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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (3 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Lo curioso es que acabé publicando, pero a mi pesar, y no precisamente una novela. Me explico: como te he dicho antes, a los trabajos de correctora y negra añadí en mi currículo la redacción de reportajes para una revista mensual y mi aparición semanal en un programa de radio nocturno en el que me encargaba de la sección de Cultura. No es que mi firma tuviese ningún valor o mi nombre fuera demasiado conocido pero, de alguna manera, se me podía llamar periodista. Así que mi agente, inasequible al desaliento, y que aún seguía confiando en mí pese a no haber podido colocar mi novela en ninguna parte, me puso en contacto con la editora responsable de una colección de libros—testimonio destinados al público femenino que ya había sacado al mercado tres títulos:
Prostitutas: el mercado de la carne, Maltratadas: el drama oculto
y
Anoréxicas: el precio de la belleza.
Cada uno recogía testimonios de mujeres y les daba forma en diferentes capítulos con nombre e historia propios (desde el bellezón despampanante que entretiene a altos ejecutivos en D'Angelo hasta la puta arrastrada que se vende en la calle Montera por nueve euros; desde la marquesa consorte que lleva años disimulando moratones bajo la base de maquillaje reflectante de Chanel hasta la analfabeta virtual que limpia escaleras y vive en una casa de acogida; desde la ex
top model
que se niega a dar su nombre y que vivió a base de anfetaminas durante todos los años en los que estuvo desfilando hasta la estudiante ejemplar que subsistió sólo con tres manzanas diarias y a la que acabaron por ingresar de urgencia, gravemente desnutrida, en el hospital del Niño Jesús, etc., etc., etc.). Luego se le añadía al libro un prólogo, a poder ser de alguna famosa que hubiera vivido en sus propias carnes el drama en cuestión, y un epílogo que recogiera estadísticas sobre el tema. Y a vender.

Tras las putas, las maltratadas y las anoréxicas, les tocaba el turno, en buena lid, a las drogadictas, y para darles voz hacía falta una periodista que a poder ser hubiese colaborado en revistas femeninas. La verdad es que yo en realidad soy filóloga, pero teniendo en cuenta mi pluriempleo se me podía considerar cualquier cosa. Y así fue como tu madre se encontró escribiendo su segundo libro por encargo (el primero fue el que firmó la presentadora pija) y entrevistando a yonquis chandalistas, ejecutivas cocainómanas, niñas
in-
diepastilleras, universitarias porreras y amas de casa enganchadas a los tranquilizantes o a la botella, no tanto porque le hiciera particular ilusión tratar con unas y con otras como porque se había encontrado un mes con que estaba más pelada que el chocho de la Nancy y con que el banco amenazaba con embargarle la casa a cuenta del impago de los últimos plazos de la hipoteca. Finalmente resultó que escribir un libro semejante resultaba más apetecible que ponerse a trabajar ella misma en el D'Angelo, y así fue como nació
Enganchadas: ellas nunca dicen no,
que acabó agotando ¡catorce ediciones!, que se dice pronto (hazaña sólo comparable, en lo que a obras de no ficción destinadas al mismo tipo de público se refiere, al pelotazo de la Alborch con
Solas),
y haciendo famosa a tu madre de la noche a la mañana y muy a su pesar, porque a tu madre —que había aspirado a darse a conocer como escritora seria y que siempre pensó que aquel libro, al igual que los otros integrantes de la Colección Femenino Plural, pasaría más bien desapercibido— no le hizo ninguna gracia saltar a la palestra como escritora de best sellers sensacionalistas. Y te cuento esto porque a ti te llevé en el vientre, necesariamente, cuando hacía la gira de promoción, que se organizó aprovechando la salida de la decimoquinta edición. Pero ésa es otra historia, como diría de nuevo Moustache en
Irma la dulce,
que te contaré más adelante.

