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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (32 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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Uno de los hombres, puede que el de más edad de todos ellos, tal vez percibiendo mi incomodidad, alaba mi vestido.

—Si no recuerdo mal, Tosca, tú tenías un vestido del mismo color maravilloso, ¿verdad? —le dice a ella mientras me sonríe a mí.

—Es posible —ella le contesta y añade, dirigiéndose a mí—: Como le he dicho, Chou, nos conocemos todos desde hace siglos. Si no recordamos algo de nosotros mismos, siempre hay alguien dispuesto a recordárnoslo.

Olvidando el tormento de vieja reina de baile universitario, miro a Cosimo y pienso en lo mucho que me he encariñado con él. También me agrada el Armani de más edad, cuya
mise
y cuyas maneras, vistos de cerca, resultan menos estudiados que los de los demás. Sin embargo, cuando nos invitan a pasar al comedor, es uno de los otros Armani el que dobla el brazo, inclina la cabeza y me dice:


Con piacere, signora
.

Me cuenta que se llama Icilio. Me siento entre él y Cosimo, que ya está en plena conversación con una de las peplos. Frente a mí se sienta Carlotta y junto a ella, la silla vacía de Fernando. Elías, ¿dónde estás? Tosca se sienta frente a Icilio y, por un rato, espero que dirija a ella, en lugar de a mí, el parloteo nasal que ha comenzado camino del comedor. Mientras tanto, me distraigo con la cena.

Largas fuentes de barro cocido con
sarde a beccafico
, sardinas frescas rellenas con pan rallado sofrito, ajo, piñones y pasas de uva y asadas al horno con hojas de laurel frescas y aceite de oliva. Hay bandejas de
panelle
, una masa de harina de garbanzos frita; grandes platos de metal con aceitunas negras calientes, asadas con limón y ajo; hay
maccu
, habas frescas estofadas en aceite de oliva e hinojo silvestre, que se hacen puré y se untan sobre pan muy tostado. En los
fangottu
, cuencos enormes de porcelana blanca, se amontona la pasta cubierta por una salsa hecha con tomates crudos machacados, aceite de oliva y hebras de pecorino todavía demasiado tierno para rallar. Es sábado y Furio está en la mesa orquestando el paso y la apertura de sus panes de dos kilos cubiertos de sésamo con tajos hechos de tal modo que, al hornearse, forman inmensas coronas doradas. Hay cordero asado con setas de montaña y plantas aromáticas. Salchichas y patatitas envueltas en beicon, pinchadas en ramitas empapadas en vino y asadas a la parrilla con leña de vid, se apilan sobre tablas de madera y se hacen circular en torno a la mesa. Elías sigue sin aparecer. Pregunto a Tosca si está preocupada porque Fernando y Valentino no hayan llegado.

—En absoluto —dice—. Es que, cuando Valentino va al pueblo, hace recados para todos los que no tienen el tiempo ni la ocasión de ir por sí mismos, conque siempre tarda bastante.

—Pero son casi las once y hace rato que está todo cerrado.

—Los repartos —dice—. Tiene que detenerse en cinco o seis lugares o más para traer lo que le han encargado. Un café, una grapa, un poco de chismorreo, una mano de
briscola.
..

—La
signora
echa de menos a su marido. ¡Qué bonito!

Icilio pone su mano enorme, suave y oscura encima de la mía, para confortarme.

—No, no es que lo eche de menos, sino que me gustaría que estuviera aquí.

—¿Acaso no es lo mismo?

—Ésta es nuestra última noche en la villa. Eso es todo y nada más que eso.

Icilio se inclina hacia mí y me observa mientras intento con torpeza sacar las salchichas y las patatas de la ramita. Apoyo en el plato el cuchillo y el tenedor y me vuelvo hacia él, que es lo que él estaba esperando. En un tono más discreto, aunque aún grandilocuente, me dice que se supone que la vida sea
un'armonía di amore, dovere e tradimento
, una armonía de amor, deber y traición. Dice que cada uno es esencial para los otros y que ninguno de los tres puede sobrevivir solo, que no puede haber dos de ellos sin el tercero.

