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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (37 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Los vampiros se despertarán —le recordé al jefe de bomberos. Asintió y se me quedó mirando, a la espera de más explicaciones—. Estarán malheridos —dije. Aún no lo pillaba—. Necesitarán sangre inmediatamente, y estarán descontrolados. Yo no enviaría a los chicos de rescate a los escombros solos —añadí, y su rostro se puso blanco.

—¿No crees que estarán todos muertos? ¿No puedes encontrarlos?

—Pues, a decir verdad, no. No podemos encontrar a los vampiros. A los humanos, sí, pero a los no muertos, no. Sus mentes no emiten ninguna, eh, onda. Ahora tenemos que irnos. ¿Dónde están los supervivientes?

—Están todos en el edificio Throne, justo por allí —dijo, señalando—. En el sótano.

Nos dimos la vuelta para irnos. Barry me había pasado el brazo por el hombro, y no porque se sintiese afectuoso. Necesitaba apoyarse.

—Dadme vuestros nombres y direcciones para que el alcalde os pueda agradecer vuestra ayuda —dijo el del pelo canoso, con un bolígrafo y un bloc listos.

«¡No!», dijo Barry, y sellé la boca.

Meneé la cabeza.

—Creo que pasaremos de eso —expliqué. Miré en su mente de refilón y vi que ansiaba que siguiésemos ayudando. De repente comprendí por qué Barry me había detenido tan abruptamente, a pesar de estar tan cansado de no poder decírmelo él mismo. Mi rechazo no fue a más.

—¿Sois capaces de trabajar para los vampiros, pero no de que se os ensalce como alguien que ayudó en este día terrible?

—Sí —repuse—. Algo así.

No estaba nada contento conmigo, y por un momento pensé que me obligaría a identificarme: me quitaría la cartera de los pantalones y me enviaría a la cárcel o algo parecido. Pero asintió reaciamente e hizo una indicación con la cabeza hacia el edificio Throne.

«Alguien querrá saber más», dijo Barry. «Alguien querrá utilizarnos.»

Suspiré, y eso que apenas me quedaban energías para llenar los pulmones de aire. Asentí. «Sí, es verdad. Si vamos al refugio, alguien nos estará buscando allí, y le pedirán nuestros nombres a alguien que nos reconozca, y después de eso es sólo cuestión de tiempo.»

No se me ocurrió una forma de evitar ir allí. Necesitábamos ayuda. Teníamos que reunimos con nuestras comitivas y averiguar cuándo y cómo abandonar la ciudad, por no mencionar el saber quién había sobrevivido y quién no.

Me palmeé el bolsillo trasero, sorprendida de conservar aún el móvil y de que tuviera batería. Llamé al señor Cataliades. Si alguien había salido del Pyramid of Gizeh con su móvil, sin duda sería el abogado.

—Diga —repuso con cautela— señorita St…

—Shhh —lo corté—. No diga mi nombre en voz alta —habló por mí la paranoia.

—Muy bien.

—Hemos ayudado a los equipos de rescate por aquí, y ahora están interesados en conocernos mejor —dije, sintiéndome muy lista por hablar tan gradualmente. Estaba muy cansada—. Barry y yo estamos fuera del edificio donde les han llevado. Necesitamos algún lugar donde escondernos. Hay demasiada gente haciendo listas ahí dentro, ¿verdad?

—Es una actividad de lo más popular —afirmó.

—¿Están bien Diantha y usted?

—No la encontraron. Nos separamos.

Me quedé muda durante unos segundos.

—Lo lamento. ¿A quién sostenía cuando vi que lo rescataban?

—A la reina. Está aquí, aunque malherida. No encontramos a Andre.

Hizo una pausa, y no pude evitar decir:

—¿Y quién más?

—Gervaise está muerto. Eric, Pam, Bill… quemados, pero vivos. Cleo Babbitt está aquí también. No he visto a Rasul.

—¿Está Jake Purifoy por ahí?

