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Authors: Michel Onfray

Tratado de ateología (6 page)

BOOK: Tratado de ateología
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Nunca como hoy lo que el siglo XVIII conoció bajó el nombre de «antifilosofía» ha adquirido tanta vitalidad: el retorno de lo religioso, la prueba de que Dios no ha muerto, sino que estuvo medio dormido durante un tiempo y que su despertar anuncia un futuro promisorio. Todo ello obliga a retomar posiciones que creíamos caducas y a comprometernos de nuevo en la lucha atea. La enseñanza de la religión vuelve a introducir al lobo entre las ovejas; lo que los sacerdotes ya no pueden hacer abiertamente, podrán llevarlo a cabo por lo bajo en adelante: por medio de la enseñanza de las fábulas del Antiguo y Nuevo Testamento, de la transmisión de las ficciones del Corán y de los
hadit,
con el pretexto de permitirles a los escolares acceder con mayor facilidad a Marc Chagall, a la
Divina comedia,
a la Capilla Sixtina o a la música de Ziryab...

Ahora bien, las religiones deberían incluirse entre las materias ya existentes —filosofía, historia, literatura, artes plásticas, lenguas, etc.—, como enseñamos las protociencias: por ejemplo, la alquimia en el curso de química, la fitognomónica y la frenología en ciencias naturales, el totemismo y el pensamiento mágico en filosofía, la geometría euclidiana en matemáticas, la mitología en historia... O relatar epistemológicamente de qué modo el mito, la fábula, la ficción y la sinrazón preceden a la razón, la deducción y la argumentación. La religión proviene de una forma de racionalidad primitiva, genealógica y fechada. Reactivar esta historia anterior a la historia induce al retraso, incluso al fracaso de la historia de hoy y del futuro.

Enseñar el ateísmo supondría la arqueología del sentimiento religioso: el miedo, el temor, la incapacidad de enfrentar la muerte, la imposible conciencia de la incompletud y de la finitud del hombre, el papel principal y motor de la angustia existencial. La religión, esa creación de ficciones, requeriría un desmontaje en debida forma de los placebos ontológicos, como en filosofía abordamos la cuestión de la brujería, la locura y los límites, para encontrar y circunscribir una definición de la razón.

5. TECTÓNICA DE PLACAS

Todavía vivimos en la etapa teológica o religiosa de la civilización. Hay algunos indicios de movimientos similares a los de la tectónica de placas: acercamientos, alejamientos, movimientos, superposiciones y resquebrajamientos. El
continente precristiano
existió como tal: desde la mitología de los presocráticos hasta el estoicismo imperial y desde Parménides hasta Epicteto, el sector pagano se perfila con claridad. Entre éste y el
continente cristiano,
observamos zonas de turbulencia: desde los milenarismos proféticos del siglo II de la era común hasta la decapitación de Luis XVI (enero de 1793), que marca el fin de la teocracia, la geografía aún parece coherente: desde los Padres de la Iglesia hasta el deísmo laico de las Luces, la lógica se hace evidente.

El tercer tiempo hacia el que nos encaminamos —el
continente poscristiano
— funciona de la misma manera que lo que separa a los continentes paganos y cristianos. Extrañamente, el fin del continente precristiano y el comienzo del poscristiano se parecen: el mismo nihilismo, las mismas angustias, los mismos juegos dinámicos entre el conservadurismo, la tentación reaccionaria, la añoranza del pasado, la religión de la inmovilidad y del progresismo, el positivismo y la afición al futuro. La religión desempeña el papel filosófico de la nostalgia; la filosofía, el de la futurición.

Las fuerzas en juego son claramente reconocibles: no se trata del judeocristianismo occidental, progresista, esclarecido, democrático contra el islam oriental, pasadista, oscurantista, sino de los monoteísmos de ayer contra el ateísmo del mañana. No se trata de Bush contra Ben Laden, sino de Moisés, Jesús, Mahoma y sus religiones del Libro contra el barón d'Holbach, Ludwig Feuerbach, Friedrich Nietzsche y sus fórmulas filosóficas radicales de deconstrucción de mitos y ficciones.

El continente poscristiano se va a desplegar históricamente como lo hizo el precristiano: el continente monoteísta no es insumergible. La religión del Dios único no podría convertirse —como el comunismo en el pasado para algunos, o para otros, el liberalismo de hoy— en el horizonte infranqueable de la filosofía y de la historia a secas. Así como la era cristiana sucedió a la era pagana, una era poscristiana se dará a continuación de modo inevitable. El período de turbulencias en el que nos encontramos indica que ha llegado la hora de las recomposiciones continentales. De ahí, pues, surge el interés de un proyecto ateológico.

