón de alfilerazos, y unas sombras de piel de gallina se deslizaban sobre el agua soltando o escondiendo momentáneamente una danza de diamantes.

Entre los árboles de la pendiente del lado sur que descendía precipitadamente hasta el agua, y a través de una cuna abierta entre el ramaje alto, podía verse una parte del castillo de Gormenghast, descamado por el sol y pálido dentro del oscuro marco de las hojas: una fachada distante.

Un pájaro descendió de pronto, barriendo la superficie del lago con las plumas del pecho y dejando un rastro de luciérnagas sobre el agua inmóvil. Mientras subía hacia los árboles por el aire caliente, el pájaro esparció un rosario de gotas de agua. Una de estas gotas colgó por un momento de una hoja de encina. Y mientras así colgaba, su cuerpo era titánico. Todo el vasto verano creció en ella; reflejaba las hojas, el lago y el cielo. La arboleda se extendía sobre ella, balanceándose junto con el calor, cada rama, cada hoja. Y cuando las plumas azules echaban a volar, el movimiento del paisaje en miniatura se estremecía, pendiendo. Al fin la gota se hundió y descendió, y mientras se alargaba, el reflejo distorsionado de las altas y ruinosas masas del distante edificio moteadas con ventanas anónimas, y de la yedra posada sobre el ala sur como una mano negra, empezó a temblar dentro de la perla estirada, a punto de desprenderse del borde de la hoja de encina.

Pero aun mientras caía, las hojas de la lejana yedra seguían aleteando en el vientre de la lágrima, y, microscópica, asomada a la espinilla de una ventana, una cara contemplaba el verano.

En el lago los reflejos de los árboles ondeaban con un movimiento de concertina, y las aguas se rizaban mostrando entre ráfaga y ráfaga una crespa inmovilidad. Pero había una pequeña zona del lago donde las ráfagas no penetraban, pues allí una alta pared en ruinas, adosada a un soto, resguardaba una ensenada poco profunda de agua humeante manchada por renacuajos.

La ensenada se abría en la otra orilla del lago, delante de la empinada arboleda y el castillo, desde donde soplaba la brisa. Tomaba el sol en el rincón norte del extremo oriental. De oeste a este (de la arboleda a la ensenada) se extendía la parte más larga del lago, pero no había mucha distancia, en cambio, entre las orillas norte y sur. La del sur estaba en gran parte almenada por oscuras hileras de coníferas, y algunos cedros y pinos crecían en el agua. A lo largo de la orilla norte una fina arena gris se perdía entre los bosquecillos de abedules y saúcos.

En la arena, cerca del agua, y aproximadamente en el centro de la costa norte, había una enorme alfombra de color de orín, y en el centro de la alfombra estaba sentada Tata Ganga. Fucsia yacía de espaldas junto a ella, con la cabeza vuelta a un lado y el antebrazo sobre los ojos para protegerlos del sol. Vestido con una camisa amarilla, Titus se bamboleaba de un lado a otro por la arena caliente. Tenía el pelo más largo y oscuro. Era totalmente lacio, pero el grosor y el peso compensaban la falta de rizos. Le llegaba hasta los hombros, una umbría oscura, y le caía por la frente en un espeso flequillo.

Se detuvo un momento (como si se le acabara de ocurrir algo muy importante) en medio de un trote diminuto y errático, y volvió la cabeza hacia la señora Ganga. Tenía las cejas fruncidas sobre el violeta único de los ojos, y había una mezcla de patetismo, ridiculez y sabiduría en la expresión de su carita de manzana. Incluso una pizca de pomposidad durante un instante, mientras se tambaleaba y se sentaba de golpe, tras perder el equilibrio; y luego, ya en el suelo, un toque de majestuosidad.

Pero de pronto, gateando de lado, impulsándose con una sola pierna, y remando con los brazos hundidos en la arena hasta los codos, sin que la otra pierna intentara cooperar, contenta con dejarse arrastrar por debajo y detrás de su enérgica contraparte,, el niño abandonó su aire flemático y fue todo impetuosidad; pero ni una sola sonrisa le cruzó por los labios.

Cuando al fin alcanzó la alfombra de color de herrumbre, se sentó muy quieto a unos palmos de la señora Ganga y examinó el zapato de la anciana, con el codo sobre la rodilla y el mentón hundido en la mano, una actitud sorprendentemente adulta e inapropiada en una criatura de menos de dieciocho meses.

—¡Oh, mi pobre corazón! ¡Qué aspecto tiene! —se oyó la vocecita de la señora Tata—. Como si no me hubiera afanado para quererlo y hacerlo un niño alegre. Sufriendo las mil y una, molida hasta los tuétanos día tras día, noche tras noche, con esto, lo otro y lo de más allá, apilando agonía sobre agonía para que su pequeña señoría esté feliz de amor, pero él va a su aire como si fuera más listo que la vieja Tata, que lo sabe todo sobre las vagancias —extravagancia quería decir, sin duda— de los bebés, y lo único que recibo a cambio son las travesuras de su hermana…, oh mi pobre corazón, travesuras y rencores.

Fucsia se incorporó sobre un codo y observó las sombrías coníferas al otro lado del lago. Ya no tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar: había llorado mucho últimamente, hasta agotar por un tiempo el flujo salobre. Parecía como si los ojos hubiesen combatido victoriosamente contra huestes de lágrimas.

—¿Qué has dicho?

—¡Eso es! ¡Eso es! —La señora Ganga se puso de malhumor—. Nunca escucha. Supongo que se cree demasiado lista para escuchar a una anciana que ya no tiene mucho tiempo de vida.

—No te he oído —dijo Fucsia.

—Nunca lo
intentas
—respondió Tata—. Eso es lo que ocurre. No lo
intentas
. Es como si yo no estuviera aquí.

Fucsia había acabado por cansarse de las quejumbrosas y lacrimosas reprimendas de la anciana niñera. Apartó los ojos de los pinos y miró a su hermano, que luchaba con la hebilla de un zapato de la señora Ganga.

—Bueno, por lo menos hay una brisa agradable —dijo.

La vieja niñera, olvidándose de que estaba reprendiendo a Fucsia, volvió bruscamente la cara apergaminada.

—¿Qué pasa, mi querida ingrata? —preguntó en tono sorprendido.

Luego, recordando que la «ingrata» la había ofendido por alguna olvidada razón, frunció la cara con una ridícula y encanijada altivez, como queriendo decir: «Aunque te haya llamado "mi querida ingrata", eso no significa que ya seamos amigas».

Fucsia la miró con una malhumorada tristeza.

—He dicho que hay una brisa agradable —repitió.

La señora Ganga no era capaz de mantener durante mucho tiempo esta fingida dignidad, y quiso dar una manotada a Fucsia, como un último gesto, pero juzgó mal la distancia, y errando el golpe, cayó de costado. Fucsia se estiró sobre la alfombra y volvió a sentar a la enana como si se tratara de un objeto de adorno, dejando expresamente el brazo estirado, pues conocía a la vieja niñera. En efecto, en cuanto Tata Ganga se recuperó, se alisó la falda y volvió a ponerse el sombrero con las uvas de cristal, dio un débil golpe sobre el brazo de Fucsia.

—¿Qué has dicho sobre las brisas, querida? Nada que valga la pena, me imagino, como de costumbre.

—He dicho que eran muy agradables.

—Sí, sí que lo son —dijo Tata después de pensarlo—. Sí que lo son, mi niña, pero no me hacen más joven. Simplemente pasan a mi alrededor y me refrescan un poco la piel.

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