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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (6 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Amy, supongo que no te acordarás de la tía Lorna, ¿verdad, cariño? Solo tenías dos años la última vez que os visteis.

—Y no hay duda de que has cambiado mucho desde entonces —dijo Lorna, inclinándose para besar a su sobrina, que le ofreció una mejilla manchada de mantequilla y una mirada evaluadora, dos cosas que le parecieron desconcertantes.

—Edward —dijo Isobel con tono severo—, ven a decir hola.

Edward permaneció pegado al televisor y no dio muestras de haberla oído. Los cristales de sus gafas parecían tan gruesos como la base de una botella de vidrio pero, a pesar de ello, estaba sentado con la nariz casi tocando la pantalla.

—Es su vídeo del monstruo del lago Ness —explicó Amy.

Lorna se preguntó si, además de sus otros problemas, Edward era también sordo. Le parecía recordar que se había hablado de esa posibilidad y que luego se había demostrado que no era así. De hecho, el oído de Edward era todo lo agudo que él deseara que fuera.

Isobel fue hasta él, lo puso en pie de un tirón y lo empujó hacia Lorna.

—Di «¿Cómo estás?» —insistió severamente, sacándole la mano de la boca.

—En realidad no importa. Por favor, no lo molestes.

—Sabe perfectamente que tiene que hacerlo. Edward.

—Hola. —Edward habló con un
staccato
entrecortado, como si fuera un fuelle y alguien hubiera soplado dentro una fuerte y brusca bocanada de aire. Se incrustó el pulgar, extrañamente largo, dentro de la boca, para impedir que le sacaran más palabras y apartó la mirada.

Lorna se arrodilló y trató de cogerlo para darle lo que quería ser un abrazo cálido y compasivo. Pensó que era mucho más pequeño que Amy, igual que un frágil pajarillo, pero resultó ser sorprendentemente fuerte y, después de retorcerse frenéticamente para librarse de sus brazos, huyó a esconderse detrás de las cortinas de las altas ventanas, envolviéndose a continuación en ellas, repetidas veces, como para protegerse de la contaminación.

Amy miró con aire de reproche a su tía.

—Edward no soporta que lo cojan —dijo.

Lorna se irguió, sintiéndose estúpida y rechazada, y dos llamaradas rojas le encendieron las mejillas. Giles parecía incómodo e Isobel se estremeció por dentro. La culpa era suya —se decía—, por haber querido, tan irreflexivamente, que Edward mostrara ante Lorna su mejor aspecto, inesperado, notable y triunfal, en lugar del peor, anormal, con un Edward tan poco dispuesto a colaborar.

—Bueno —dijo con voz entrecortada—, por lo menos ha dicho hola. El honor ha quedado a salvo, supongo. Lo siento, Lorna, ha sido culpa mía. Dale tiempo.

—El agua acaba de hervir ahora mismo. ¿Qué tal si preparo un té, os lo llevo a la sala y tratáis a Lorna como si fuera una visita durante su primer día aquí? —Joss, que quería a toda la familia, pero especialmente a Isobel y a Edward, estaba consternado por la escena y era muy consciente de que había implicaciones ocultas. Empezó a sacar tazas y platos de un armario y a colocarlos delicadamente en una bandeja, usando la tetera adecuada, con la lechera a juego y las cucharillas de plata, en lugar de los tazones desparejados de costumbre, las bolsitas de té y la botella de leche que habitualmente se usaban en la cocina de Glendrochatt. Sus movimientos parecían más propios de una recatada camarera de una cierta edad, con su vestido negro y su delantal blanco, que de un gigante de más de un metro noventa, joven y descalzo, vestido con unos tejanos deshilachados y con la camisa abierta dejando al descubierto un pecho extremadamente peludo, en el cual se enredaba, brillante, un medallón de oro.

