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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (13 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Reata multicolor, que iba dispersándose a lo largo de la carretera y los caminos. Los milicianos veían un árbol frutal, o gallinas, o un arroyo de agua clara, y se apeaban sin prisa, despidiéndose jocosamente de los que proseguían su marcha. Los conejos eran sacrificados con arte. «Hoy tú, mañana yo», decían al golpearlos.

En los pueblos era el festín. Las tiendas fueron asaltadas. Había voluntarios que requisaban artículos prácticos, otros cualquier chuchería que se colgaban del cinto o de las cartucheras y que les serviría de amuleto. Las cárceles de los pueblos eran vaciadas al paso de la Columna. Los milicianos disparaban y luego levantaban el puño y gritaban: «¡A Zaragoza!» En cada pueblo había unos cuantos niños que se asustaban; otros, por lo contrario, que gustosamente hubieran ido a la guerra en calidad de mascotas. Lo más diverso fue, quizá, lo que los milicianos se encasquetaron. Sombreros a lo
gangster
, pañuelos en cucurucho, jipijapas, cascos, ¡orinales rotos! Decapitaban el palo de los pajares y se incrustaban los orinales rotos en la cabeza, orinales que pronto tiraban a la cuneta para evitar que los compañeros los utilizaran para repiquetear. Cerca de Lérida fue descubierta una sombrerería, y la colección se enriqueció. Gorki, nombrado capitán, se puso una gorra deportiva, de jugador de golf; Ideal, una cananiera, y el Cojo se lió en la testa una alpargata.

De vez en cuando, Durruti miraba para atrás y se encolerizaba: «¡Bestias! ¡Bestias, digo! ¿Qué os habéis creído?» Se daba cuenta de que antes de llegar a Zaragoza perdería la mitad de los hombres.

El doctor Rosselló iba en la ambulancia, al lado de su ayudante el doctor Vega, hombre muy pulido y respetuoso, al parecer. Los dos médicos estaban asustados ante la presencia, cada vez más numerosa, de mujeres. «Esto será una porquería.» El doctor Vega decía siempre: «El desiderátum».

Los «oficiales de dedo» se exaltaban más que los demás y en los pueblos tenían más éxito que los simples milicianos. Destacaban, entre todos, Porvenir, que para dar órdenes utilizaba ahora una bocina de entrenador de natación y un ser, un extravagante capitán, como Gorki, que de pronto apareció con chistera y un perro parecido al de Axelrod.

Cada corazón palpitaba por su cuenta. Los milicianos sentían a la vez amor y odio. Se amaban entre sí, unos a otros, a través del sudor, de los taparrabos y de la causa común. Odiaban a los «fascistas» inlocalizados que dejaban atrás y a los que los estarían esperando enfrente, allá en la gran llanura de Zaragoza. Dimas contemplaba sus manos y las manos de los demás. Las manos revelaban todos los sentimientos, el pasado de cada hombre y alguna de ellas, bien leída, acaso anunciara un porvenir cercano y sangriento. Dimas llevaba en el cinto una lata vacía, sin saber por qué. La acariciaba con los dedos como si tuviera con ella algún proyecto definido. Dimas no había estado nunca por tierras de Aragón y cuando le dijeron que había ya penetrado en ellas, miró y vio dos barrancos secos y en lo alto de un monte una higuera calcinada.

Al llegar a determinado punto, cerca de Caspe, la columna se fraccionó. Un fuerte contingente se dirigió al norte, hacia Huesca, mientras otro seguía hacia el sur, dirección Teruel. Durruti continuó con el grueso de la fuerza por la carretera general, rumbo a Zaragoza.

Llegó un enlace motorizado, portador de un estimable mensaje para Durruti: pronto se les unirían refuerzos de Madrid, enviados por la CNT-FAI.

A todo esto, el atardecer llegó. El sol se puso tras las rojizas colinas. En media hora, el mundo cambió, fue otro. Se encendieron los faros de los vehículos, aunque camuflados, semitapados con arpillera. Los gorros perdieron importancia. Intensificóse el silencio, y de vez en cuando una cabeza se echaba para atrás y dos ojos les hacían guiños a las estrellas indiferentes.