Entonces hace una pausa. Un sorbo de vino. Sin dejar de mirarlo, me pregunto si no me bastaba con luchar contra el complejo de vieja reina de baile universitario y ahora con estas puñeteras salchichas que parecen soldadas a la ramita, para que encima tuviera que venir él, en plan provocador, a hablarme de la traición y la armonía y de todo aquel rollo del amor verdadero.

—¿Quiere decir que, en lugar de venir a cenar esta noche, mi marido está en otro sitio, traicionándome?

—Si no la está traicionando esta noche, puede traicionarla mañana por la mañana, a menos, desde luego, que ya la haya traicionado ayer. El amor no es amor sin obligación y traición.

—Comprendo. Y los tres juntos hacen la armonía.

—Excelente. Lo ha comprendido. —Sorbe su vino. Levanta la ramita y muerde con destreza y refinamiento directamente la salchicha y la patata. Da unos golpecitos sobre sus labios con la servilleta—. Evidentemente, esto es válido para usted también.

Es posible que mi carcajada sea demasiado efusiva, porque una de las peplos vuelve hacia mí su cabeza rubia con aparente consternación. Me parece que este Icilio me está diciendo que mi amor por Fernando no será armonioso a menos que lo traicione y que, si lo amo, tengo la obligación de traicionarlo. Pues sí, creo que es lo que me está diciendo y también pienso que la suya es, con diferencia, la seducción más brillante que he visto en mi vida. Se lo digo; me lo agradece y me vuelve a llenar la copa de vino, se deshace de la exquisita carne chamuscada de otra ramita y me comenta lo bien que quedan las rosas que me he puesto en el vestido.

—Los sicilianos vivimos en un mundo
sub rosa
, bajo la rosa: la palabra implícita, el gesto encubierto. Y le contaré otro significado de
sub rosa
más sutil. Nuestra santa patrona es una joven llamada Rosalía y nosotros estamos bajo su protección; nos encomendamos a una virgen ermitaña y, si ella no tuviera la habilidad suficiente para salvarnos, siempre podemos recurrir a nuestra diosa agricultora. ¿Conoce a nuestra Deméter?

—La conozco.

—Bien; entonces también sabrá que nosotros, los sicilianos, y, sobre todo, los hombres sicilianos, creemos en el poder de las mujeres hermosas.

—Supongo que sí.

—Píndaro decía que éramos hombres enamorados de la guerra sin límites. Aunque me gusta cómo suena la frase, ¡ay!, se equivocaba,
signora
. Píndaro estaba equivocado, o tal vez sólo tuviera razón a medias. Somos hijos de mamá, hogareños, elocuentes, maquiavélicos. Todo lo que sabemos nos lo han enseñado las mujeres.

—Una cultura que adora a las diosas.

—Mucho más que eso,
signora
, mucho más. Todos los sicilianos piensan que son dioses, pero los sicilianos rurales sabemos que lo somos. Como descendientes directos de Hera, Zeus, Poseidón y el mismísimo Hades, y no se trata precisamente de una familia unida ni carente de personajes aterradores, comprendemos y aceptamos nuestra sabiduría, nuestra codicia y nuestra impotencia infinita como parte de nuestra idiosincrasia. Nuestra herencia. Los dioses vivían justo aquí, donde vivimos nosotros; construyeron templos, se adoraban los unos a los otros y ellos mismos hicieron estragos, asesinaron, amaron, se dieron festines, estafaron, violaron a las esposas de los otros dioses, se robaron mutuamente los hijos y se rodearon de belleza. Dormían en lechos cubiertos de flores silvestres y bebían vino en copas de alabastro y, salvo por eso, los lechos cubiertos de flores silvestres y las copas de alabastro, todos los que hemos venido después hemos vivido o seguimos viviendo nuestra propia versión de la misma vida. Como habrá notado, sin duda, aquí el pasado no está muerto y casi nunca duerme. Por eso no nos interesa demasiado el cambio y no nos interesa en absoluto cambiarnos a nosotros mismos. Ya somos perfectos, con la misma imperfección con la que eran perfectos los dioses —dice, mientras traen a la mesa fuentes de gelatina de sandía junto con bandejas con blondas con tartaletas de melocotón.

