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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (66 page)

BOOK: Un millón de muertos
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«La Voz de Alerta» y Javier Ichaso se pusieron la camisa azul. Su criada Jesusha se mofó de ellos y el dentista le dijo: «Disciplina, Jesusha, disciplina». Al Alto del León llegó un camión de intendencia con boinas rojas. José Luis Martínez de Soria y Mateo se colocaron con énfasis cada cual la suya, se miraron y por último Mateo comentó: «¡Pareces Satanás!» El padre Marcos, que hacía poco había recibido como donativo alemán una maleta conteniendo un altar plegable, se puso boina roja, al igual que Núñez Maza, a quien se hubiera dicho que le había nacido algo loco, desorbitado, en la cabeza. Los requetés catalanes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, de guarnición cerca de Belchite, se pusieron camisa azul. Mientras, un moro notable, en las orillas del Jarama, le decía al falangista Octavio, recién incorporado en calidad de agente del SIFNE: «La boina roja es peligrosa en el frente. Demasiado visible». A lo que Octavio repuso, sonriendo: «Alá proveerá».

La unificación era básica, en opinión del Alto Mando. Por Salamanca se rumoreaba que incluso Unamuno había sido partidario de ella, de una España «única», citándose el comentario que en plena Universidad le hizo al general Millán Astray, a raíz de una diatriba de éste contra Cataluña y el País Vasco. «Una España disgregada, sin el País Vasco y sin Cataluña, sería como un cuerpo tuerto y manco.»

* * *

La primavera trajo también en la zona «roja» un intento de unificación en gran escala, acorde con el automático movimiento pendular que se producía en los dos bandos y que le hacía exclamar a Cosme Vila: «Si algún día matan a Mateo, al día siguiente caeré yo».

Las desavenencias en la zona no habían hecho sino aumentar, y cuantas personas se esforzaban en proyectar luces sobre los verdaderos culpables tropezaban con mil contradicciones. El doctor Relken, tan amante de las síntesis, había ya renunciado a ello y en Albacete se dedicaba a fisgonear entre los internacionales y a comprar imágenes de valor producto de saqueos e incendios. En Gerona, Antonio Casal quiso entretenerse en contar y numerar las fracciones que en primera línea y en las provincias de retaguardia se llamaban «antifascistas», y en cuanto advirtió que so acercaban al centenar dejó la pluma en la mesa y se fue a su casa a jugar con los pequeños, siguiendo con ello el ejemplo de Aleramo Berti.

Sin embargo, no faltó quien se arrogó la facultad de aislar y acusar a «los dos grandes responsables»: el nuevo embajador ruso, sustituto de Rosenberg, Gaiskis de nombre, llegado a Valencia a mediados de marzo. Gaiskis, con la ayuda del cónsul Owscensco, de Orlov, jefe de la GPU y de Axelrod, el maestro y tutor de Cosme Vila, declaró que los principales focos de infección eran dos: uno, atávico; otro, reciente. El primero era el anarquismo, diferenciando con torpeza conceptos tan interdependientes como los de «sindicatos» y «partido político» —vieja disputa entre Bakunin y Carlos Marx—, y el reciente era el POUM, el desviacionismo trotskista. Trotsky fue declarado por el nuevo embajador Gaiskis «traidor a sueldo de la Alemania nazi» y de la boca de éste salió un curioso lamento dedicado a los niños huérfanos que a través del gerundense Murillo fueron evacuados a Méjico. Sobre la CNT-FAI, holgaban los comentarios.