III. HACIA UNA ATEOLOGÍA
1. ESPECTROGRAFÍA DEL NIHILISMO

La época parece atea, pero sólo a los ojos de los cristianos o de los creyentes. De hecho, es nihilista. Los devotos del pasado tienen gran interés en identificar lo peor y la negatividad contemporánea con un producto del ateísmo. Persiste la vieja idea del ateo inmoral, amoral, sin fe ni ética. El lugar común en los últimos cursos del bachillerato, en virtud del cual «si Dios no existe, entonces todo está permitido» —cantinela que se adivina en
Los hermanos Karamasov,
de Dostoievski—, sigue produciendo efectos y se asocia con la muerte, el odio y la miseria a los individuos que se valen de la ausencia de Dios para cometer sus fechorías. Esta tesis equivocada merece un desmontaje en debida forma. Pues más bien lo contrario me parece verdadero: «Porque Dios existe, entonces todo está permitido». Me explico. Tres mil años atestiguan, desde los primeros textos del Antiguo Testamento hasta el presente, que la afirmación de un Dios único, violento, celoso, pleitista, intolerante, belicoso ha causado más odio, sangre, muertes y brutalidad que paz... El fantasma judío del pueblo elegido que legitima el colonialismo, la expropiación, el odio, la animosidad entre los pueblos, además de la teocracia autoritaria y armada; la referencia cristiana a los mercaderes del templo o a un Jesús paulino que pretende venir para blandir la espada, lo que justifica las Cruzadas, la Inquisición, las guerras religiosas, el Día de San Bartolomé, las hogueras, el Index, pero también el colonialismo mundial, los etnocidios norteamericanos, el apoyo al fascismo del siglo XX, la omnipotencia temporal del Vaticano desde hace siglos hasta en los mínimos detalles de la vida cotidiana; la reivindicación clara en casi todas las páginas del Corán de un llamado a acabar con los infieles, su religión, cultura, civilización, y también con los judíos y los cristianos, ¡en nombre de un Dios misericordioso! Tenemos aquí varias pistas que nos permiten profundizar la idea basada, justamente, en que debido a la existencia de Dios, todo está permitido, en él, por él, en su nombre, sin que a los fieles, al sacerdocio, a la gente común o a las altas esferas se les ocurra que allí haya algo censurable...

Si la existencia de Dios, más allá de su forma judía, cristiana o musulmana, impidiera, por poco que fuera, el odio, la mentira, la violación, el saqueo, la inmoralidad, la malversación, el perjurio, la violencia, el desprecio, la maldad, el crimen, la corrupción, la pillería, el falso testimonio, la depravación, la paidofilia, el infanticidio, la canallada, la perversión, habríamos visto no a los ateos —puesto que son intrínsecamente viciosos—, sino a los rabinos, curas, papas, obispos, pastores, imanes, y con ellos a sus fieles, a todos sus fieles —y son muchos...—, practicar el bien, sobresalir en la virtud, predicar con el ejemplo y demostrarle al perverso sin Dios que la moralidad se encuentra de su lado: que respetan punto por punto los Diez Mandamientos y obedecen los mandatos de los suras elegidos, y por lo tanto no mienten ni saquean, no roban ni violan, no levantan falsos testimonios ni matan —mucho menos fomentan atentados terroristas contra Manhattan o expediciones punitivas en la franja de Gaza y no ocultan las prácticas de sus curas paidófilos—. ¡Veríamos, entonces, que sus comportamientos impecables y ejemplares serían capaces de convertir a los fieles a su alrededor! En lugar de eso...

Es hora de que se deje de asociar el mal del planeta con el ateísmo. La existencia de Dios, me parece, ha generado en su nombre muchas más batallas, masacres, conflictos y guerras en la historia, que paz, serenidad, amor al prójimo, perdón de los pecados o tolerancia. Que yo sepa, los papas, príncipes, reyes, califas y emires no se destacaron en su mayoría por ser virtuosos, puesto que ya Moisés, Pablo y Mahoma sobresalieron, cada uno por su parte, en el asesinato, las palizas, o las razias, como lo demuestran sus biografías. Más variaciones sobre el tema del amor al prójimo...

La historia de la humanidad muestra, sin duda alguna, los triunfos del vicio y las desdichas de la virtud... No existe justicia trascendente ni inmanente. Con o sin Dios, ningún hombre ha tenido nunca que pagar por insultarlo, ignorarlo, despreciarlo, olvidarlo o contrariarlo. Los teístas se ven obligados a hacer muchas contorsiones metafísicas para justificar el mal en el mundo mientras afirman la existencia de un dios al cual nada se le escapa. Los deístas parecen menos ciegos; los ateos dan la impresión de ser más lúcidos.

2. UNA EPISTEME JUDEOCRISTIANA

La época en que vivimos no es, pues, atea. Tampoco parece poscristiana, o apenas. En cambio, sigue siendo cristiana, y mucho más de lo que parece. El nihilismo surge de las turbulencias producidas en la zona de pasaje entre el judeocristianismo todavía muy presente y el poscristianismo que despunta con modestia, ambos en un ambiente donde se entrecruzan la ausencia de los dioses, su presencia, proliferación, multiplicidad caprichosa y extravagancia. El cielo no está vacío, sino, por el contrario, lleno de divinidades fabricadas de un día para otro. La negatividad proviene del nihilismo propio de la coexistencia entre un judeo-cristianismo decadente y un poscristianismo aún en el limbo.

