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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (15 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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CAMINO A LA ABADÍA

PROHIBIDO EL PASO A LOS SOLDADOS

Recordé que el abad era también obispo, y quizá podría ordenarme. ¡Qué curioso! En medio del grave peligro en que nos encontrábamos, con las bombas cayendo y la muerte amenazándonos en todas las direcciones, el único pensamiento que albergaba, la constante pasión que sentía, era la de continuar adelante hasta lograr una ordenación que me parecía imposible desde hacía tanto tiempo.

Llamé a Faulborn y empezamos a subir la empinada cuesta, llena de baches y curvas. En la primera, nos encontramos con cuatro policías, de menor rango que el mío, que nos cerraron el paso. Tan autoritaria e imperiosamente como pude, dije: «Dejadme pasar. Tenemos una misión especial… hemos de ver al abad». Les mostré mis papeles, uno en italiano del obispo de Patti relativo a la Sagrada Comunión, y la autorización del obispo del Ejército. Les causaron una gran impresión, pero no disiparon sus dudas. Entonces, les enseñé mi certificado de Dolmetscher y, por fin, la nota del Vaticano con el sello papal. Aquello bastó.

La policía demostró un gran respeto y nos permitió continuar. Subimos, cada vez más arriba, hasta alcanzar la cumbre y la abadía conocida en el mundo entero. Detrás de la abadía había cientos de personas —la mayoría ancianos, mujeres y niños— que habían huido hasta allí buscando refugio y seguridad a la sombra de aquel lugar santo. ¡Cuántas de aquellas pobres gentes quedarían defraudadas!

Otros dos policías militares me detuvieron en la entrada principal. Querían tener la seguridad de que la gente no intentaría entrar por la fuerza en el ya vacío monasterio. Me dijeron que no había soldados en la cumbre ni en la ladera de la montaña; las tropas más cercanas habían dispuesto su artillería a unos ochocientos metros. El Mariscal Kesselring había dado la orden de abandonar la montaña. Pocas horas más tarde, los americanos la bombardearon destruyendo completamente la abadía… ¡sospechando que la ocupaban los alemanes!

Aparcamos el vehículo en el exterior y cruzamos la verja. Ante nosotros, aparecía el amplio patio y las numerosas gradas que conducían al interior: nadie a la vista; entré en la iglesia; las puertas estaban abiertas de par en par. Excepto por el espléndido altar, la iglesia estaba vacía, luciendo en toda su belleza y majestad. La sacristía estaba abierta, pero no vimos a nadie. Atravesé los amplios corredores del monasterio, donde los primeros monjes empezaron sus días de trabajo y oración. Desde allí habían extendido la cultura por toda Europa, pero ahora, cada una de las celdas del edificio estaba vacía. Bajo las altas arcadas, el eco repetía el sonido de mis pesadas botas. Subí al segundo piso y desde los amplios corredores disfruté de una extraordinaria vista del sur.

Por fin, en el lado opuesto apareció la figura de un monje, con los brazos cruzados, las manos ocultas, y la capucha cubriendo su cabeza…, como un ser de otro mundo. Caminaba absorto en su oración y no me vio. Me adelanté…, y el sonido de mis botas le avisó de mi presencia.

«¿Puede usted conducirme junto al Padre Abad?».

«Me temo que no es el momento apropiado para verle: está rezando en la cripta de San Benito». Se mostraba cortés, pero, obviamente, mi uniforme le hacía pensar que mi presencia no indicaba nada bueno».

Le mostré la nota del Papa y se quedó tan pasmado como si hubiera caído un rayo. Con el rostro radiante, corrió a avisar al Padre Abad. Al poco tiempo, dos monjes me llevaron comida, que sirvieron en el alféizar de una ventana, pues en la estancia no había mesa ni ningún otro mueble.