—Tampoco lo he visto.

—Lo digo porque es posible que quiera saber que es parcialmente responsable, si lo ve. Formaba parte de la conspiración de la Hermandad.

—Ah —asumió el señor Cataliades—. Oh, sí, sin duda me interesa mucho eso que dice. Johan Glassport estará especialmente interesado, ya que tiene unas cuantas costillas rotas y la clavícula fracturada. Está muy, muy enfadado. —El que el señor Cataliades pensara que la maldad de Glassport lo hacía capaz de la misma ansia de venganza que un vampiro ya decía mucho sobre él—. ¿Cómo llegó a la conclusión de que había una conspiración, señorita Sookie?

Le conté al abogado la historia de Clovache; caí entonces en que, ahora que ella y Batanya habrían regresado a su lugar de origen, no pasaba nada si lo decía.

—Su contratación ha demostrado valer el dinero que le costó al rey Isaiah. —Cataliades parecía más pensativo que nervioso—. Él está aquí, sin un solo rasguño.

—Necesitamos encontrar un sitio para dormir. ¿Le puede decir al rey de Barry que está conmigo? —pregunté, a sabiendas de que tenía que colgar cuanto antes e idear un plan.

—Está demasiado herido para que le importe. No está consciente.

—Está bien, cualquiera de la comitiva de Texas valdrá.

—Veo a Joseph Velasquez. Rachel ha muerto. —El señor Cataliades no lo podía evitar; me tenía que dar todas las malas noticias.

—Cecile, la asistente de Stan, también ha muerto —le informé.

—¿Adonde iréis? —preguntó el abogado.

—No sé qué hacer —admití. Me sentía tan agotada como desesperada, y había recibido ya demasiadas malas noticias y golpes como para volver a sacar fuerza de flaqueza.

—Le enviaré un taxi —ofreció el señor Cataliades—. Puedo obtener el número de alguno de nuestros agradables voluntarios. Diga al conductor que son de los equipos de rescate y que necesitan ir al hotel barato más cercano. ¿Tiene tarjeta de crédito?

—Sí, y la de débito —contesté, agradeciendo el impulso que tuve al guardarme la pequeña cartera en el bolsillo.

—No, espere, la rastrearán muy fácilmente si la usa. ¿Tiene metálico?

Lo comprobé. Gracias a Barry en mayor medida, contábamos con ciento noventa dólares entre ambos. Le dije al señor Cataliades que podíamos arreglárnoslas.

—Entonces, pasen la noche en un hotel y llámeme mañana de nuevo —dijo, sonando inenarrablemente cansado.

—Gracias por el plan.

—Gracias a usted por la advertencia —respondió el amable demonio—. Estaríamos todos muertos si usted y el botones no nos hubiesen advertido.

Me deshice de la chaqueta amarilla y el casco. Barry y yo echamos a correr, sosteniéndonos el uno al otro de una u otra forma. Hallamos una barricada de cemento en la que apoyarnos, rodeándonos mutuamente con los brazos. Traté de contarle a Barry por qué hacíamos eso, pero parecía no importarle. Temía que, en cualquier momento, uno de los bomberos o policías que había por allí nos identificara y nos detuviera para saber qué hacíamos, hacia dónde íbamos y quiénes éramos. Me sentí enfermar de alivio cuando divisé un taxi que avanzaba lentamente, con su conductor oteando desde la ventana. Tenía que ser el nuestro. Agité mi brazo libre con frenesí. Nunca antes había parado un taxi. Era como en las películas.

El conductor, un tipo delgado y fibroso de Guayana, no parecía demasiado entusiasmado con dejar subir a su coche a dos asquerosas criaturas como nosotros, pero tampoco podía pasar por alto la lástima que desprendíamos. El hotel «menos caro» más cercano estaba a un kilómetro ciudad adentro, lejos del agua. De haber tenido la energía, podríamos haberlo recorrido a pie. Al menos el viaje en taxi no saldría tan caro.