Mientras esperamos una era abiertamente atea, debemos tratar con una episteme judeocristiana imponente y tenerlo muy en cuenta. Sobre todo porque las instituciones y los secuaces que las han encarnado y transmitido durante siglos ya no disponen de la exposición y visibilidad que los hacía identificables. La desaparición de la práctica religiosa, la aparente autonomía de la ética
con respecto
a la religión, la pretendida indiferencia con relación a las apelaciones papales, las iglesias vacías los domingos —aunque no para los casamientos y menos aún para los entierros...—, la separación de la Iglesia y el Estado, todos esos signos dan la impresión de que vivimos en una época que se preocupa poco por la religión.

Cuidado... Quizá la desaparición aparente no oculta la presencia poderosa, eficaz y determinante del judeocristianismo. La disminución de la práctica no significa el retroceso de la creencia. Mejor dicho: la correlación entre el fin de una y la desaparición de la otra es un error de interpretación. Incluso podemos pensar que el fin del monopolio de los profesionales de la religión sobre lo religioso ha liberado lo irracional y generado una profusión mayor de lo sagrado, de la religiosidad y de la sumisión generalizada a la sinrazón.

La retirada de las tropas judeocristianas
no
modifica en nada su poder y su dominio sobre los territorios conquistados, que mantienen y administran desde hace casi dos milenios. La tierra es una prueba y la geografía, un testimonio de su antigua presencia y de su infusión ideológica, mental, conceptual y espiritual. Aun retirados, los conquistadores siguen estando presentes porque han conquistado los cuerpos, las almas, la carne y el espíritu de la mayoría. Su repliegue estratégico no significa el fin de su dominio efectivo. El judeocristianismo deja tras de sí una episteme y un soporte sobre el cual se llevan a cabo todos los intercambios mentales y simbólicos. Sin el sacerdote o su sombra, sin el religioso o sus adulones, dos milenos de historia y dominación ideológica continúan sometiendo, forjando y formateando a los sujetos. De ahí la permanencia y actualidad de la lucha contra esa fuerza mucho más amenazadora por cuanto da la impresión de haber caducado.

Desde luego, muchos no creen en la transubstanciación, la virginidad de María, la inmaculada concepción, la infalibilidad del Papa y otros dogmas de la Iglesia católica, apostólica y romana. ¿La presencia efectiva y no simbólica del cuerpo de Cristo en la hostia o en el cáliz? ¿La existencia del Infierno, del Paraíso o del Purgatorio con sus respectivas geografías y lógicas propias? ¿La realidad de un limbo donde languidece el alma de los niños muertos antes del bautismo? Ya nadie acepta esas tonterías, ni siquiera y sobre todo numerosos católicos fervientes que van a misa todos los domingos.

¿Dónde, pues, se halla el sustrato católico? ¿La episteme judeocristiana? En el concepto de que la materia, lo real y el mundo no agotan la totalidad.
Algo
queda fuera de las instancias explicativas dignas de ese nombre; fuerza, potencia, energía, determinismo, voluntad y querer. ¿Después de la muerte? No es posible que no haya nada; seguramente,
algo
hay... Para explicar lo que ocurre: ¿una serie de causas, enlaces racionales y deducibles? No del todo;
algo
desborda la serie lógica. El espectáculo del mundo: ¿absurdo, irracional, ilógico, monstruoso, insensato? No, sin duda.
Algo
debe existir que justifique, legitime y

sentido... Si no...

La creencia en
algo
genera una superstición eficaz que explica que a falta de otra cosa el europeo se entregue a la religión dominante —la de su rey y su nodriza, escribe Descartes...— del país donde nació. Montaigne afirma que somos cristianos como somos picardos o bretones. Y muchos individuos que se creen ateos profesan sin darse cuenta una ética, un pensamiento y una visión del mundo atravesada de judeocristianismo.

Entre la oración de un sacerdote sincero sobre la excelencia de Jesús y los elogios de Cristo que hizo el anarquista Kropotkin en
La ética,
buscamos en vano el abismo, aunque sea la grieta...

El ateísmo presupone renunciar a la trascendencia. Sin excepción. Del mismo modo obliga a superar las experiencias cristianas. Al menos, a inventariar y examinar libremente las virtudes presentadas como tales y los vicios afirmados en forma categórica. La revisión laica y filosófica de los valores de la Biblia y su conservación, por lo tanto su uso, no son suficientes para elaborar una ética poscristiana.

En
La religión en los límites de la razón,
Kant propone una ética laica. Al leer este texto mayor para la constitución de una moral laica en la historia de Europa, descubrimos la formulación filosófica de un inextinguible fondo judeocristiano. La revolución se observa en la forma, el estilo y el vocabulario, y es evidente con relación al aspecto y a las apariencias, es cierto, ¿pero cuál es la diferencia entre la ética cristiana y la de Kant? Ninguna... La montaña kantiana ha parido un ratón cristiano.

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