Una monarquía protegida por la censura (3 page)

BOOK: Una monarquía protegida por la censura
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Seguramente el
lehendakari
contestaría a alguna pregunta que le hicieron sobre la mediación del rey, porque Ibarretxe es muy respetuoso con todo lo que atañe a la Corona y siempre ha acudido a los actos a los que le han invitado, uno de los últimos la cena oficial en el palacio del Pardo con motivo del setenta aniversario del rey, donde le colocaron en una mesa en la que estuvo con los príncipes, Mariano Rajoy, la vicepresidenta De la Vega, Javier Solana y otros ilustres invitados.

Ante aquella pequeña tormenta informativa que se organizó con motivo del inducido comentario del
lehendakari
sobre el rey, a mí, en pasillos del Congreso, me preguntaron sobre la asistencia de Ibarretxe a ese 25 aniversario y sobre el primer Plan del
lehendakari
. Yo no me corté y dije claramente que «el
lehendakari
siempre ha asistido a los actos a los que le ha invitado el rey», si bien a continuación expresé lo que pensaba sobre los silencios del monarca ante la ofensiva que por aquellos días mantenía Aznar contra el nacionalismo. «Nosotros —dije— con la Corona siempre hemos tenido una especial relación. Otra cosa es que nos gustaría que el rey hablara mucho más a través de gestos, pero últimamente no lo hace. Parece que solamente es el rey de una cierta parte, importantísima, pero que no es toda. A nuestro juicio, el rey tendría que tener una mayor implicación y no permitir ciertos excesos que se están tolerando».

Todo esto mereció una página completa del diario
El País
con una viñeta de Peridis en la que se veía al
lehendakari
flotando sobre una nube, sentado en una silla y con gafas negras, y a mí encima de una roca y con txapela, diciéndole al rey: «Majestad: dígale que sé ya que no hace nada, que se esté quieto y que nos deje en paz, que la tiene tomada con nosotros y no hace más que chincharnos». Aznar, en el otro extremo, disparaba con un tirachinas, sentado sobre una pequeña columna, y el rey, detrás en su trono, pensaba: «No hay quien haga vida de este José Mari».

No era, pues, la primera vez, antes de la guerra de Iraq, que solicitábamos al rey que se involucrara en los problemas reales del país y que arbitrara y moderara a aquel presidente que en aquel momento la tenía tomada contra el PNV.

NO NOS RECIBIÓ

Con la excusa de la existencia de «armas de destrucción masiva» y teniendo como anfitrión a José Manuel Durao Barroso, el presidente Bush con lo más granado de la derecha republicana de su país, el primer ministro Tony Blair y el inefable José María Aznar se fueron a las Azores a darle un ultimátum a Sadam Hussein. Fue la excusa para iniciar una guerra cruel, injusta, inmoral y absurda que el presidente español disfrazó con el argumento de que había que sacar a España del rincón de la historia.

En ese momento el portavoz socialista en el Congreso, Jesús Caldera, era firme partidario de plantar cara al gobierno de Aznar y romper así la absurda y continua política de pactos que en todo llevaba Rodríguez Zapatero, su jefe de filas. Caldera pudo imponer su criterio en relación a Iraq logrando formar en el Congreso una especie de consorcio opositor que hasta aquel momento era inédito. La mayoría absoluta del PP era tan asfixiante que sólo funcionaba el piloto automático de votaciones sin apenas debate.

En este contexto se produjo un hecho anecdótico aunque revelador. Resulta que estaba en la agenda del Congreso invitar a almorzar a los reyes tras un breve acto de develación de un cuadro de la pareja real, ya que a medida que van cumpliendo años sus retratos se van actualizando. El caso es que a alguien no le gustó el ceño fruncido con el que aparecía la reina Sofía, o el color de su traje, y no hubo develación del cuadro aunque sí almuerzo.

Por esos días los diputados de IU llevaban a los plenos y a las comisiones una pegatina en la que estaba escrita la frase «No a la guerra», de tal forma que cuando llegó el rey a la antesala del comedor del Congreso, donde estábamos los portavoces, al saludarnos le chocó aquel mensaje que Felipe Alcaraz, el portavoz de IU, llevaba con orgullo en la solapa, hasta el punto de que en la fotografía de los portavoces con el rey apareció con el citado cartelito.

Cuando nos quedamos sin reporteros gráficos, hablamos de la guerra con D. Juan Carlos. Nos preocupó su simplona argumentación justificando aquella odiosa aventura. Alcaraz y yo le argumentamos en contra de la misma y entablamos un interesante debate con él, en el que nos habló de su último veraneo y hasta de que en su niñez era zurdo pero le habían reeducado para que se convirtiera en diestro, lo que a veces le ocasionaba alguna disfunción en el habla. Estuvo, pues, humano y horizontal en su relato, permitiendo que nosotros le dijéramos en confianza nuestras opiniones sin el menor protocolo. Faltaría más. Pero también tuvimos un chasco. Nos dijo que a él como militar le gustaba la guerra, y fue entonces cuando le dije que por qué no se iba a Iraq o mandaba a su hijo a aquella locura. Lógicamente no le gustó mi comentario.