La decisión de acabar a rajatabla con dichos focos fue tomada simultáneamente en Cataluña y Valencia. Graves deserciones del frente rojo al nacional, especialmente en el país vasco, aconsejaban acelerar la apertura del proceso. Un inmenso tinglado publicitario preparó las masas para el acontecimiento, a través de discursos, artículos y pancartas. Todos los hombres de sentido común, con mando o sin él, desde Indalecio Prieto y el general Miaja hasta las dos enfermeras suizas, Germaine y Thérèse, y Cosme Vila, pasaron simultáneamente al ataque. Antonio Casal denunció en
El Demócrata
que, en Sabadell, el POUM construía carros blindados, que en vez de mandar a la línea de fuego se reservaba «para las necesidades del partido en la retaguardia». El catedrático Morales hizo un viaje a Barcelona y regresó afirmando que la FAI, dueña de la Telefónica desde el inicio de la guerra, boicoteaba las comunicaciones entre los partidos no anarquistas y proclamó su horror ante el hecho de que, a consecuencia de la colectivización anarquista de los espectáculos, los cantantes profesionales cobrasen quince pesetas diarias, igual que un acomodador, y que el Teatro del Liceo se viera invadido todas las noches por catervas de milicianos borrachos que entraban gratis. Y el propio Raimundo, tan aficionado a los toros, supo por un huido de Córdoba que en Andalucía los anarquistas habían asaltado las ganaderías y acabado con ejemplares cuya estirpe tenía tres siglos. «Por si fuera poco, Ortega, La Serna y Bienvenida —le informó el refugiado—, están toreando en la zona fascista.»

Pero había más. Sin saber por qué, los asesinatos se habían recrudecido, sobre todo en Barcelona, y afectaban incluso a conocidos hombres de la UGT o de la Izquierda Republicana. Moncho, en calidad de anestesista del Hospital Clínico, tenía ocasión de comprobar el hecho con sólo girar diariamente una visita al Depósito, y su asombro no tenía límites al enterarse de la identidad de algunos de los cadáveres. ¿Por qué treinta tranviarios asesinados en cuarenta y ocho horas? ¿Por qué un tipógrafo de
La Publicidad
? ¿Por qué un diputado de Izquierda Republicana? En el plano de la política, Álvarez del Vayo, al regreso de sus contactos con las grandes democracias europeas, afirmó que la presencia de cuatro ministros anarquistas en el Gobierno constituía un grave desprestigio internacional, sobre todo desde que el anarquista García-Oliver, ministro de Justicia, había «legalizado» jurídicamente la unión libre entre milicianos y milicianas y anunciado su decisión de municipalizar la vivienda en todo el territorio.

Por añadidura, los anarquistas y el POUM obstaculizaban los planes del Partido Comunista con respecto al oro español y al destino que debía darse a los cuadros del Museo del Prado. Julio fue testigo de ello, al igual que Cosme Vila. ¡Por fin se puso en claro el objetivo perseguido por Axelrod y su perro en sus periódicos viajes al pueblo de La Bajol, pueblo gerundense a una hora de camino de la frontera francesa…! Se trataba de encontrar un buen refugio para los lingotes del Banco de España que no iban a convertirse en armamento, para el tesoro de la Corona de Aragón, etcétera. Y este refugio fue hallado en las minas de talco existentes en La Bajol. Axelrod y oscuros personajes españoles habían empezado a dirigir la apertura de una galería en la mina, con el proyecto de alcanzar una profundidad de trescientos metros bajo la cima de la montaña. Los obreros especializados eran también mineros asturianos. Se instalaron dos ascensores para bajar a la cámara, la cual estaría dotada incluso de calefacción. Los camiones con el material necesario llegaban allí de noche y, pese a los cuidados en los relevos de guardia, el olfato del Responsable consiguió descubrir el manejo, amenazando con darle mortífera publicidad. Cosme Vila le dijo: «Simples precauciones, camarada. Todavía no ha sido llevado allí un solo gramo de oro. ¿Qué quieres? ¿Que la aviación de Franco se meriende el tesoro de Madrid? Como te pases de listo y denuncies lo que luego no puedas demostrar, te mato». El Responsable habló con Julio y éste contestó: «Que yo sepa, de momento no son más que precauciones. Aunque, a decir verdad, es poco esperanzador que, mientras Miaja habla de victoria, los escondrijos se busquen a una hora escasa de la frontera». El Responsable dio tres vueltas enteras al gran parque de la Dehesa, musitando: «O ellos acaban conmigo, o yo acabo con ellos».