En los camiones se oían blasfemias, besos, ladridos, ronquidos. Algunos conductores daban muestras de cansancio y deseaban dormir. Se chupaban pitillos y de pronto los motores parecían callarse para que se oyera el zumbido de los cerebros.

Capítulo VI

Marta había decidido abandonar la escuela. Primero se lo dijo a los maestros y luego a Pilar. La muchacha se sintió incapaz de resistir por más tiempo la convivencia con Olga y, sobre todo, con David, que había aceptado ser miembro del Comité. Su aspiración hubiera sido huir a Francia; pero, desoyendo con ello los consejos de Ignacio, se opuso mientras su padre no fuese juzgado. «No quiero abandonar a mi padre aquí, dejarle solo. Buscadme algún escondite en Barcelona.»

—Pilar, dile a Ignacio que no cambiaré de opinión.

Marta llevaba todavía las trenzas que le colgaron la mañana de la derrota, y había envejecido cinco años. Lo único que se mantenía vivo en ella, descollante, eran los ojos, en forma de almendra, y la fe en sus ideas, la fe en los postulados de la Falange. Cuando, desde su covacha, oía a David y Olga hablar de la revolución, o bien cuando ponía la radio para escuchar al catedrático Morales, comprobaba una y otra vez que lo aprovechable de las teorías enemigas —socialismo, anarquismo, comunismo— estaba ya implícito en la Falange.

Ignacio se enfureció ante la negativa de Marta a huir a Francia, pero la conocía y optó por complacerla.

¡Un escondite en Barcelona! Bueno, he aquí que Ignacio dio pruebas de eficacia o tuvo suerte. Inmediatamente comprendió que la única persona indicada para sacarlos del atolladero era Julio; y fue a su casa a pedírselo sin ambages. Julio, que llevaba una bata roja, quebró con el índice la ceniza del cigarrillo. «
Le gran complet!
», exclamó. Había salvado al comandante Martínez de Soria. Cuidaba de que la esposa de éste gozase de la debida escolta y pudiera seguir viviendo en su piso. Ahora remataría la obra poniendo a salvo a Marta. «
Le grand complet…!
», repitió. Por otra parte, la idea de que precisamente David y Olga hubiesen aceptado esconder en su casa a la única falangista de la provincia, le encantó. «¿Comprendes, Ignacio? ¡Esto ha de irse al carajo a la fuerza!»

Julio le pidió a Ignacio dos días para reflexionar. ¡Conocía a tanta gente en Barcelona! Pero era preciso atar muchos cabos. Le pidió inspiración a la tortuga y luego al pisapapeles del despacho. Y luego, ¡por una vez!, a doña Amparo Campo. «¿A ti qué te parece?» Doña Amparo hizo un mohín como si se enfadara y fruto de su concentración le salió, como un escopetazo, un nombre: Ezequiel. «¡Ezequiel! No lo dudes, Julio. Es el más indicado.»

Era cierto. Julio lo aceptó en el acto. Ezequiel era un antiguo amigo del matrimonio, barcelonés de pura cepa, que tenía un Fotomatón a cincuenta metros de la Jefatura de Policía. Julio lo conoció cuando el hombre andaba por los cafés haciendo caricaturas. Se llamaba Vilaró, pero firmaba sus caricaturas «Ezequiel», y el seudónimo le quedó para siempre. Por entonces era un bohemio. Llevaba sombrero negro de ala ancha, lacito negro y bastón. Fue Julio quien le dio la idea de instalar el Fotomatón junto a la Jefatura de Policía. «Carnets, pasaportes. ¿Comprendes, Eze? Nu puede fallar!» Y no falló. La cosa salió adelante, y Ezequiel la estaba muy agradecido a Julio. «Eze no me podrá negar eso. ¡Digo yo! No me lo podrá negar.»