Por fin llegó el abad, obispo de la diócesis de Cassino. Era un respetable anciano cuya dulce apariencia revelaba una vida de oración. Comprendí que podía confiar en un hombre así, y le conté mi historia.

En algunos momentos se echó a reír y dijo a su compañero: «En la guerra suceden cosas que no están escritas en los libros de la Historia de la Iglesia».

«Reverendo Padre Abad, ¿querría usted ordenarme, si no puedo llegar a Roma a tiempo?».

Me miró durante un buen rato. Súbitamente, me tomó de la mano, como una madre con su hijo, y me llevó hasta una ventana central, donde la vista alcanzaba toda la llanura y la distante montaña. Fluían por sus mejillas unas lágrimas incontenibles, mientras, con voz agitada, me decía: «Mira fijamente hacia esas montañas y esos pueblos», y con una mano temblorosa me los señalaba, nombrándolos con una voz llena de tristeza.

«Ahí había una iglesia, allí un hospital, allí un convento de religiosas, y más allá una escuela. Allí una parroquia nueva y un jardín de infancia; hemos trabajado aquí durante diez años para hacer de esta pequeña diócesis un jardín de Dios. De la noche a la mañana, todo ha quedado destruido por la guerra. Los edificios han desaparecido, la gente ha muerto o ha huido. Solo queda el monasterio, aquí, en la cumbre… y ¿quién sabe si Dios nos pedirá también este sacrificio? “El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó; bendito sea el nombre del Señor”». Se me quedó mirando y continuó. «Únicamente la Divina Providencia sabe qué le ocurrirá a este monasterio en los próximos días. Quizá se me exija el sacrificio supremo de la vida y la de los santos monjes que están a mi cuidado, antes de que todo esto termine. El lugar ha sido saqueado por las tropas alemanas. Solamente quedan diez monjes bajo la protección de San Benito. Hijo mío, para mí será una gran alegría ordenarte aquí, y así, otro más podrá continuar ofreciendo el Sacrificio de la Misa…, pero quizá sea imposible. Ven a cualquier hora del día o de la noche, y te ordenaré en la cripta de San Benito».

«Intentaré volver mañana por la noche, siempre que no reciba la orden de salir para Roma».

Me abrazó fraternalmente y me dio la bendición. Rebosando alegría y esperanza, bajé de la montaña.

Al mediodía, había muy pocos aviones en el aire y, en medio de grandes dificultades, logramos reunirnos con nuestras tropas. Estaban preparadas para levantar el campo. Por la noche retrocedimos por Pontecorvo hasta San Giorgio, y desde allí hasta las montañas, donde relevamos a una compañía de paracaidistas que llevaban varios días conteniendo al enemigo.

Aquel grupo, experimentado y escogido, había tenido grandes dificultades para conservar la posición. Yo me estremecía al pensar en cómo acabarían en aquel lugar nuestras tropas, nuestros hombres maduros y nuestros muchachos. Llevábamos acampados medio día cuando comenzó el ataque enemigo. Nos apostamos en una granja que había sido alcanzada varias veces. Habíamos perdido aproximadamente la tercera parte de nuestros hombres. No teníamos oficial de campaña. A las seis, una numerosa tropa enemiga cayó en tropel sobre nosotros, y tuvimos que retirarnos a costa de aún mayores pérdidas. Por alguna razón, el adversario se detuvo; si nos hubieran perseguido, habríamos sido completamente derrotados. Al cabo de tres horas llegamos a lo alto de una montaña donde encontramos una antigua granja llamada Massa Constanza.

Solo quedaba en pie un edificio de piedra de dos pisos con la fachada frente al enemigo situado a un kilómetro de distancia y con toda su artillería pesada dispuesta. La casa tenía tres sótanos, todos de piedra. Los hombres se tendieron en el primero y se quedaron dormidos. En el segundo sótano se instalaron los radiotelegrafistas, y allí monté mi primer puesto de socorro. Hacía semanas que no teníamos médico y yo, a pesar de mi insuficiencia, atendí a los heridos lo mejor que pude. En el último sótano se alojaron el teniente y algunos sargentos.