Tras el almuerzo y al pasar a mi lado me ofreció uno de los puros que se sirven tras la comida y que llevan una vitola con una vistosa bandera española. Le dije que yo no fumaba, pero que se lo daría a Xabier Arzalluz, que era entonces el presidente del PNV. Sin pensarlo dos veces me contestó: «Si es para Arzalluz, le meto una bomba». Aquella respuesta nos dejó a los presentes sin aire, y él, dándose cuenta de la barbaridad que había dicho, me abrazó campechanamente y me dijo que era una broma. Afortunadamente tuvo reflejos políticos y a la semana siguiente, en el Palacio Real y como consecuencia de una cena oficial, en el café y cuando hablaba yo con Luis de Grandes, Xavier Trias, Jesús Caldera y Luis Mardones, vino con un puro envuelto en plástico y me dijo: «Toma, para Xabier de mi parte».

A pesar de este encontronazo bien resuelto, en relación con la guerra de Iraq no estuvo tan fino. Quizás el hecho de haber tenido una educación militar le hacía olvidar que había condecorado en su día al dictador iraquí con la orden de Isabel la Católica, primando más en él el frustrado guerrero que todo militar lleva dentro, que su trabajo como jefe del Estado. El caso es que se me ocurrió recordar en público que aquella aventura en la que nos metía el presidente Aznar no se podía hacer sin consultar con las Cortes Generales y tener en cuenta al rey. La Constitución es clara al respecto. En su artículo 63.3 dice: «Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz». Más claro, agua. Y eso fue lo que pedí. Inmediatamente salió Gabriel Cisneros, ponente constitucional, a decirme que la Constitución fija un claro reparto de roles y que en aquel momento no había razón alguna que pudiera justificar una intervención del rey. «Me parece una pretensión muy grave y muy insensata.» Pero como había hablado ya con Felipe Alcaraz, éste recordó que el rey es una figura formal que reina pero no gobierna, por lo que lo único que tendría que hacer sería declarar la guerra una vez consultadas las Cortes.

Aquella petición originó una cierta polémica en los medios, hasta el punto de que el socialista y ponente constitucional Gregorio Peces Barba publicó un artículo en El País en el que justificaba el silencio de la Corona. La argumentación parecía más bien la de Alfonso Ussía o la de un monárquico trasnochado que la de un socialista ponente de una Constitución que tenía un artículo tan claro para el caso de una guerra. Me dio la impresión de que su visceral antinacionalismo vasco primó sobre su obligado equilibrio. «Si vemos el silencio como indefensión, como situación de debilidad, aparecen en su verdadera dimensión moral las palabras de quienes atacan al rey y especulan sin fundamento sobre su postura, o le piden que actúe al margen del marco constitucional, como el señor Anasagasti y otros. No merecen que su indignidad tenga más eco», nos decía este orgulloso personaje para el que la mera mención de las obligaciones constitucionales del rey se convertía en un «ataque indigno». Y decía más: «El rey no ha hablado, sino que ha mantenido un silencio largo y desde luego acorde con su respeto a la Constitución». Este silencio largo estaba dando cobertura a una guerra sucia en la que España se ponía a las órdenes de Polonia para administrar, como fuerza de ocupación, parte del territorio iraquí, donde en el atentado contra la ONU en Bagdad ya había muerto un capitán español. Pero esto a Peces Barba no le importaba. Lo medular para este ponente constitucional era la importancia del largo silencio. Así cualquiera es jefe de un Estado.

Como se ve, en pocos días nada menos que dos ponentes constitucionales, en clave de mayordomos reales, trataban de ponerme en mi sitio.

El asunto causó impacto por lo novedoso. Una muestra fue el telegrama que sin firma recibí en mi despacho del Congreso: «Usted, como parlamentario español, se expresa en el Congreso y podemos oírle todos los españoles y extranjeros, y yo, como ciudadano español, quiero decirle a usted lo que de usted opino porque la Constitución me da el derecho a la libre expresión, por eso opino que es usted un vil gusano».

El caso es que lo impopular de la decisión hacía que la calle estuviera agitada, la condena moral mundial iba en aumento y Carmen Rigalt describía la manifestación de la Puerta del Sol constatando que «la industria textil se está poniendo las botas con la fabricación de banderas tricolores: de manifa en manifa la presencia de banderas republicanas crece en progresión geométrica. Ya nadie se corta a la hora de cuestionar la Corona o sacarle ripios al príncipe Felipe». Pero esto al rey parecía no preocuparle gran cosa, pues ese mismo día la prensa daba cuenta de que D. Juan Carlos probaba en aguas valencianas un nuevo
Bribón
, cuyo armador era el empresario Josep Cusí, su amigo de regatas.

Asimismo, en
El País se
informaba de que nunca había habido en Valencia, desde el 14 de abril de 1931, una aglomeración tan significativa de banderas republicanas como «la que se dio ayer (1 de mayo), cuando, para asombro de la furgoneta de la Plataforma para la Tercera República que las repartía, se agotaban las existencias en apenas unos instantes. Y más en un día en el que el rey Juan Carlos I estaba de visita en Valencia. Con cuatro banderas tricolores por metro cuadrado y ese valor añadido, a los mayores se les ponía la carne de gallina».