Así que doña Amparo Campo llevó a cabo la gestión. En uno de los primeros trenes procedentes de la frontera que volvieron a funcionar, se fue a Barcelona y se entrevistó con Ezequiel. Éste sentía gran simpatía por Amparo y siempre le decía: «Cuando enviudes, avisa». Todo parecía calculado para que Marta estuviese salvo y se encontrase a gusto. Ezequiel vivía con su mujer, Rosita, «una bendición de Dios», y con su hijo Manolín, de catorce años, el colmo de la sensatez. La casa era suya, muy tranquila, en San José de la Montaña. Tenía una salida trasera, un jardín con dos pinos muy hermosos. Y demás, ¡Ezequiel y Rosita escuchaban cada noche a Queipo de Llano! Eran «fascistas», aunque Ezequiel decía siempre que era muy difícil que un caricaturista se tomara en serio a los líderes políticos y a las autoridades. «Comprendedlo. En seguida vemos el lado ridículo de las cosas.»

Julio comunicó el hecho a los Alvear, y todo el mundo aceptó la solución propuesta. «La casa es tranquila, está en la calle de Verdi, en la parte alta de la ciudad, tiene azotea y jardín con dos pinos, tiene radio, gas y electricidad. Por si fuese poco, el dueño so llama Ezequiel, lo cual no es ninguna tontería, ¡y es “fascista”!»

Marta se emocionó. Todo aquello era una ventura. «Parece ser que desde la azotea se ve toda Barcelona hasta el puerto.» «Parece ser que el chico, Manolín, ha aprendido a hacer sombras chinescas en la pared y que Rosita, la mujer, prepara unos flanes que matan el hambre.»

Todos de acuerdo, incluso la madre de Marta, a quien Ignacio visitaba de vez en cuando, se fijó la marcha para el día 14 de agosto. Los riesgos del viaje desaparecieron en un santiamén. Julio se ofreció para llevar a Marta ¡en el propio coche de la Jefatura da Policía! Julio tenía que hacer a don Carlos Ayestarán la visita de que se habló en la Logia, y aprovechó la ocasión.

—¿En el coche de la Jefatura?

—¿Por qué no, Ignacio? Ya te dije que esto ha de irse al carajo a la fuerza.

Respecto a la indumentaria de Marta, Julio fue minucioso. Al enterarse de que la muchacha llevaba trenzas postizas, exclamó: «¿Lleva trenzas? Estupendo. Tanto mejor». Además, se pondría gafas oscuras. Y nada de paquetes. Y blusa y falda chillonas y alegres.

Matías Alvear y Carmen Elgazu hubieran querido ver a Marta antes de su partida, pero no sería posible. La orden de los maestros era: sólo Pilar. No obstante, Ignacio desobedeció. La víspera de la marcha, o sea el 13, se dirigió resueltamente a la escuela y saltó sin titubeos la tapia del jardín.

Abrió Olga y se quedo perpleja; pero comprendió que aquello era lo natural y le franqueó la puerta.

—Gracias, Olga.

Poco después los dos muchachos, que parecían no haberse visto desde siglos, se confundían en un abrazo sin fin, conmovidos por la huella que el sufrimiento había impreso en uno y otro. David había salido de casa, y Olga desapareció discretamente hacia el aula.

Entonces Ignacio atrajo a su novia hacia sí y le acarició febrilmente los cabellos. «¡Marta, Marta querida…!» Hubiera permanecido de aquel modo Dios sabe cuánto. A su lado, el agua del acuario era verde. Comprendieron que era hermoso amarse, que había algo tibio en amarse y que en cierto modo con ello se compensaban en el vientre del mundo la ira y las llamas. «Todo saldrá bien. Ten confianza.» «¿Irás a menudo a verme?» «Lo más que pueda» «¡Cuida de mi madre!». «¡Claro que sí, mujer!»

Ignacio le prometió a Marta que pensaría en ella a cada momento y que no se arriscaría antes de haber contado hasta ciento. Por su parte, Marta le prometió a el que en Barcelona no daría ningún paso sin consultárselo. Ignacio temía que la muchacha, pasado el primer estupor, intentase entrar en contacto con los falangistas barceloneses supervivientes que, según las radios, continuaban trabajando en la clandestinidad.