Salí al exterior y vi soldados dormidos a ambos lados de la casa; no llegarían a trescientos.

Fui hasta una fuente cercana para buscar agua y, cuando volvía a la casa, oí que un operador de radio daba abiertamente nuestra posición a la compañía en la retaguardia. Me puse furioso.

«¡Idiota! ¿No te das cuenta de que el enemigo nos oye?».

El joven se me quedó mirando sorprendido y preguntó:

«¿Por qué? ¿Cómo van a oírnos aquí, en las montañas?».

Ya era demasiado tarde. Alguien podría haber sintonizado nuestra posición. Atendí a los heridos a la luz de una vela, intentando olvidar mi preocupación, pues ya no podía hacer nada para cambiar los hechos. Cuando salí a buscar agua de nuevo, tropecé con alguno de los soldados dormidos; estaban demasiado exhaustos para moverse. Apenas había llegado a la casa, cuando la alcanzaron dos proyectiles; nos llovieron los escombros. Se fue la luz y desde el exterior llegó un grito espantoso. Un proyectil había impactado exactamente sobre los soldados dormidos. Los que seguían vivos se abalanzaron al sótano. Enseguida explotó otro, en medio de indescriptibles gemidos. Los que pudieron, huyeron. Yo había caído entre las ruinas y, de la habitación contigua, me llegó un grito pidiendo ayuda.

En medio de la oscuridad, con el omnipresente Faulborn como acompañante, me arrastré al interior, donde solamente encontré carne y sangre; aquí una mano, allí una cabeza. En aquel agujero negro de horror, comprendí por primera vez la profundidad de la degradación humana. Lloraba y rezaba con dolor y frustración mientras la petición de ayuda se hacía cada vez más débil. Busqué el origen de la llamada, pero no encontré más que algunos restos y la sangre caliente de los hombres que solamente unos momentos antes estaban vivos, ¡reales! Creí que me estallaba el corazón; seguramente, ¡nunca habría nada tan horrible como aquello!

Por fin, encontré solamente a dos hombres a los que saqué a la puerta, uno debajo de cada brazo, y luego introduje en un hueco. Acababa de llegar al tercer sótano, el que habían empleado los oficiales como cuartel general, cuando un impacto destruyó la parte superior del edificio. Solamente quedaba intacto aquel pequeño sótano. Los oficiales habían caído. Sobre nuestras cabezas se amontonaban las piedras, y en aquel reducido espacio no quedábamos más que cuatro personas.

Entonces, el infierno se desencadenó realmente. Cada dos minutos se producía una doble explosión, y así continuó hasta las 5:30h de la mañana. En cuanto pudimos, Faulborn y yo salimos a buscar a los heridos y los metimos en el sótano. No había espacio más que para veinte y tuvimos que dar fin a nuestros viajes a la luz de los proyectiles. Fue la noche más espantosa que he tenido que soportar en toda mi vida. Posteriormente, cuando me enfrenté a un juicio con la amenaza de una muerte inminente, me sentí algo asustado…, aunque me parecía demasiado irreal para poder creerlo. ¡Pero aquello! ¡Aquello era real… miembros cercenados, hombres ahogados en su propia sangre, gritos pidiendo una ayuda que nadie podía prestar! Era el mal; era la encarnación de las Sombras, y yo temblaba de miedo y angustia. Mi alma clamaba por aliviar el sufrimiento de aquellos hombres a los que no podía ayudar. Y sentía su dolor, sus lágrimas, su muerte.

Mi conductor y yo estuvimos despiertos toda la noche. Faltó el agua, pero era impensable la idea de volver a la fuente a buscarla para aquellos hombres que carecían absolutamente de todo. Permanecimos en pie, pues no había sitio para sentarse o para tumbarse, mientras los hombres a nuestro lado, morían de sed. En realidad, traté de salir dos veces…, y las dos veces tuve que retroceder a causa de los disparos que destruían nuestras esperanzas. Finalmente, también el pozo quedó destrozado y así terminó todo.