En cuanto a la obras del Mueso del Prado, pese a existir para ellas un cobijo a propósito en los sótanos del Banco de España en Madrid, construido por el Duque de Alba —cobijo con un puente levadizo y un lago—, el temor de que Franco entrase en la ciudad cuando la ofensiva de noviembre indujo al Gobierno a iniciar entonces el traslado de los cuadros a Valencia. Dicho traslado fue dirigido por el poeta Rafael Alberti, que últimamente había escrito «Hoy, mar, amaneciste con más niños que olas». El embalaje presentó grandes dificultades, que los técnicos de una galería de pinturas consiguieron resolver. El medio de trasporte elegido fue el camión. Algunas cajas con cuadros de gran tamaño como
Las Meninas
o el
Carlos V en Mülhberg
, que dada su altura no hubieran pasado por el puente colgante de Arganda, fueron colocados en los flancos exteriores del camión. El proyecto de poner a salvo el Museo alarmó a los anarquistas, los cuales temieron que los rusos se apropiaran de él. Gaiskis, el nuevo embajador, al enterarse de ello se indignó y gritó: «¿Cuándo empezaremos a desarmar a esa gente?»

¿Cuándo…? En seguida, sin pérdida de tiempo. Con el estallido de la primavera, la FAI y el POUM quedaron sentenciados. Ante la perplejidad y el dolor de quienes, como Antonio Casal, aspiraban a unir todos los esfuerzos para derrotar al fascismo, el 3 de mayo la Generalidad de Cataluña dio orden a los guardias do Asalto y a los Mozos de Escuadra de que ocuparan la Telefónica de Barcelona, el centro-clave en poder de la FAI. Aquél fue el Inicio del combate. Se oyó un ulular por toda la ciudad y Charo, la mujer de Gaspar Ley, cerró todas las ventanas del piso. Los Anarquistas abrieron ojos como granadas de mano y se alertaron unos a otros con sólo la respiración. De toda la región empezaron a llegar a Barcelona escuadras de la FAY; las de Gerona, al mando del Responsable en persona, escoltado por Santi. Especialmente en las estrechas calles del casco antiguo brotaron barricadas como en Gerona cuando la huelga general. ¡Llegaron anarquistas Incluso del frente! ¿Qué ocurría?

La Generalidad, pese a contar con el apoyo de los comunistas, de los socialistas e incluso del Estat Català, se sintió impotente para contener aquel alud de fusiles rojinegros y reclamó la ayuda del Gobierno Central, del Gobierno instalado en Valencia desde que Largo Caballero decidió abandonar Madrid. Esta obligada petición de ayuda fuera de Cataluña entristeció profundamente a catalanes como los arquitectos Ribas y Massana y como David y Goliat: «Bueno, volvemos a las andadas. Otra vez Cataluña es incapaz de resolver sus propios problemas». «¿Qué nos falta, Olga, qué te parece? ¿Instinto político? ¿Por qué nos falta, di?»

El Gobierno de Valencia estaba prevenido, y Antonio Casal opinó que en realidad este escalonamiento de las etapas había sido calculado de antemano. De Valencia zarparon dos amenazadores barcos que penetraron en el puerto de Barcelona, al tiempo que Largo Caballero anunciaba el envío a la capital catalana de mil quinientos guardias de Asalto. El tiroteo se extendió por toda la ciudad y el establecimiento fotográfico de Ezequiel, por su proximidad con la Jefatura de Policía —Julio García, al recomendarle el lugar a su amigo no había previsto tal contingencia—, fue acribillado reiteradamente. Las balas alcanzaron las pequeñas fotografías de carnet expuestas en las vitrinas y Ezequiel aseguró luego que los correspondientes milicianos debieron de sentir sin duda alguna la herida en la frente. Ignacio estaba entre horrorizado y contento, lo mismo que la muchacha encargada de la centralilla, enclenque y pálida como la nieve, y con la que las miradas de complicidad eran ahora continuas. ¡Oficina de Sanidad! El trabajo arreció. Constantemente se presentaban milicianos reclamando medicamentos. Terminaron por ir directamente al almacén de la iglesia de Pompeya. Don Carlos Ayestarán, al principio, se hizo el remolón, cuando los peticionarios eran los anarquistas; pero Moncho le advirtió que Gascón, con su carrito de ruedas, estaba al acecho y que había dicho, como quien no quiere la cosa: «Si se nos sabotea, mi pistola cantará una canción».