Fue una escena completa. Apuraron cada segundo al máximo. A intervalos, solo ellos dos existían. Fue una escena que se grabó en su corazón.

Ignacio salió, se despidió de Olga y regresó a la ciudad. Se entrevistó con Julio, quien confirmó que la marcha sería al día siguiente.

—¿Tienes confianza en mí? —preguntó Julio a Ignacio.

—No me lo explicó, pero la tengo en usted. —No satisfecho aún añadió—: Comprendo que soy tonto, pero la tengo.

Julio, al día siguiente, se mostró digno de ella. Fue exacto y estuvo pendiente de todos los detalles. A la hora convenida, once de la mañana, el coche de la Jefatura de Policía se paró delante la escuela. Julio estaba sentado detrás, conducía un guardia de Asalto y en el radiador temblequeaba la consabido enseña oficial.

Primero aparecieron en la puerta David y Olga, los cuales llamaron a Marta. Marta llevaba ya dos horas esperando con las tranzas colgando y distrayendo los dedos con las gafas oscuras. Marta se despidió de los maestros fríamente. Sus sentimientos eran contrapuestos. Y lo mismo le ocurrió al penetrar en el coche y estrechar la mano de Julio. Marta no creía que el hacer un favor borrase el pasado de los hombres.

El coche arrancó, y a Marta le pareció todo irreal. Encerrada desde el 19 de julio, no había visto una sola imagen del exterior, no había visto ningún cartel y no conseguía imaginarse el aspecto de un miliciano. Su desconcierto era tan grande —y las gafas oscuras teñían tan extrañamente el mundo— que cuando el coche arrancó no supo si santiguarse o no, y no supo si acercaba a la salvación o lo contrario.

Las calles estaban solitarias, las letras UHP marcaba las paredes, los cubos de basura esperaban en las aceras con algún que otro perro saciándose. Julio le dijo:

—Todo irá bien.

En esto, Marta reaccionó como si hubiese oído un trompetazo. ¡Control de milicianos! Era la salida de la ciudad. La apariencia de aquellos hombres la horrorizó y cuando advirtió que el coche frenaba se consideró perdida. Pero allá iba Julio, asomando su cabeza por la ventanilla. «¡Salud!» «¡Salud!» El coche aceleró de nuevo y a los pocos minutos rodaba por la misma carretera que llevó a los voluntarios, por entre los mismos árboles, los mismos campos y las mismas hierbas a ambos lados.

Marta bebía con los ojos todo lo que surgía ante el coche. «¡UHP! ¡Muera el fascismo! ¡Viva la FAI! ¡Muera lo burgués!» En cada árbol una letra blanca, y las letras leídas de corrido eran órdenes. En una caseta de peones camineros alguien había escrito: «Nitrato de Chile.» ¿Por qué había en chile tanto nitrato?

Julio tenía ganas de hablar con la muchacha, pero no se atrevía. Esperaba que se presentase la oportunidad. También Marta comprendía que debía decirle algo al policía, por buena crianza, pero se sentía intimidada. Su padre le dijo una vez: «Lo malo de la política es que los hombres dejan de ser sólo hombres y pasan a ser hombres con leyenda». Julio jugaba con el ala del sombrero y con la boquilla. Marta jugaba con un bolso diminuto, que Olga le ofreció.

A los pocos kilómetros se cruzaron con una fila de coches vertiginosos por cuyas ventanillas asomaban cañones de fusil.

—Los amos del mundo —comentó Julio.

Más adelante había una apisonadora y en lo alto de la rueda dos milicianos, que debían de pertenecer a algún control vecino, estaban sentados jugando a las cartas. «¡Salud!» «¡Salud!»

En la plaza del pueblo de Calella, Marta quedó estupefacta. Tres hombres subidos a un andamio repicaban las campanas con herramientas que llevaban en la mano, ante el jolgorio de la turba-multa que los aplaudía desde abajo. El concierto era aterrador. Julio informó a la muchacha. Se trataba de descolgar las campanas para fundirlas, y era corriente obsequiar antes al pueblo con aquella serenata.

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