Elías sigue sin aparecer. Entre las aceitunas calientes, las miradas discretas que dirijo a Furio, al otro lado de la mesa —el único que las ha notado ha sido Icilio—, las salchichas ensartadas, todos los Armani, el
sub rosa
y la sabiduría, la codicia, el asesinato, las estafas y las copas de alabastro, apenas he tenido tiempo de pensar en Fernando. Todos salen a los jardines.

Tosca se acerca a susurrarme que Fernando está arriba, en nuestras habitaciones. Me dice que ha avisado en la cocina y ha pedido que me dijeran que estaba cansado, que se ha ido a descansar y a esperarme, que no me dé prisa. Me excuso y voy corriendo a verlo.

Completamente vestido, Fernando duerme. Sobre la mesa de noche, un
canarino
, una taza de agua con cáscara de limón en infusión, todavía tibia. Me siento a su lado y le acaricio la frente. El campesino veneciano finalmente está agotado, después de pasar casi un mes en los huertos y los campos. Tiene las manos de banquero endurecidas, la piel pálida se le ha enrojecido hasta adquirir un ocre rojizo oscuro y ha trabajado y supongo que también se ha divertido como no lo había hecho nunca. Se agita y murmura algo sobre la grapa y Valentino y me doy cuenta de que con la tisana de limón pretendía calmar el estómago.

—Bajo a despedirme y vuelvo a subir enseguida.

Entonces se sienta:

—Creo que deberíamos marcharnos esta noche.

—Pero si estás cansado… Dormimos bien y después nos marchamos.

—No, prefiero conducir de noche antes que de día. Me levanto y guardo las últimas cosas. Mejor nos escabullimos.

—¿Estás triste de que nos vayamos? ¿Es eso?

—No es tristeza. No sé qué es, pero no es tristeza. Nunca he sentido añoranza, pero creo que es eso lo que siento. Como cuando dices que te sientes "agridulce". Nunca había entendido realmente lo que querías decir, pero creo que ahora sí.

—"Agridulce." La vida interpretada en tono menor. Pequeñas afirmaciones de belleza. —Le acaricio el rostro—. ¿Me traicionarás mañana por la mañana o ya me has traicionado esta noche?

—¿Qué dices?

—Enseguida vuelvo.

Cuando regreso al jardín, todas las antorchas y las velas se han apagado. Los criados se han retirado. Hasta los Armani han emprendido el camino de regreso a Palermo o se han ido a dormir a la villa, aunque Icilio sigue allí, sentado con Tosca cerca del magnolio. Todavía no me han visto. ¿Me escabullo? ¿Les doy las buenas noches? Si nos marchamos esta noche, no volveré a verla. Icilio rasca una cerilla y cuando se enciende digo:


Buonanotte, Tosca. Signor Icilio. Volevo solo dirvi buonanotte
.

Icilio enciende un cigarrillo y, sin dejar de hablar, se ponen de pie y se acercan a mí.

—La estaba esperando; la estábamos esperando —dice Tosca—. ¿Se siente mejor Fernando?

—Sí, creo que sí. Ahora vuelvo a su lado.

—Yo también subo. Me parece que no conseguiré convencer a Icilio para que se quede a pasar la noche.

—Si puedo, siempre prefiero pasar los domingos en Palermo.

—Vaya, el
signare
Icilio echa de menos a alguien. ¡Qué bonito!

Tosca parece perpleja. Besa tres veces en la mejilla a Icilio y, por primera vez, me da un beso a mí. Con la mano en mi cara, dice:

—La recibimos con mucho gusto cuando llegó y nos despedimos de usted con cariño.

