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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (7 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—Podríamos formar una buena sociedad, Falco —me dijo, haciendo caso omiso del comentario de Helena.

—Estoy trabajando con Petro. Y aparte del hecho de que necesite estar ocupado, somos viejos amigos.

—Esto podría ser el fin de esa amistad.

—Eres un oráculo pesimista.

—Sé cómo va el mundo.

—A nosotros no nos conoces.

Anácrites contuvo cualquier réplica. Yo hundí la cabeza sobre mi tazón de comida, sin hablar más, hasta que el espía comprendió que no me sacaría nada más y se marchó a casa.

—¿Qué pretende? ¿Lo sabes? —me preguntó Helena Justina, volviéndose hacia mí.

—El otro día dejé claro cuáles eran mis sentimientos. Al venir aquí de nuevo está obrando de una manera impulsiva. Se lo tendré que meter en la cabeza por esa raja que tiene en ella.

—Según tu madre, sigue olvidando cosas. Y el día de la fiesta, el ruido le molestaba mucho.

—Razón de más para no trabajar con él. No puedo hacerme cargo de un idiota. Diga lo que diga mi madre, no trabajaremos juntos.

Helena seguía mirándome con aire crítico. Yo me deleité en su atención hacia mí.

—Así que Petro no anda muy bien, ¿eh? Y tú, Marco Didio, ¿cómo estás?

—No tan borracho como podría estar ni tan hambriento como estaba. —Limpié bien el borde del tazón con el último trozo de pan y luego dejé el cuchillo en un ángulo exacto con la escudilla. Apuré la jarra de agua como un hombre que realmente disfrutase de aquella bebida—. Gracias.

—Podrías haberte traído a Petronio —dijo a modo de concesión.

—Tal vez otro día. —Le tomé la mano y se la besé—. Y en cuanto a mí, estoy donde quiero estar —le dije—. Con la gente a la que pertenezco. Todo es maravilloso.

—Lo dices como si fuera verdad —se burló Helena, pero al mismo tiempo me sonreía.

IX

Tomé mi siguiente cena en un sitio mucho más lujoso, aunque la atmósfera era menos confortable: los padres de Helena nos habían invitado a una cena formal.

Los Camilo eran propietarios de un par de casas cerca de la Puerta Capena. Tenían todas las comodidades de la ajetreada zona próxima a la Vía Apia, pero quedaban escondidos en una isla privada de una calle trasera donde sólo eran bien recibidas las clases altas. Yo no podría vivir allí. Los vecinos eran muy curiosos y se metían en todo.

Y todo el mundo tenía siempre invitados de alcurnia, como ediles o pretores, por lo que debían tener las calles limpias si no querían que su distinguido barrio fuera oficialmente criticado.

Helena y yo llegamos hasta allí cruzando el Aventino. Sus padres insistirían en que para regresar a casa tomáramos su viejo palanquín con sus esclavos porteadores, por lo que disfrutamos de nuestro paseo vespertino por la Roma suburbana. Yo llevaba a la niña en brazos. Helena se había ofrecido a cargar el gran cesto que contenía los efectos personales de Julia: sonajeros, pañales de recambio, túnicas limpias, esponjas, toallas, frascos de agua de rosa, mantas y una muñeca de trapo que le gustaba llevarse a la boca.

Cuando llegamos bajo la Puerta Capena, que contiene los acueductos Apio y Marciano, nos salpicaron los famosos escapes de agua. El atardecer veraniego era muy caluroso, y cuando llegamos a casa de los Camilo estábamos secos de nuevo y tuve un acceso de mal genio que levantó al portero de su partida de dados. Era un bobo sin futuro, un patán con la cabeza plana cuya máxima satisfacción en su trabajo era molestarme. La hija de la casa era ya mía, por lo que había llegado el momento de que cediera, pero era demasiado idiota para aceptarlo.

La familia entera se había reunido para el encuentro ceremonial con nuestra nueva hija. Si se tenía en cuenta que en esa casa había dos hijos de poco más de veinte años, nuestro retoño era todo un golpe de efecto. Eliano y Justino renunciaron al teatro, las carreras, los músicos y bailarinas, las reuniones poéticas y las cenas con amigos borrachos para dar la bienvenida a su sobrina recién nacida. Me pregunté qué amenazas habrían recibido por parte de la familia para que actuasen de aquel modo.

Les dejamos a Julia para que la admirasen y luego nos retiramos al jardín.

—¡Estáis los dos muy cansados! —dijo Décimo Camilo, padre de Helena, que había salido a nuestro encuentro. Era alto, caminaba ligeramente encorvado y llevaba el pelo corto, lacio y de punta. El hombre tenía sus problemas. Era amigo del emperador, pero todavía trabajaba a la sombra de un hermano que había intentado falsificar moneda y estafar al Estado. Décimo no podía aspirar a un puesto de más categoría. Sus cofres eran también ligeros. En agosto, las familias de los senadores se bronceaban al sol en unas elegantes villas de la zona balnearia de Neápolis o a las orillas de un tranquilo lago. Los Camilo poseían granjas en el interior, pero no una auténtica finca de verano. Habían pasado del millón de sestercios según la estimación de la Curia, pero el dinero en efectivo de que disponían no bastaba, ni económica ni socialmente, para edificar.