—Perfecto —dijo Isobel—. Gracias. Eres un sol, Joss. ¿Podría uno de los dos llevar las cosas de Lorna al apartamento que hemos preparado, así ella y yo podemos entretenernos hasta más tarde?

—Claro —dijo Mick, amablemente, poniéndose de pie—. De todos modos, tengo que ir hasta allí. Me he olvidado de dar el agua. —Y con un hábil movimiento desenrolló a Edward de su autoimpuesta mortaja, lo levantó por el cuello de la camisa, con la misma facilidad que si fuera un cachorrillo y lo dejó de pie.

—Hasta luego, pues, Lorna. Venga, Edward, vamos a dar de comer a esas condenadas gallinas tuyas y a ver si aquella cascarrabias todavía sigue clueca, ¿vale?

Isobel envió un beso de reconocimiento a los dos hombres, dando gracias a cualesquiera que fueran las estrellas que los hubieran guiado hasta su puerta. Edward se animó de inmediato. No podía, si no lo ayudaban, cerrar ni abrir la puerta del gallinero y había un límite al número de veces al día en que podía convencer a alguien para que lo acompañara. Sentía obsesión por las gallinas y permanecía en íntima comunión con ellas durante horas, acuclillado entre viejos troncos de col y restos de comida medio podridos, sosteniendo unas conversaciones mucho más largas con las aves de las que estaba dispuesto a tener con los seres humanos. Isobel pensó con tristeza que no había muchas personas dispuestas a permanecer agachadas en el maloliente gallinero durante el tiempo suficiente para experimentar y sorprenderse ante el extraordinario vocabulario de Edward y la inesperada soltura con que podía dirigirse a sus mascotas emplumadas.

—Sospecho que los caballeros emplumados con bombachos se pueden haber atacado el uno al otro a estas alturas —le oyó decir, con su ceceo habitual, refiriéndose a su oblicua manera a los dos gallitos de raza Silkie que dominaban el gallinero, mientras él y Mick cogían el cubo con la comida de las gallinas y salían juntos—. Puede que se hayan sacado los ojos —añadió esperanzado. Edward adoraba imaginar desastres absolutos y vivía una vida ricamente aterradora y sangrienta en su imaginación, aunque si se produjera de verdad el más mínimo accidente, se volvería completamente loco e incontrolable debido al pánico y al sufrimiento y, posiblemente, tendría uno de sus ataques.

—Habéis cambiado la cocina. —Lorna siguió a Isobel hasta la puerta—. ¿No era esta la sala de billar de Hector?

Pronunció el nombre con naturalidad, aunque en el pasado, nunca, en ninguna de sus visitas de fin de semana a Glendrochatt, se había dirigido al padre de Giles por su nombre de pila… nunca la habían invitado a hacerlo. Había entrado en contadísimas ocasiones en sus dominios privados, de los cuales solo recordaba verlo salir, con un aspecto alarmante, oliendo a puros caros y emitiendo un aire de posibles críticas.

—Sí, es cierto —dijo Isobel—. Ha quedado fantástica, ¿verdad? Fue una idea genial de Giles. La vieja cocina en el sótano estaba demasiado apartada y, además, no tenía vistas. La verdad es que prácticamente vivimos aquí. Está justo al lado del comedor, así que es mucho más cómodo si alguna vez queremos ser elegantes y adultos, y comer con todo el ceremonial. Además siempre recibe luz natural, tiene una vista fabulosa y, lo mejor de todo, puedo ver quién llega y adoptar medidas evasivas si quiero. Algo vital. —Cruzó el vestíbulo y entró en la sala.

—Ah, me alegro mucho de que hayáis conservado esas preciosas cortinas de seda. Las recuerdo muy bien —dijo Lorna, omitiendo deliberadamente hacer ningún comentario sobre el tapizado de las sillas y el papel de las paredes; dio por sentado, equivocadamente, que eran nuevos, pero en realidad las había elegido el propio Hector, ayudado por Isobel y Giles unos años atrás—. Esta fue siempre mi estancia favorita —siguió diciendo—. Tenía un ambiente tan maravilloso.