Incluso para ser un hotel de rango medio, los empleados de recepción se mostraron poco entusiastas ante nuestra aparición; pero era el día de mostrarse caritativos con las víctimas de las bombas. Obtuvimos una habitación a un precio que me hubiese desprendido la mandíbula, de no haber visto antes las tarifas del Pyramid. La propia habitación no era gran cosa, pero tampoco necesitábamos mucho. Una limpiadora llamó a la puerta justo después de que entrásemos diciendo que quería nuestra ropa para lavarla, ya que era la única que teníamos. Miró al suelo cuando lo dijo para no abochornarme. Tratando de no ahogarme ante su amabilidad, me miré mi camiseta y mis pantalones y tuve que estar de acuerdo con ella. Me volví a Barry para descubrir que se había desvanecido por completo. Lo llevé como pude hasta la cama. Me dio la misma extraña sensación que llevar a un vampiro, y apreté los labios en una tensa línea mientras le quitaba la ropa a su laxo cuerpo. Luego me quité mis propias prendas, encontré una bolsa de plástico en un armario donde guardarlas y se las entregué a la empleada. Me hice con un paño y le limpié a Barry la cara, las manos y los pies antes de taparlo.

Tuve que ducharme, y di gracias al cielo por la abundancia de champú, jabón y loción para la piel. También agradecí a Dios la generosidad del agua caliente, y especialmente su calor. La amable empleada me había facilitado dos cepillos de dientes y un pequeño tubo de pasta, con lo que pude quitarme de la boca el sabor a ceniza. Lavé mis bragas y sujetador en el lavabo y los enrollé en una toalla antes de tenderlos. A la mujer le di todas las prendas de Barry.

Finalmente, no quedó más que hacer, y me arrastré a la cama, junto a Barry. Ahora que yo olía tan bien, me di cuenta de,que él desprendía un olor desagradable, pero tampoco podía quejarme demasiado, ¿no? No le hubiera despertado por nada del mundo. Me volví hacia el lado opuesto de la cama, pensando en lo terrible que había sido ese largo pasillo vacío. ¿No resulta gracioso que ése fuese el pensamiento más aterrador después de una jornada tan horrible?

La habitación de hotel se antojaba inmensamente silenciosa después del tumulto y las explosiones, la cama era muy cómoda y yo olía de maravilla y no me dolía nada.

Dormí sin saber lo que era soñar.

Capítulo 18

Sé que hay cosas mucho peores que despertarse desnuda en una cama con una persona a la que apenas conoces. Pero cuando abrí los ojos al día siguiente, no se me ocurrió ninguna durante unos buenos cinco minutos. Sabía que Barry estaba despierto. Sé cuando una mente está consciente. Para alivio mío, se deslizó fuera de la cama y se dirigió hacia el cuarto de baño sin decir nada. No tardé en oír el ruido del agua en la ducha.

Nuestra ropa limpia estaba en una bolsa colgada del pomo de nuestra puerta, junto con un ejemplar de
USA Today
. Tras vestirme apresuradamente, abrí el periódico sobre la pequeña mesa mientras me bebía una taza de café gratis. También había metido la bolsa con la ropa de Barry en el baño, agitándola antes para llamar su atención.

Eché un ojo al menú del servicio de habitaciones, pero no teníamos dinero suficiente para pedir nada. Teníamos que reservar lo que nos quedaba para un taxi, ya que no sabía cuál iba a ser nuestro siguiente movimiento. Barry emergió del cuarto de baño con un aspecto tan fresco como el que debí de tener yo la noche anterior. Para sorpresa mía, me dio un beso en la mejilla y se sentó frente a mí, con su taza, que contenía un brebaje que guardaba una remota relación con el café instantáneo.

—No recuerdo gran cosa de anoche —dijo—. Recuérdame qué hacemos aquí.

Lo hice.

—Fue una buena idea por mi parte —comentó—. Alucino conmigo mismo.

