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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Un talibán en La Jaralera (10 page)

BOOK: Un talibán en La Jaralera
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Feliz como una abeja que se topa con un magnolio en flor, llegué al Alfonso XIII después de haber negociado, con resultado positivo, con ese loco de Mustafá. Pero la felicidad de la abeja no es siempre duradera. En ocasiones, junto al magnolio, hay un aparato de riego por aspersión que se pone a funcionar inesperadamente. Y cuando la abeja está a punto de libar el néctar de la pomposa flor blanca, es sorprendida por el chorro y muere ahogada sin remisión. A punto estaba de libar el néctar de mi flor colombiana, cuando me alcanzó el chorrazo en plena cara, en el alma plena, en la vergüenza absoluta.

—¡Cristián!

La voz de Marisol me sacudió los interiores, poniéndome el hígado en el corazón, el corazón en el yeyuno, el yeyuno en el duodeno, y el duodeno en el esófago. Con la expresión estúpida de los sorprendidos, a punto estaba de justificarme cuando advertí la presencia de Marsa a un metro diez centímetros, aproximadamente, de mi mujer.

—¡Qué casualidad!

Dije semejante tontería para darme tiempo. Necesitaba un plazo razonable de libertad de pensamiento, pero mi cerebro era una negra nube que no permitía el paso de la luz.

—De casualidad, nada. Cristián.

—Ña, ña.

Extrañísima mi reacción. Quería decir una cosa y el cerebro sólo enviaba a mi lengua órdenes de «ña, ña». Cuando una persona quiere decir, por ejemplo, «esto que ves no es lo que te figuras, Marisol», y sólo acierta a emitir un «ña, ña» compulsivo, un observador medio no dudaría en afirmar que esa persona está pasando por un mal trago. Marsa, más comprensiva que mi mujer, salió al paso de mi desatino.

—Deja de decir «ña, ña», que no vas a ninguna parte diciendo «ña, ña», y serénate, tigrazo.

—«Ña, ña».

Me resultaba imposible articular palabra. Lo peor es que Marisol y Marsa, para colmo de mi humillación, se miraban y sonreían. Al fin, un golpe de viento en la nube cerebral abrió el camino de la luz y alcancé la posibilidad del susurro.

—No me esperaba esto.

Marisol se concedió a sí misma el turno de palabra.

Ni yo, Cristián. Ni Marsa. A propósito de Marsa. Se va a Madrid a pasar una larga temporada. Cuando aprieten los calores, que apretarán y muy pronto, le recomiendo Santander. Pero no baje por aquí, que se va a sofocar mucho. Se va mañana, ¿verdad, Marsa?, y tú no tienes nada que hacer en Madrid. Y como no quiero que sigas pasando un mal rato, ahora mismito te despides de tu amiga y te vienes conmigo a casa, que tengo a Manolo y a Andrés esperándonos. Que uno de los dos lleve tu coche, y tú y yo, juntitos e inseparables, nos vamos a La Jaralera. Marsa, lo siento, pero las cosas son así. Le deseo lo mejor, siempre que lo mejor no sea con mi marido. Buenos días. Vamos, Cristián.

No me sentía con fuerzas para intentar imponerme. Y como un corderito, de la mano de Marisol, abandoné el lugar no sin haber percibido en la mirada de Marsa un deje de sinsabor y otro de desprecio. Allí se quedaban tirados los últimos trapos de mi libertad.

NEGRO DE MUERTE

Tres días han pasado y mi sensación es la misma que la de un preso. Marisol no me deja sólo ni para ir al puente de los plumbagos. Se levanta a las cinco de la mañana para estar con los niños, pero a partir de las diez, se pega a mi sombra y no me abandona en todo el día. Hoy por la mañana iremos a visitar a Mamá, que nos espera en la Casa de los Cazadores. Buena tiene que estar. Tomás se ha enterado por Marisol de los pormenores del encontronazo y ha recuperado el viejo afecto por su señor. Y de Marsa nada sé, y lo que es peor, nada espero saber en mucho tiempo. Don Ignacio, libre de mi madre y de don Crispín, se ha relajado y olvida hasta bendecir la mesa. Sigue obsesionado con la retirada de su carné de conducir y con el carácter fronterizo a la irritación. Pepillo y Flora están de dulce. A Pepillo le preocupa que hayamos desterrado a Mamá a la Casa de los Cazadores, pero le he tranquilizado. En quince días, a lo sumo, cuando se produzca el anunciado suceso, la casa quedará libre y será para ellos. Eso sí, le he advertido que pare el carro y que frene un poco, porque Ramona se ha chivado y me ha dicho que se pasan una noche sí y la otra también dándole al gusto. Y Elena sigue melancólica. Se ocupa de los niños sin alegría, como si estuviera cuidando a cinco crías de tortuga. Y Marisol… ya está aquí.