Isobel se preguntó si estaba insinuando que ese maravilloso ambiente había desaparecido o si ella estaba demasiado susceptible.

—¿Qué ha pasado con el viejo cuarto de los niños? —continuó Lorna—. ¿Sigue teniendo aquel enorme sofá viejo tan mullido junto a la ventana? —Deseaba que Giles recordara los besos y, a veces, algo más que besos, que habían compartido allí en la única habitación de la casa donde su padre nunca entraba.

—Sigue casi igual —murmuró Giles, oyendo cómo crujía el hielo mientras se deslizaba sobre él—. Todos los trastos de los niños están allí ahora, igual que los míos cuando era pequeño. Izzy y yo lo usamos como salita, pero hoy hemos encendido el fuego aquí, para celebrar tu llegada.

—Es muy amable por vuestra parte, pero espero que no me tratéis como a una simple invitada demasiado tiempo —dijo Lorna.

—Claro que no, pero tienes que permitirnos que hoy sea una ocasión especial. —Giles le dedicó su sonrisa más seductora—. Además, Amy y yo vamos a ofrecerte un concierto después de la cena.

—Ah, eso sí que me encantará —dijo Lorna, devolviéndole la sonrisa.

Isobel sirvió tres tazas de té, concentrándose intensamente para no derramar nada en los platillos, porque le temblaba un poco la mano que sostenía la tetera.

Después de tomar el té, Isobel acompañó a Lorna hasta los apartamentos, al otro lado del patio. Mick había subido las maletas de Lorna y había dejado su abrigo bien colocado encima de la cama, junto con su manta de viaje y la bolsa de libros y revistas que había estado leyendo en el avión. La calefacción estaba en marcha. Amy había puesto un pequeño jarrón con siemprevivas y prímulas en el tocador, junto con un dibujo que había hecho de un pájaro regordete rodeado con una guirnalda de notas musicales, con las palabras «
BIENVENIDA A GLENDROCHATT, TÍA LORNA
» saliéndole del pico.

—Es encantador —dijo Lorna, mirando alrededor—. Lo has dejado muy bonito.

—Esperaba que te gustara.

—Me gusta. Es muy agradable. Has sido muy hábil. Pero, solo por curiosidad, Izzy, ¿por qué me has puesto aquí? ¿Es tu manera de decirme algo que tengo que saber?

Una luz ámbar, parpadeando en su cabeza, le recordó a Isobel que ya se había mostrado menos tajante de lo que quería respecto a las comidas. Esperaba que Lorna se sintiera secretamente ofendida, pero no un enfrentamiento abierto.

—Supongo que sí, en cierto sentido —respondió lentamente—. Lo pensé mucho y me pregunté si preferirías una de las habitaciones disponibles en la casa, pero si vas a quedarte aquí varios meses, trabajando para nosotros, todos necesitaremos espacio, de vez en cuando, y un poco de intimidad si queremos que el plan funcione. Por tu bien tanto como por el nuestro.

—¿Nuestro? —preguntó Lorna—. ¿Te refieres a Giles y a ti o solo a ti?

Era un reto, no cabía duda.

—Soy yo quien se encarga de la organización doméstica. Fue decisión mía —reconoció Isobel, con dolorosa sinceridad—. En verano es frecuente que tengamos la casa llena, con montones de amigos, nuestros y de los niños. Además, queremos poder alojar en la casa a los solistas que vengan a tocar. También había que considerar otros aspectos. Por ejemplo —siguió mirando por la ventana hacia el lago y las colinas y pensando que, pese a la belleza de la vista y la comodidad del alojamiento, Lorna nunca estaría satisfecha—, Mick y Joss trabajan para nosotros. Estamos mucho juntos y todos… bueno, todos los que trabajan para nosotros, por ejemplo la secretaria de Giles, almorzamos juntos, y eso te incluye también a ti. Los queremos muchísimo a los dos, pero a veces preferimos estar solos por la noche, igual que ellos. Esta noche cenarán con nosotros, como tú, igual que muchas otras noches, espero, pero no viven con nosotros. Necesitan tener su propio espacio y vivir su propia vida.