Ayer se pasó a verte Elena, la vecina, y me estuvo contando que había visto a nuestra común amiga Nenuca en Marbella, donde se dedica al cultivo exhaustivo de la nada más absoluta, y es que Nenuca no trabaja porque no lo necesita: su familia es lo suficientemente rica como para que ella no tenga ni que pensar en ganarse los garbanzos. Y quien dice los garbanzos dice el todoterreno, el chalet ideal, la ropa de marca y los caprichitos varios. Y Elena comentó al respecto: «Yo no entiendo cómo puede vivir así, ¿no se aburre? Estoy segura de que con el tiempo va a acabar frustrada, nadie puede vivir sin hacer nada de provecho.» A lo que yo respondí: «Pues yo podría divinamente, es más, sería mi sueño: saber que no tengo que trabajar el resto de mi vida.» Elena: «No me lo creo, tú escribirías, seguro.»

Sí, claro. Escribiría, leería, pintaría incluso... Pero no publicaría lo que escribiera, no me sometería al escrutinio constante de críticos, admiradores, detractores, amigos, enemigos, ex amantes, ex amantes de ex amantes, conocidos de conocidos y desconocidos varios. Podría quizá hacer ediciones especiales y limitadas para mis amigos o, como el Sebastián Venable de
De repente, el último verano,
dejar constancia expresa de que mis escritos sólo podrían publicarse tras mi muerte (por cierto, que lo mismo hizo Katherine Hepburn —Violet Venable en la película— con sus memorias) , cuando a mí ya no pudieran herirme los aguijones y las flechas de la maledicencia ajena. Porque si ya sufrí bastante con todo el revuelo que se organizó a cuenta de
Enganchadas
(unas críticas feroces que me acusaban poco menos que de incitación a la politoxicomanía y un escándalo sonado cuando unas fotos mías aparecieron en la portada de la revista
Cita,
pero de esto ya hablaré más adelante), que al fin y al cabo era un libro que me daba bastante igual, no quiero ni imaginar lo que sufriría si me atacaran por una obra que tratase de algo más personal, un libro en el que hubiera volcado mis experiencias, mis sentimientos, mi vida. Me he pasado la mitad de ella anhelando publicar y, cuando finalmente lo hice, descubrí tantas paradojas al respecto de la misma que tuve que agradecer al Todo Cósmico, o a la Divina Providencia, o a quienquiera que rija este universo de locos, que mis tres novelas anteriores no se hubieran publicado, pues me di cuenta de pronto de que, de haberlo conocido, probablemente no hubiera sobrevivido al éxito: no hubiera soportado verlas escrutadas, despedazadas, arrastradas. De esta forma me consuelo por no haber alcanzado a culminar mi sueño, sueño que, en teoría, aún podría cumplirse aunque empiezo a sospechar que nunca se materializará. Lo malo de haber albergado un sueño que tuvo visos de ser posible es que aparejó la verdadera desilusión. Porque si hubiera soñado desde pequeña con algo más grande, con ser reina o astronauta, por ejemplo, no me hubiera costado tanto resignarme a no serlo al crecer. El sueño que promete lo imposible ya nos priva con su propia promesa de su consecución, pero un sueño accesible delega en nosotros su solución: nos parece que si no se ha cumplido es nuestra la culpa y no del azar o del destino. Y, así, me temo que yo moriré como he vivido, en el baratillo de los fracasados.

¿Que por qué te cuento esto? Porque según tecleo me tengo que enfrentar a la posibilidad de que lo que escribo ahora mismo, estas palabras sólo para ti, pudieran publicarse (ésta es una carta para ti, en principio, pero todo lo escrito se escribe en realidad para uno mismo, y a partir de ahí para el Otro o la Otra que uno lleva dentro y que representa también al Otro u Otra que son los demás, porque
toda carta,
decía Derrida,
está condenada a viajar interminablemente, tanto por su plurivocidad como por la indeterminación in
consciente de su destino,
y ya me ha salido la vena filóloga y me he puesto pedante), y es que tanto mi agente como la editora de
Enganchadas
no hacen más que decirme que por qué no escribo sobre la maternidad, ansiosas como están de repetir éxito ahora que el público me conoce (eso sí, no aceptaron mi propuesta de editar, aprovechando el tirón de mi recién adquirida popularidad, algunas de esas tres novelas inéditas que duermen en el cajón, ya ves) y no estoy muy segura de que merezca la pena exponerse tanto, porque sé que cualquier libro que hiciera sobre el tema acabaría tratando sobre ti.