—Vamos a ver a tu madre, Cristián. Estará furiosa con nosotros. Y creo que con razón.

Don Ignacio tiene tantas ganas de conducir, que se ha prestado a llevarnos. No hay cuidado porque la Guardia Civil no patrulla por los carriles de La Jaralera. Hemos superado el puesto de los vigilantes, que me han dado las novedades.

—Sin novedad en la casa, señor marqués.

Me he sentido como Franco con Moscardó, y he notado correr por mi cuerpo la delicia del poder. En efecto, allí está Mamá, charlando con don Crispín bajo los tilos. Cuando nos ha visto ha estirado el cuello y se ha puesto en posición de ataque, como las cobras.

—Buenos días, Mamá; buenos días don Crispín. Los encuentro de maravilla.

—Los prisioneros nunca están de maravilla, Susú. -Mamá, ya sabes que no me gusta que me sigas llamando «Susú». Voy para los setenta.

—Pues Susú, Susú y nada más que Susú.

Marisol ha besado con ternura a Mamá, que ha correspondido a su beso.

—Contra ti no tengo nada, hija. Pero lo que ha hecho tu marido conmigo no tiene nombre.

—Ha sido el médico, Cristina. No quiere que te contagies.

—Me siento como una reina exiliada.

—Serán pocos días, Cristina. De eso me encargo yo. Don Crispín y don Ignacio se han separado del grupo. El nuevo capellán ha aprendido pronto, porque vavestido de acuerdo con el reglamento. Y bastante limpio.

—¿Necesitas algo de la casa grande, Mamá?

—Volver a ella.

—Eso por ahora y sólo por tu bien, es imposible.

—Pues no necesito nada. En ese caso, necesito que os vayáis. No quiero visitas. Entre don Crispín y yo, que hacemos buenas migas desde que se ducha, lo pasamos divinamente.

—Te prometo que pronto vendremos a recogerte.

—No me prometas nada, porque no te creo. Eres tan mentiroso como tu padre.

¿Para qué más tortura? A la vuelta, don Ignacio me ha comentado:

—Don Crispín está más contento. Dice que su madre no es tan mala como parece.

—Mejor para él.

—Mi amor. Tengo que ir a Sevilla esta tarde. Tú no te muevas de aquí. Quiero comprar algo para los niños.

—¿Te llevas a Manolo?

—Sí, mi amor. Y además de comprar cosas para los niños, voy al endocrino para empezar mi régimen de adelgazar. Quiero volver a ser la de antes, tu yegua, tu alazana, tu hembra, tu…

—¡Por favor! -exclamó' don Ignacio-; un poco más de respeto al ministro de Dios. He estado a punto de chocar con una chumbera. Y como se arañe la pintura del coche, no vuelvo a absolverlos en las confesiones. ¡Qué falta de pudor!

Y cinco minutos después, comíamos en La Jaralera acompañados de un silencio a tres bandas nada recomendable para el espíritu. Café rápido, siestecita, y Marisol a Sevilla.

—Adios, mi amor.

—Vuelve pronto, mi vida.

Me he pasado con la siesta. Tomás me amonesta y mide.

—Señor, que son las siete de la tarde. Si duerme más, no le va a quedar sueño para esta noche.