Nos encontró sentados uno al lado del otro en un banco del peristilo, con las cabezas juntas e inmóviles, en una especie de desmayo.

—Tener un hijo da mucho trabajo —sonreí—. ¿Le han permitido echar un vistazo a nuestro tesoro antes de que las mujeres lo hayan cogido para arrullarlo?

—Sí, la niña parece desenvolverse muy bien ante el público.

—Así es —confirmó Helena, que hizo acopio de fuerzas para besar a su padre mientras éste se sentaba en nuestro banco—. Entonces, cuando dejan de hacerle carantoñas, les vomita encima.

—Se parece a alguien a quien conocí hace tiempo —susurró el senador.

Helena, la hija mayor, era su predilecta y, a menos que yo hubiese perdido mis poderes intuitivos, Julia la sustituiría enseguida. Radiante, pasó la mano por encima de Helena y me tomó el brazo. Tenía que considerarme un intruso y en cambio me veía como un aliado. Le había quitado de las manos una hija difícil y le había demostrado que quería vivir con ella. Yo no tenía dinero propio pero, a diferencia de los yernos patricios convencionales, no aparecía una vez al mes gimiendo para que me hicieran un préstamo.

—Bien, Marco y Helena, me han dicho en el Palatino que habéis regresado de la Bética, con buena reputación como siempre. Al emperador le ha gustado mucho tu manera de resolver el caso del aceite de oliva. Y ahora, ¿qué planes tienes?

Le conté que iba a trabajar con Petronio, y Helena le habló de las escaramuzas que habíamos tenido el día anterior con el funcionario del censor.

—Y tú, ¿ya has hecho tu censo? —preguntó Décimo en tono quejumbroso—. Espero que hayas tenido más suerte que yo.

—¿En qué sentido, señor?

—Subía hasta allí, seguro de mí mismo por presentarme a tiempo, y las estimaciones de mi fortuna no fueron creídas. Suponía que mi relato era infalible.

Me mordí la lengua. Para ser un senador, pensaba que era honrado. Además, después del negocio con su traidor hermano, Camilo Vero tenía que demostrar su integridad cada vez que entraba en el Foro. Eso era injusto, porque se trataba de una
rara avis
política: era un hombre público entregado. Aquello era tan peculiar que nadie lo creía.

—Qué duro. ¿Y no tiene derecho a apelar?

—A nivel oficial, no hay verificación de cuentas. Los censores pueden invalidar a cualquiera en el acto. Luego, imponen su propio cálculo de impuestos.

Helena había heredado de su padre un cínico sentido del humor. Rió y dijo:

—Vespasiano declaró que necesitaba cuatrocientos millones de sestercios para volver a llenar las arcas del Estado después de los excesos cometidos por Nerón. Y pretende conseguirlos de ese modo.

—¿Exprimiéndome?

—Tú eres una buena persona y amas a tu ciudad.

—Qué responsabilidad tan espantosa.

—¿Aceptaste, pues, la decisión del censor? —le pregunté, riendo entre dientes.

—No del todo. La primera opción era protestar, lo cual significaba que tendría que hacer un esfuerzo físico y económico para presentar unas facturas y contratos de los que los censores pudieran reírse. La segunda opción era pagar en silencio y, entonces, estaríamos a mitad de camino.

—¡Un soborno! —gritó Helena.

Su padre se asombró o fingió hacerlo.

—Nadie soborna al emperador, Helena Justina.

—Ah, es una componenda —rió ella indignada.

Me cansé de estar apretujado con ellos en el banco y me puse en pie para dirigirme a la fuente del jardín que estaba junto a un muro cercano: un Sileno farfullante y borracho de cuya bota de vino manaba un débil chorro de agua. El pobre y viejo dios nunca dio mucha agua, pero en ese momento el fluir de ésta se veía adicionalmente obstaculizado por un higo que había caído de un árbol que crecía contra la soleada pared. Cogí la fruta y el gorgoteo prosiguió con un poco más de fuerza.

—Gracias. —El senador tendía a soportar las cosas que funcionaban mal. Caminé hacia un bonito lecho de flores en el que habían trasplantado los lirios del año pasado.

Allí tenían que vérselas con los escarabajos y sus hojas estaban mordisqueadas y llenas de polvo. Habían dejado de dar flores y a la primavera siguiente su estado sería lamentable. Los escarabajos de los lirios eran de color rojo brillante y se los burlaba fácilmente. Despegué algunos con la palma de la mano y luego los tiré al suelo y los aplasté con la bota.

Después de revisar el resultado de mi trabajo en la fuente, le conté al senador lo de la mano desmembrada. Sabía que él había pagado para tener acceso privado a uno de los acueductos.

—Nuestro suministro parece muy limpio —dijo—. Procede del Aqua Appia.

—Igual que en las fuentes del Aventino —le advertí.