Quien no se cortó un pelo a la hora de denunciar esta situación de absurda y antidemocrática obsequiosidad fue el ex coordinador general de IU, Julio Anguita, quien dijo que «cuando un gobierno se salta la legalidad internacional e incurre en un delito, el jefe del Estado debe llamar la atención sobre este asalto a la legalidad internacional», añadiendo que «si el Tribunal Internacional tuviera la fuerza suficiente, sentaría en el banquillo a Bush, Aznar y Blair con la ley en la mano».

RODRÍGUEZ ZAPATERO EN LA ZARZUELA

En este clima en el que habíamos logrado incomodar a un gobierno como el de Aznar que tenía casi secuestrado a un rey que parecía se dejaba retener, se me ocurrió hablar con todos los portavoces parlamentarios a fin de sugerirles que pidiéramos oficialmente, los grupos de la oposición, una entrevista con el monarca. No pretendíamos involucrarle en nada sino tan sólo que nos escuchase. Aquella iniciativa inédita, de haberse llevado a la práctica, hubiera sido todo un gol en la portería de un Aznar que huía del Parlamento y trataba de que el debate sobre la guerra estuviera acolchado.

Esperando la respuesta del portavoz socialista Jesús Caldera, se hizo pública la noticia de que el rey se había entrevistado con el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero. Aquello me indignó.

Alguien había echado agua a la pólvora de aquel posible acto, y el rey se había prestado a ello. Y lo denuncié públicamente.
La Razón
, como siempre, me sacó una fotografía en la sección «Bajan», pidiéndome que esa contundencia la utilizara contra los proetarras, y todos los tertulianos me acusaron de involucrar al rey en algo que no era de su incumbencia. La situación era tan indignante que, en la comparecencia parlamentaria sobre la guerra, desde la tribuna del Congreso, pedí al rey que no estuviera tan pendiente de lo que le dictaba el gobierno y cumpliera lo que dice la Constitución. Y fui más allá: «Lo tienen como un tótem, sólo para inauguraciones y reprimendas al nacionalismo. Así cualquiera. Se instala uno en el silencio y sobrevuela todo apalancado en el halago y en el cabezazo. Eso de la Monarquía parlamentaria, como lo del rey de todos los españoles, es pura retórica, hueca y falsa». Era la primera vez en el Congreso que se hablaba con tanta claridad y contundencia sobre el papel del rey, y que además era recogido en el diario de sesiones.

Como no podía ser menos, y tras los abucheos de los parlamentarios del Partido Popular, salió el diputado Gustavo de Arístegui, con quien había mantenido continuos enfrentamientos a cuenta de sus cambios de postura respecto a Sadam. Dijo que mis palabras eran intolerables, que había perdido el norte y que don Juan Carlos había ejercido siempre sus funciones de forma ejemplar a lo largo de toda la historia de la democracia, invitando a Rodríguez Zapatero a desmarcarse de la actitud de «su aliado parlamentario». El portavoz del PP, Luis de Grandes, pidió lo mismo a Zapatero, y éste replicó que yo era responsable de mis palabras. Tras el tenso debate, nuestra propuesta de oposición cosechó 146 votos. Habíamos votado el PSOE, CiU, IU, PNV, Coalición Canaria y Grupo Mixto. Todos. El PP sacó a pasear sus 177 diputados en clave de rodillo y nos derrotó, pero no sin que escucharan el rosario de argumentos que he expuesto, como destacó ABC, además de haberse producido por primera vez una descalificación a la Monarquía en la sede parlamentaria del Congreso de los Diputados. ¡Alguna vez tenía que ser!

Al parecer, lo importante no eran los muertos inocentes de Iraq. Lo vital era no aludir a Su Majestad el Rey. Y es que sobre este pilar virtual se ha construido todo un muro de silencio que hace de la democracia española una democracia de muy baja calidad. ¿Cuándo en democracia no se puede señalar lo que se cree inadecuado de la actuación de un jefe del Estado? Pues sí. En la moderna España, ejemplo y al parecer asombro del mundo.

Rodríguez Zapatero no me contestó en público, sino que en conversación privada me dio a entender que el rey no estaba de acuerdo con la guerra y que poco menos que lo tenían aislado. Le dije que no lo creía. Sin embargo, Mariano Rajoy, en lugar de contestar a una pregunta parlamentaria sobre otro asunto, salió por peteneras y aludió a mi falta de respeto hacia el rey y a que yo poco menos que estaba en una cruzada antimonárquica. No se daba cuenta de que eran ellos los que más daño estaban haciendo a un rey silente que sólo salía en los periódicos cuando probaba su nuevo yate mientras los soldaditos españoles viajaban a un incierto Iraq como tropas de ocupación por decisión de un gobierno que no había pedido permiso a las Cortes para hacerlo, como era su obligación constitucional.

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