Se aleja. De pie junto a Icilio, la observamos hasta que llega a la puerta. Mientras sigo mirando hacia donde se ha marchado Tosca, él me roza apenas la cara, tibia todavía por la mano de Tosca, con los labios. Empieza a alejarse. Casi he llegado a la puerta cuando se detiene y me llama con un susurro:


Signora, signora
.

Giro en redondo y apoyo la espalda contra la puerta.

—En otro momento, yo también me habría enamorado de usted. Me habría enamorado mucho.

Mientras subo las escaleras hacia donde está Fernando, pienso en la teoría de Icilio; pienso en la traición y en la obligación y pienso en el amor.

Fernando ha guardado nuestras cosas, ha escrito una nota para Tosca, una para Valentino y una para Agata. Me quito el vestido castaño plateado y me pongo vaqueros y botas y una camisa blanca limpia. Cuando estoy doblando el vestido y metiéndolo en mi maleta, Fernando dice:

—Ven, quédate a mi lado un rato antes de irnos.

Nos tumbamos frente a frente en la cama y hablamos un poco sobre el itinerario. Al cabo de unos minutos, caemos en la cuenta de que no nos apetece nada ir a Nono. Ni a Nono ni a ningún otro lugar de Sicilia, en realidad. Queremos regresar a casa: el camino más rápido y directo a Venecia. Los dos sentimos alivio al ver que el otro está de acuerdo. Comprobamos los horarios del
ferry
. Podemos estar a mitad de camino por la costa de Calabria al amanecer y llegar a Venecia a cenar, aunque sea tarde.

Bajamos nuestras cosas y espero en el jardín con ellas mientras Fernando va a buscar el coche para traerlo hasta algún lugar más cercano que las lejanas verjas de la villa donde ha estado aparcado desde que llegamos. Me siento en el hueco del magnolio. Cuando oigo que Fernando se acerca al terreno de gravilla que hay al otro lado de la villa, me pongo a arrastrar los bolsos por el jardín hacia allá. Viene a ayudarme y, en unos minutos, todo está guardado. Nunca había visto aquella parte de la villa y miro a mi alrededor. Alzo la mirada a una amplia logia que se extiende a lo largo de toda la pared exterior y tiene las mismas columnas de mármol rojo que recorren la logia de la planta baja. Es tan grande que cabrían diez parejas bailando el vals o sólo una o una cama rodeada de doseles opalescentes con una orla de satén grueso. Fernando ha vuelto a poner en marcha el motor. Me subo al coche y cierro la portezuela sin hacer ruido. Él maniobra el coche para salir por el camino privado y yo levanto la mirada hacia la logia. Veo un rostro en la ventana superior enmarcada en un arco gótico. Una silueta. Una sombra. Veo dos sombras.

EPÍLOGO

Marzo del 2000

Carta de Tosca

Lui è morto
. Ha muerto. Han pasado un mes y tres días desde que Leo murió. Sí, ha leído bien: desde que Leo murió. He vivido con Leo estos últimos años desde su «resurrección», su reaparición. Me imagino que se habrá quedado perpleja y la oigo preguntar: «¿Por qué no me lo dijo?» o, tal vez, «¿Por qué me ha engañado?».

Mi respuesta podría ser: «Porque soy siciliana». Podría decirle que el misterio e incluso la duplicidad forman parte de mi idiosincrasia y que el
chiaroscuro
es otra forma de narrar. Podría decirle que el silencio no siempre sirve para ocultar, sino a veces para envolver, para proteger, o podría plantear que los pecados de omisión tal vez no sean pecados, después de todo. Además, ¿qué mujer digna de su feminidad ha contado alguna vez toda su historia? Seguro que usted no lo ha hecho, querida amiga. Como hacen los dioses, nos revelamos —si es que lo hacemos alguna vez— a quien queremos y cuando queremos.

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