—Lo sé. Tienen prioridad. Yo pago una gran bonificación pero, para los edificios privados, las normas son muy estrictas.

—¿La Compañía de Aguas regula la cantidad que recibe?

—La compañía me da una copa de medida aprobada oficialmente que se deja en la base de una torre de aguas.

—¿Y no puede inclinarla un poquito y aumentar el flujo?

—Todas las tuberías de acceso privadas están hechas de bronce para impedir que sean ilegalmente ensanchadas, aunque creo que hay personas que lo intentan.

—¿Su tubería es muy grande?

—Sólo un quinario. —Un número de una sola cifra como diámetro. El más pequeño de todos, pero que daba noche y día un flujo ininterrumpido que bastaba para el consumo razonable de un hogar. A Camilo no le sobraba el dinero en efectivo. Era de ese tipo de millonarios que necesitaban ahorrar en serio.

—Demasiado pequeña para que por ella puedan bajar objetos flotando —comentó Helena.

—Por fortuna. Nos llega mucha arena, pero la idea de recibir trozos de cuerpos humanos es muy desagradable. —Aquel pensamiento lo encendió—. Si hay desperdicios sueltos en el acueducto mi copa se obstruiría en el interior de la torre de las aguas. Tal vez no me quejaría de inmediato, ya que las casas privadas son las primeras a las que se les corta el suministro cuando hay problemas. Creo que es lo más justo. —Camilo era siempre tolerante—. No creo que la Compañía de Aguas admita que ha encontrado algo antihigiénico en el
castellum.
Yo pienso que mi suministro llega de las transparentes aguas de la Fuente de Caerulea, pero ¿es sano beber lo que procede de los acueductos?

—Beba sólo vino —le recomendé, y eso nos recordó que debíamos entrar en la casa para la cena.

Cuando cruzamos las puertas correderas que llevaban al comedor, nos encontramos con una comilona mucho más espléndida de lo que era habitual en aquella casa, por lo que mi paternidad significaba algunas ventajas. A la mesa había siete adultos. Besé en la mejilla a la madre de Helena, llamada Julia Justa, y que era una mujer orgullosa y cortés que conseguía no inmutarse por nada. Saludé a Eliano, su arrogante hijo mayor, con una sinceridad fingida que esperaba que lo molestase, y luego dediqué una sonrisa auténtica a su hermano Justino, mucho más alto y de constitución más esbelta.

Además de la familia Camilo al completo y yo, estaba Claudia Rufina, una chica lista pero más bien seria que Helena y yo habíamos traído de Hispania y que se alojaba en casa de mis suegros, ya que nosotros no teníamos un cuarto de huéspedes que ofrecerle.

Era de origen provinciano pero de buena familia, y sería bien recibida en todas las casas de postín, ya que estaba en edad de merecer y era la única heredera de una gran fortuna.

Helena y yo la saludamos con cariño. La habíamos presentado a los Camilo con la ardiente esperanza de que allí empezara su camino hacia alguna villa de Neápolis.

Y aquello parecía posible, ya que supimos que había accedido a una petición de matrimonio. Los Camilo debían poseer un filón de crueldad. No había pasado ni una semana desde que Helena y yo les presentáramos a aquella joven reservada y ya le habían ofrecido a Eliano. Claudia, que lo conocía de la época que él había pasado en Hispania, fue educada para ser una invitada de buenos modales y Julia Justa no le permitió conocer a ningún otro hombre, por lo que ella accedió humildemente. Y ya habían mandado una carta a sus abuelos para que se personasen en Roma a fin de ultimar de inmediato todos los acuerdos. Las cosas habían evolucionado tan deprisa que, para nosotros, aquello era una novedad.

—¡Por todo el Olimpo! —gritó Helena.

—Estoy segura de que ambos seréis muy felices —conseguí decir. Claudia pareció complacida con aquella frase, como si nadie le hubiera hecho pensar que en esa alianza iba su bienestar.

Juntos serían tan desgraciados como casi todas las parejas, pero eran lo bastante ricos para tener una casa inmensa donde podrían evitarse el uno al otro. Claudia, una chica callada con una nariz un tanto grande, iba vestida de blanco, de luto por su hermano, muerto en un accidente. Era obvio que pensar en algo nuevo le sentaría bien. Eliano quería ingresar en el Senado, para lo cual necesitaba dinero y haría lo que fuese para conseguirlo. Además, se jactaba ante su hermano Justino, que era mucho más alto y mejor parecido que él.

Justino sólo sonreía, se encogía de hombros y parecía algo curioso, como un muchacho de temperamento dulce que se preguntase qué era todo aquel lío. En una ocasión, yo había trabajado en el extranjero con él. Su aire distante ocultaba un corazón destrozado, ya que se había enamorado de una profetisa rubia y visionaria en los bosques de la bárbara Germania, aunque al regresar a Roma buscó rápido consuelo en una relación aún más imposible con una actriz. Era como si Quinto Camilo Justino no supiera el camino hacia el Foro, pero tenía una sagacidad especial.

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