Durante cinco días Barcelona fue un campo de lucha parecido al de las orillas del Tajuña y del Jarama. Fanny envió sangrientas crónicas a sus periódicos y Ana María se acercó al teléfono para llamar a Ignacio lo menos veinte veces, sin conseguirlo, debido a las averías en las redes telefónicas. El Responsable instaló su feudo en la plaza de Urquinaona, donde levantó un parapeto con sacos terreros; a su lado, Santi, barbotando: «Ahora quiero matar a los coches blindados fabricados en Sabadell». Murillo quedó en Gerona, al cuidado de su herida. Brotaban en las aceras manchas rojas parecidas a las que en la zona «nacional» habían nacido en la cabeza de los falangistas que aceptaron la unificación. Las radios acuciaban a la gente, caían pancartas sobre el asfalto y desplomábanse aquí y allá milicianos. Se hubiera dicho que un gigante con pala iba recogiendo los cadáveres, y había momentos en que este gigante parecía ser Axelrod, quien de vez en cuando se asomaba a su balcón en el Hotel Majestic. Axelrod se acordaba mucho de sus comienzos revolucionarios en Tiflis. ¡Cuánto tiempo había pasado! También allí hubo necesidad de disparar, también allí los cadáveres olían.

Los anarquistas, y con ellos el POUM, perdieron la batalla. El Gobierno de Valencia se adueñó de la ciudad y, de acuerdo con la condición impuesta previamente, Cataluña le hizo entrega de la Comisaría de Orden Público. Inmediatamente se produjo como un inmenso procesó popular contra los anarquistas, de cuya defensa se encargaron los millares de muertos que éstos habían tenido desde el 18 de julio. A cuantas acusaciones se le hacían, la FAI contestaba con listas y más listas de hombres muertos y con fotografías de héroes. Entre éstas figuraba una, expresiva, de José Alvear, con las mechas amarillas de dinamitero cruzándole el pecho. Los vencidos regresaron con la cabeza gacha a sus puestos, unos al frente, otros a sus pueblos respectivos. El Responsable luchó hasta el último instante en su barricada, ganándose la admiración de Santi, a su lado, y la de su hija Merche, que desde una azotea contempló incansablemente a su padre. El Responsable regresó con el espíritu roto, porque le constaba además que Cosme Vila había deseado en todo momento que muriera en la refriega. Ahora le preguntaría: «¿Qué tal, qué tal te ha ido el viaje?» Santi no comprendía que el Responsable no hubiera hipnotizado a los guardias de Asalto y a los traidores de la Generalidad, que no hubiera lanzado contra ellos serpientes venenosas. Santi se pasó el trayecto gimoteando y con la cabeza reclinada en el hombro de Merche, viendo desfilar fuera el lujurioso paisaje de la tierra que él amaba.

No se incoó expediente oficial contra la CNT-FAI, pues ésta amenazó con retirar de un golpe todos sus combatientes de primera línea. En cambio, el POUM fue llevado a la picota, de la que no se librarían ni Andrés Nin, el jefe nacional, amigo personal de Trotsky, ni Murillo, el jefe gerundense. Y además, se produjo la inevitable caída del Gobierno de Largo Caballero y con él la de los cuatro ministros anarquistas.

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