De repente, a las 5:30h se hizo el silencio. La calma era espantosa. Solamente nosotros cuatro seguíamos con vida en aquella habitación. Salí al exterior, y jamás olvidaré lo que vieron mis ojos. Me rodeaban los cráteres causados por los proyectiles, y a lo lejos, cerca de la costa, pude ver los barcos de guerra británicos. Ahora sabíamos quién nos había bombardeado con tal eficacia. Justamente al lado de la puerta, yacía el joven operador de radio que, inocente y neciamente, había transmitido aquel mensaje fatal. Había muy poco que enterrar: unos escasos restos humanos, la terrible cosecha de la guerra.

Capítulo 15

MANDARÁ A SUS ÁNGELES…

Teníamos que salir; el hecho de permanecer significaba la captura. Los dos soldados que estaban gravemente heridos se negaron a marchar; preferían esperar a los ingleses. Otros dos que encontramos al salir dijeron que intentarían escapar, de modo que los acompañamos durante la bajada hacia el valle. Después de aquel recorrido a paso de tortuga nos encontramos con el antiguamente confiado teniente y dos ayudantes que estaban escondidos en un hoyo. Cuando supo que habíamos escapado de la casa que, atemorizado, había observado durante toda la noche, tomó su Cruz de Hierro y trató de entregármela. Pero a mí me sobraba todo aquello.

«Más tarde», dije, «ahora no», y caí dormido. Al despertarme, al cabo de dos horas, encontré una nota junto a mí en la que decía que debíamos continuar lentamente con los dos hombres heridos; ellos se marchaban a ocupar una nueva posición.

Nos pusimos en marcha, siguiendo en zigzag montaña abajo. La tarea de ayudar a los dos heridos resultaba agotadora. Cada paso que daban les producía un enorme dolor, y yo carecía de pastillas o calmantes que lo aliviaran. De repente, escuchamos un sonido a nuestras espaldas; ¡a aproximadamente doscientos metros de la montaña marchaban largas columnas de enemigos! Con grandes gestos, nos gritaron: «
Hello, boys!
¡Venid!». Pretendían rodearnos. Nosotros seguimos nuestro camino, ellos nos apuntaron con sus armas, y empezó la caza. Corríamos y nos caíamos. Los dos heridos se movían como si no lo estuvieran y, durante el recorrido, los adversarios hicieron fuego contra nosotros tres o cuatro veces. Era como la caza del zorro o del conejo en tiempo de paz, solo que los animales perseguidos en medio de los gritos éramos seres humanos. Los disparos llovían sobre nosotros, que corríamos como locos y, por fin, llegamos a la cresta de la montaña.

Allí caímos casi inconscientes durante una hora. Yo creí que el corazón se me salía del pecho. Nadie hablaba. Sabíamos que, si nos alcanzaba el enemigo, estábamos perdidos; no nos quedaban fuerzas para posteriores huidas. Pero no lo hicieron. Los observamos; estaban encendiendo fuego para calentar su comida. Cuando cayó la noche, nos pusimos de nuevo en marcha, algo cansados, hambrientos y sedientos; a las nueve y diez llegamos a nuestras líneas. Los soldados, la mayoría muchachos de dieciséis años, estaban dispersos, sentados o tumbados en unos treinta metros de terreno.

Ante mi asombro, el teniente ya no estaba al mando. Le sustituía un segundo teniente, un joven insolente que era el más veterano de los presentes. Cuando me reporté al oficial, dijo: «Qué, ¿retrocediendo? ¿Qué es eso? ¿No sabe que un soldado alemán nunca cede un metro? ¡Y quieres ser sargento mayor!».

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