Se rió. Quizá su orgullo masculino se hubiera resentido un poco por haberse agotado antes que yo, pero al menos sabía reírse de sí mismo.

—Bueno, intuyo que tenemos que llamar a tu abogado demonio.

Asentí. Ya eran las once, así que hice la llamada.

Respondió inmediatamente.

—Aquí hay muchos oídos —avisó, sin preámbulos—. Y tengo entendido que estos teléfonos móviles no son muy seguros.

—Está bien.

—Iré a verles dentro de poco. Llevaré algunas cosas que necesitan. ¿Dónde están?

Con una punzada de recelo, dado que el demonio era una persona que no pasaba fácilmente desapercibida, le di el nombre del hotel y nuestro número de habitación, y él me pidió que fuese paciente. Me había sentido bien hasta que el señor Cataliades me dijo eso, y, de repente, empecé a notar cómo se me crispaban las entrañas. Tenía la sensación de que nos encontrábamos en la cuerda floja, donde de ninguna manera nos merecíamos estar. Leí el periódico, que decía que la catástrofe se debía a una «serie de explosiones» que Dan Brewer, director de la fuerza antiterrorista estatal, atribuía a varias bombas diferentes. El jefe de bomberos fue menos explícito: «Hay una investigación en curso». Esperaba que así fuese.

—Podríamos hacer el amor mientras esperamos —dijo Barry.

—Me gustabas más cuando estabas inconsciente —repliqué. Sabía que Barry no hacía más que intentar distraer la mente, pero aun así.

—¿Me desnudaste anoche? —dijo, mirándome de soslayo.

—Sí. Afortunada de mí —bromeé, sorprendida por la sonrisa que se dibujó en mi cara.

Cuando llamaron a la puerta, nos la quedamos mirando como un par de ciervos asustados.

—Tu amigo demonio —dijo Barry, tras un instante de comprobación mental.

—Sí —contesté, y me levanté para abrir.

El señor Cataliades no había recibido las amables atenciones de una empleada de la limpieza, por lo que aún llevaba la maltrecha ropa de la jornada anterior. Pero se las arregló para mantener la dignidad intacta, y tenía las manos y la cara limpias.

—Por favor, ¿cómo está todo el mundo? —quise saber.

—Sophie-Anne ha perdido las piernas, y no sé si las recuperará —informó.

—Oh, Dios —dije, sobresaltada.

—Sigebert se libró de los escombros cuando anocheció —prosiguió—. Había permanecido en una bolsa segura en el aparcamiento tras caer por las explosiones. Sospecho que encontró a alguien de quien alimentarse, ya que apareció más saludable de lo que habría cabido imaginar. De ser así, debió de tirar el cuerpo a uno de los incendios. O, de lo contrario, habríamos sabido que se encontró un cuerpo exangüe.

Ojalá el donante hubiese sido uno de los de la Hermandad.

—Su rey —le explicó el señor Cataliades a Barry— está tan malherido que podría llevarle un decenio recuperarse. Hasta que se aclare la situación, Joseph estará al mando, aunque no tardará en ser retado. Rachel, la vampira del cortejo del rey, ha muerto; ¿te lo ha dicho Sookie?

—Lo siento —dije—. Eran demasiadas malas noticias juntas como para lidiar con todas.

—Y Sookie me ha dicho que la humana Cecile ha muerto.

—¿Qué hay de Diantha? —pregunté, dubitativa. Algo tenía que significar que el señor Cataliades no mencionara a su sobrina.

—Ha desaparecido —informó escuetamente—. Y esa escoria de Glassport sólo tiene unos moratones.

—Lamento las dos cosas —dije.

Barry parecía entumecido. Todo rastro de su humor frívolo había desaparecido. Parecía más pequeño, sentado en el borde de la cama. El arrogante y agudo chaval con el que me había encontrado en el vestíbulo del Pyramid se había dejado tragar por la tierra, al menos por un momento.

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