Llueve torrencialmente. El Guadalmecín, tan espeso hace días, es hoy un torrente impetuoso, un alarde de fuerza limpia. El ganado está despistado. Modesto, el guarda de La Manchona, insiste en lo de vender las monterías y cercar la mancha, pero eso me parece una atrocidad. Las reses tienen que ser libres, y estar aquí
hoy y
mañana allí,
y
el que levanta cercones en las sierras no ama al campo, ni respeta a sus animales. Hay que tener muy mala sangre o muchas ansias de ganar dinero para convertir las sierras encampos de concentración. Luego dicen que cazan, pero no es verdad. Asesinan.

Ni el bisabuelo, ni el abuelo, ni Papá vendieron jamás una montería. Y menos se les ocurrió levantar murallas insalvables a nuestras reses. Aquí han venido venados, cochinos y hasta linces sin pedir a nadie permiso, y de aquí se han marchado cuando el amor, la necesidad o el simple mandato del cambio de aires les ha inducido a dejarnos. Los que cuadriculan las sierras son ambiciosos carceleros, y los que compran acciones de montería en cercones no pasan de criminales, de cazadores de mentira, de monteros de fotografía. Nada. Lo tengo decidido. Si algún amigo mío quiere cazar un buen venado en la berrea, lo hará con la gorra y con mi alegría. Y si algún día me apetece organizar una montería, vendrán invitados los que yo quiera, y estableceré los límites que me salgan de las narices, y serán todos cazadores de señorío y estirpe, y ninguno propietario de manchas cercadas, de cárceles productivas.

Cielo negro. Malos presagios. No gris marengo de tormenta, no panza de burro de lluvias torrenciales. Cielo negro zaino, toro dispuesto, furioso, amenazador. Mayo casi vencido y horizontes de enero. Si no es por la hoja nueva de los álamos, o por los racimos dorados y entregados de la encina, parecería invierno. Y claro, el chivatazo de las buganvillas, que jamás engañan. Ahí están todas florecidas, moradas rabiosas, rojas de sangre, naranjas indignadas, y hasta amarillas estallantes. También ellas parecen despistadas.

Un coche de la Guardia Civil por el camino principal. Alguna bobada. Denuncias de linderos o certidumbre de furtivos. El campo es así. O quizá, no lo creo, que han sorprendido a Mustafá y éste ha cantado
La del manojo de rosas y
nos ha demandado por irregularidades laborales. O han descubierto sus planes asesinos y vienen a protegernos. Lo que sea, lo sabré muy pronto.

La marquesa viuda tomaba su copita -la primera-, con don Crispín en el salón de la Casa de los Cazadores. Habían decidido cenar pronto. Una intuición, quizá.

—Estoy deseando que pase este día cuanto antes, don Crispín.

Don Crispín tenía previsto seguir en directo en la Uno el concierto de Operación Triunfo de Benalmádena.

—Yo no tengo sueño, señora marquesa. Y, además, hoy cantan en Benalmádena.

—¿Quiénes cantan?

—Los de Operación Triunfo.

—Don Crispín, y perdone que se lo diga tan crudamente. Usted es un hortera sin remedio.

—Cantan divinamente, señora. -No siga, que me salen granos.

—Van a triunfar en el festival de Eurovisión.

—En esta casa, ese festival no ha interesado nunca.

No entiendo cómo un hombre de Dios puede estar pendiente de esas tonterías.

—Es que… soy pariente lejano de Rosa.

—Cállese, don Crispín, que me da un ataque de asco. -Le agradecería que me permitiera ver el concierto. -Yo me acuesto, y usted hará lo que quiera. Pero sepa que me llevo una decepción. Además ¿qué es usted de esa tal Rosa?

—Mi madre, prima segunda de su padre.

—Más o menos, el mismo parentesco que me une a mí con Su Majestad el Rey.

—Pues no, que quiere que le diga…

—Me ha quitado hasta el hambre. Una copita más y me acuesto. ¡Qué degeneración!

A don Crispín no le afectaban las palabras de la marquesa. Pensó en lo bien que estaría sólo viendo el concierto y se sintió feliz. En el tejado de la Casa de los Cazadores se inició de nuevo otro concierto, el de la lluvia, y la luz del día se rindió con una hora de adelanto al poder de la noche. Un mes de mayo muy desequilibrado.