Pero tú y yo tenemos un problema: necesitamos dinero. (Dinero, dinero, metal sin corazón, no compra lo que quiero, que decían el tango y mi tía Reme, pero sí paga las facturas.) Y la única forma en la que tu madre ha demostrado, hasta el día de hoy, que sabe conseguir tan vil metal es escribiendo. La pena es que ahora mismo tu madre, yo, se ve incapacitada para hacerlo sobre otra cosa que no seas tú y tus circunstancias, las razones por las que llegaste, a través de mi cuerpo, hasta aquí. Y escribir sobre ti es arriesgarse mucho, es poner la propia vida en bandeja, festín en una orgía de palabras que muerden, a disposición de cualquiera que desee trincharla y desmenuzarla. Sí, por supuesto, estas notas se expurgarán convenientemente y se eliminará cualquier referencia que pueda hacer reconocible a algunos personajes, se cambiarán los nombres y me escudaré además en eso que se dice de que la ficción es siempre ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Aunque, a fin de cuentas, ¿qué es realidad? Algo tan maleable, gaseoso e inasible... En fin, no tengo ni idea de si esto se publicará o no. Puede que te dé estas notas cuando cumplas los dieciocho años y entonces tú decidirás. O, si resuelvo publicarlo antes, lo haré previa poda y censura y luego tú tendrás el dudoso honor y privilegio de acceder a las partes no rechazadas, para que sepas qué tipo de madre te ha tocado en gracia. De todas formas, para cuando estés en condiciones de leer esto, me temo que ya tendrás una idea bastante precisa sobre el particular.

(Por cierto, cuando yo dudaba sobre si aceptar o no el encargo de
Enganchadas,
tu madrina Consuelo —una de tus muchas madrinas, porque tú eres demasiado especial para tener una sola—,
doula
en tu nacimiento y «hermana en dios» de tu madre —así se les llama a las mujeres que asisten al parto de otra—, insistía en recordarme, para convencerme de que escribir por dinero no es algo indigno ni mucho menos, que Dostoievski escribió
El jugador
a toda prisa porque necesitaba pagar unas deudas. Pues dicho —escrito— queda.)

Verás, me acuerdo de cuando tú llevabas cuatro meses o más dentro de mí y eras un feto que medía aproximadamente dieciocho centímetros y pesaba cerca de ciento veinte gramos. Algunas partes de tu esqueleto ya se habían endurecido en forma de huesos y los músculos del cuello y la espalda ya podían sostenerte la cabecita hacia arriba. Eras todo
un
pequeño ser humano, ovillada flotante en la placenta, donde el amor era un fruto que pesaba y maduraba, con diez dedos en las manos y diez dedos en los pies, cada uno rematado con su correspondiente uñita. Ya te movías y yo ya sabía que eras una niña. Y que te ibas a llamar Amanda. Pues bien, entonces tuve que ir a Barcelona a promocionar
Enganchadas
porque acababan de lanzar, como antes te dije, su decimoquinta edición. En Cataluña es tradición que los enamorados se regalen por Sant Jordi una rosa y/o una espiga de trigo (según rezaba la tradición, el chico debía regalarle a la chica una rosa y una espiga, símbolos del amor y la fertilidad, y ella a él un libro, pero con la emergencia de lo políticamente correcto y el auge del movimiento gay, ahora cada cual regala rosa, o libro, o ambas cosas, sin que el género del destinatario cuente demasiado) . La cuestión es que la calle se llena de tenderetes y casetas de venta de libros y flores y hay una muchedumbre enorme que se desplaza de un lado a otro de la ciudad, rosa o libro en mano, a la búsqueda del amante; o con las manos vacías y ávidas de comprar el susodicho ejemplar o la rosa que, si no se destinan al enamorado, irán a parar a la madre, la tía, la mejor amiga, la vecina del quinto... (Yo, sin ir más lejos, recibí aquel mismo día unas quince rosas, todas ellas con su correspondiente espiga pese a que a mí puñetera la falta me hicieran los amuletos para la fertilidad.) El caso es participar en la fiesta, regalar y ser regalado.