—Y es de presumir que siempre se tendrán el uno al otro. Imagino que son pareja… ¿o estoy equivocada?

—No, estás en lo cierto.

—Pero da la casualidad de que yo estoy sola, nuevamente sola. —Lorna hablaba en voz baja—. He perdido el contacto con mis antiguos amigos y no tengo una vida propia aquí. ¿Has pensado en eso?

—Oh, Lorna —dijo Isobel, desesperada—, claro que lo he pensado, pero viviendo en una especie de comunidad, como siempre hemos hecho durante el festival, he aprendido a las malas que vale la pena empezar como esperas continuar. Tengo que procurar adelantarme a los acontecimientos.

—Oh —comentó Lorna—, qué inteligente y sensato por tu parte. Es agradable saber que me sitúas al mismo nivel que a tu personal doméstico.

—Mick y Joss no son personal doméstico; además, ¿y qué, si lo fueran? —preguntó Isobel, notando que se estaba poniendo furiosa—. Son parte del equipo de Glendrochatt, igual que lo serás tú. Todos somos iguales. Basta ya, Lorna, por favor, no empecemos peleándonos.

—Yo no me estoy peleando —dijo Lorna enarcando las cejas—. Solo quería dejar las cosas claras entre nosotras. Y ahora que lo están, gracias. Procuraré no entrometerme y comprendo que me estás haciendo un favor. Me gustaría deshacer las maletas. ¿A qué hora quieres que vaya a cenar?

Isobel volvió a la casa con los ánimos a la altura de sus viejos y rozados mocasines que, de repente, le parecían de lo más feos. Sentía que su conducta también parecía fea y en su interior se encendió una chispa de resentimiento muy impropio de su carácter. Lorna siempre había tenido mucho talento para hacer que la gente se sintiera culpable.

Con gran alivio para Isobel, durante la cena todo funcionó sobre ruedas. Había salmón ahumado —lo había pescado Giles y lo habían ahumado en el almacén cercano—, Joss había cocinado una deliciosa lasaña de pollo, con espinacas, tomate y queso, que gustaba mucho tanto a los adultos como a los niños y, por la mañana, Isobel había preparado helado de limón con salsa de frambuesas. La enorme mesa de la cocina estaba cubierta con un mantel de algodón azul y amarillo, con las servilletas a juego y dispuesta con un precioso juego de porcelana francesa, con un dibujo de frutas, todo regalado por los padres de Isobel y Lorna, que se habían retirado a vivir en la Provenza. Había flores acabadas de cortar, velas encendidas y Giles abrió botellas de champán. Todo muy civilizado y festivo. Lorna, que llevaba un suéter de cachemira y pantalones negros de seda, el pelo rubio suelto y sujeto hacia atrás con una cinta de terciopelo, no dejó de sonreír y elogiarlo todo. Se mostró especialmente afectuosa con Isobel. Si albergaba algún resentimiento por su alojamiento, no dio muestras de ello y se esforzó —sin que se notara demasiado— por apartar los ojos de la torpe manera de comer de Edward. Por su parte, Isobel se dijo severamente que no debía dejar volar su imaginación y puso en práctica una acción evasiva contra una posible bronca proponiéndole a Edward, antes de que él lo pidiera, que se levantara pronto de la mesa y se marchara a ver un vídeo mientras se tomaba el pudín. Joss lo acompañó para ponérselo en marcha.

Después de cenar, los demás volvieron a la sala.

—Vamos, Amy —dijo Giles—. La tía Lorna también es una buena intérprete; cojamos los violines y enseñémosle lo que podemos hacer juntos. ¿Qué quieres que toquemos para ella?

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