—Señor… señor…

El aspecto de Tomás me dejó paralizado. No podía hablar, no miraba al sitio, no se secaban dos brillantes ríos de lágrimas que caían de sus ojos como una fuente. Detrás de él, con el rostro escondido entre sus manos, sollozaba Flora. Con Flora, unas cuantas sombras, más sombras, sólo sombras.

—Señor… La Guardia Civil. No vaya, señor marqués. No se lo crea. Ya sabe que se equivocan algunas veces. No puede ser, no acepte lo que van a decirle.

Nunca le había visto así. ¿Una discusión? ¿Alguna pelea? ¿Una orden de expropiación? ¿Por qué tantas lágrimas? Muy inseguro, tengo que reconocerlo, bajé hasta el salón, donde dos guardias civiles, serios y meditabundos, me esperaban de pie. Al verme, uno de ellos, pálido y ojeroso, me adelantó la noticia.

—Lo sentimos profundamente, señor. Pero su esposa ha sufrido un grave accidente en la autopista de Sevilla. Su esposa ha fallecido, señor. Y también las otras, dos personas que viajaban con ella. No se ha po dido hacer nada. Cuando llegaron las asistencias, los tres habían perdido la vida. Nos tiene a su disposición. De verdad que lo sentimos profundamente.

No me lo creo. Marisol muerta. No es posible. Una equivocación, sin duda. Venas sin sangre. Reacción estúpida, irreflexiva.

—Es imposible, señores guardias. Hace cuatro horas estaba aquí, conmigo, y sólo se iba a Sevilla.

—Estaba mojada la carretera, señor… y según parece, dicen los testigos, el coche circulaba a mucha velocidad, y perdió el control. Sí, algo así. Que el golpe fue muy fuerte y dio varias vueltas de campana antes de salirse de la calzada. El juez de Guardia ha ordenado ya el levantamiento de los cadáveres, y están depositados en el Tanatorio Municipal de Sevilla. Al conductor se le está practicando la autopsia… Lo sentimos de verdad, pero no nos equivocamos. Si usted lo desea, le acompañamos hasta Sevilla.

No me siento. No me Ni una lágrima. Pero todas las de Tomás y las de Flora, y las de Elena, Fermina, Pepillo y Ramona se han reunido, de golpe, en mi chaqueta. Estamos abrazados, y yo no puedo reaccionar. Don Ignacio, en un rincón del salón, con la cabeza resignada, reza y reza, profundamente conmovido. Quiero ir a Sevilla para abrazar a Marisol, pero no soporto pensarla muerta. Me tiene que perdonar. Necesito que me mire y me sonría. Quiero llegarme hasta el cuarto de los niños, y estrujarlos con el amor de Marisol, pero no me van a entender y se van a asustar. Quiero alcanzar el lago y la albariza, el rincón mágico de nuestro primer encuentro, y cerrar los ojos para revivir las imágenes y los sonidos de aquel instante inolvidable. Pero el lago y la albariza no tienen memoria, y aquel paisaje humano se les ha ido para siempre. Siento que por mi rostro se confunden mil ríos de lágrimas. Las de Flora, las de Pepillo, las de Elena, las de Ramona, las de Fermina… las de Tomás, que llora en silencio con la hondura del alma rota. Y allí, don Ignacio, que no puede reaccionar, sin atreverse a levantar la cabeza, recordando quizás, aquel primer día, cuando le dijo a Mamá que una desvergonzada como Marisol no podía permanecer en casa y había que echarla para alejar el pecado. Tengo que avisar a Lucas, su padre, y a Mamá, que al final la quería, que al final la entendió, que al final supo encontrar en la bondad de Marisol, no lo sé, quizás el alivio, el sosiego y la naturalidad que ella nunca ha disfrutado. Y tengo que portarme, por primera vez en mi vida, como un hombre. Como un hombre destrozado, devastado, malherido… pero como un hombre considero. No reacciono. No puede ser verdad que mi niña se haya ido. Así de golpe, cuando tantas ilusiones teníamos en el horizonte. Y los niños. ¿Qué será de los niños sin ella? Estoy seguro de que hay un error. No puede ser. ¡Qué tontería!

BOOK: Un talibán en La Jaralera
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