Como suele suceder con la mayoría de las tradiciones, ésta también se comercializó, lo que significa que las librerías catalanas encargan los pedidos más grandes del año para el día de Sant Jordi, que las editoriales envían en esa fecha a sus escritores estrella a firmar libros a Barcelona, y que hay un montón de autores que se enfadan con sus editores porque no les han considerado lo suficientemente importantes como para pagarles un billete y una noche de hotel a fin de que en tan señalado día puedan encontrarse firmando sus obras en un puesto de las Ramblas. Y no sé a qué les viene el cabreo, porque si al final conmovieran a sus editores y les tocara hacerse el paseíllo de tenderete en tenderete igual hasta se arrepentían de tanta súplica tras acabar baldados (no, si ya lo decía santa Teresa, líbrame Dios de las plegarias atendidas), porque al escritor firmante en Sant Jordi le despiertan a las siete de la mañana y desde las diez hasta las nueve de la noche (exceptuando la pausa de la comida) se las pasa de caseta en caseta, desplazándose de un lado a otro de la ciudad y firmando libros hasta que se le agarrotan las articulaciones. Eso si tiene suerte, como yo —toco madera—, y firma, que también los hay que se la pasan mano sobre mano mirando desfilar al gentío y sin que nadie les venga con un triste ejemplar de su obra.

En fin, que debían de ser la seis de la tarde y estábamos en el puesto de El Corte Inglés tu tía Paz (tía adoptiva y no biológica), Bea (la chica de prensa de la editorial) y yo, alucinadas ante el panorama que se nos presentaba: frente a nosotras había una fila, una fila, de gente que venía a comprar un libro sobre el que se estampara una firma MÍA, de tu madre. Bien que no se trataba de una fila muy larga, en realidad no habría allí más de cinco personas (dos casetas más allá Andreu Buenafuente tenía a una masa de cientos de individuos apiñándose y poco menos que pegándose codazos por conseguir su rúbrica estampada en un libro de monólogos), pero seguía siendo una fila, y ya era más de lo que tenían otros escritores que miraban al tendido con cara de aburrimiento y mano inmóvil. Me invadió un sentimiento ambiguo: por una parte me halagaba tener lectores, y estaba segura de que el día en que la suerte cambiara y me encontrase de la noche a la mañana sin ellos me vería más deprimida que Norma Desmond en
El crepúsculo de los dioses,
por mucho que prefiriera que mi público me amase más por una novela que por un libro de encargo (aunque, como bien decía tu casi madrina Consuelo, la misma que dijo aquello de que no era indigno escribir por dinero, al fin y al cabo
Enganchadas
era una mezcla entre libro de cuentos y nuevo periodismo; es más, acabó comparándolo con
A sangre fría
por aquello de la realidad confundida con la ficción, con lo cual si bien no contaba con lectores de novela, al menos sí contaba con lectores, y menos daba una piedra: con Consuelo por amiga, la que no se consuela es porque no quiere). Pero, por otra, los desconocidos me inspiran un miedo terrible, por no hablar del temor al compromiso y a la responsabilidad que a tu madre la caracteriza, y que hace que, cuando siente que alguien la admira por cualquier razón —razón, en cualquier caso, para ella incomprensible— se sienta agobiada por una especie de tenaza que le aprieta la garganta a fuerza de pensar que no va a estar a la altura de lo que esperan de ella. Es por eso que necesitaba a Paz y a Bea cerca, porque si no me hubiera visto incapaz de quedarme allí sentada, de dedicarles sonrisas a cada uno de mis «clientes» y de comportarme con cierta amabilidad.

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