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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (28 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—No estoy segura.

La doctora Zenner se había situado a mi lado y posó una mano en mi frente.

—No tienes fiebre —dijo.

—El comisario Brown me detestaba.

—¿Lo ves? Otro regalo. Gault pensó que te complacería. Mató el ratón para ti y te lo trajo al depósito.

La idea me provocó náuseas.

Anna sacó un estetoscopio de un bolsillo de la chaqueta y se lo colgó del cuello. Me entreabrió el camisón y me auscultó el corazón y los pulmones con expresión grave.

—Respira profundamente, por favor. —Desplazó el extremo del estetoscopio hasta la espalda—. Otra vez.

Me tomó la presión y me palpó el cuello. Era una médica poco común, de la vieja escuela. Anna Zenner trataba la persona completa, no sólo la mente.

—Tienes la presión baja —comentó.

—No es ninguna novedad.

—¿Qué te dan aquí?

—Atrivan.

El brazal del manómetro sonó como si se rasgara cuando me lo quitó del brazo.

—El Atrivan está bien. No tiene efectos apreciables en los sistemas respiratorio y cardiovascular. Te ayudará. Puedo hacerte una receta.

—No.

—Me parece que en este momento está muy indicado un ansiolítico.

—Anna —le dije—, no son drogas precisamente lo que necesito ahora.

—No estás descompensada —respondió y me dio unas palmaditas en la mano. Se levantó y se puso el abrigo.

—Anna, tengo que pedirte un favor. ¿Qué tal es tu casa de Hilton Head?

Con una sonrisa, ella contestó:

—Es el mejor agente ansiolítico que conozco. ¿Cuántas veces te lo he comentado?

—Esta vez puede que te haga caso —le dije—. Quizá tenga que visitar un lugar cerca de allí y me gustaría estar lo más aislada posible.

La doctora Zenner sacó un llavero del bolso y extrajo una llave. Después anotó algo en una receta en blanco y dejó el papel y la llave sobre una mesa, junto a la cama.

—No tienes que hacer nada —se limitó a decir—, pero te dejo la llave e instrucciones. Si sientes el impulso de ir a mi casa en plena noche, no tienes que decírmelo siquiera.

—Eres muy amable. No creo que la necesite durante mucho tiempo.

—Pues deberías quedarte allí una temporada. Está junto al océano, en Palmetto Dunes; es una casa pequeña y modesta, cerca del Hyatt. No voy a utilizarla próximamente y no creo que te moleste nadie. De hecho, puedes ser tú la doctora Zenner —sugirió con una risilla—. Allí ni siquiera me conocen.

—La doctora Zenner... —murmuré secamente—. De modo que ahora soy alemana...

—¡Oh!, tú eres siempre alemana. —Abrió la puerta—. No importa lo que te hayan contado de tu familia.

Salió y me senté más erguida, despierta y enérgica. Me levanté de la cama y estaba en el cuarto de baño cuando oí abrirse la puerta. Salí, esperando encontrar a Lucy, pero quien estaba en la habitación era Paul Tucker. Allí descalza, sin más ropa que un camisón que apenas cubría nada, la sorpresa impidió que me sintiera azorada.

Tucker apartó la mirada mientras yo volvía a la cama y me tapaba con la sábana.

—Lo siento. El capitán Marino me ha dicho que podía entrar... —se excusó el jefe de policía de Richmond, que no parecía lamentarlo demasiado, dijera lo que dijese.

—Marino debería haberme consultado primero —declaré, y le miré directamente a los ojos.

—Bueno, todos conocemos los modales del capitán. ¿Le importa? —Señaló una silla con un gesto de cabeza.

—Haga el favor. Está claro que tendré que escucharle por fuerza.

—Tendrá que escucharme por fuerza porque en estos momentos la mitad de mi departamento de policía está cuidando de usted.

Lo observé detenidamente. Su expresión era adusta.

—Me han informado de lo que sucedió en el depósito esta mañana. —En sus ojos había un destello de cólera—. Doctora Scarpetta, está usted en grave peligro. He venido aquí para intentar convencerla. Quiero que se tome en serio la situación.

—¿Y cómo puede pensar que no me la tomo en serio? —repliqué con amargura.

—Empecemos por esto. No debería haber vuelto a su despacho, esta tarde. Dos agentes de las fuerzas del orden acababan de ser asesinados, uno de ellos mientras usted estaba en el edificio.

—No tenía más remedio que volver al despacho, coronel Tucker. ¿Quién supone usted que se encargó de la autopsia de esos agentes?

Se quedó callado. Luego preguntó:

—¿Cree que Gault ha dejado la ciudad?

—No.

—¿Por qué?

—No sé por qué, pero creo que no se ha marchado.

—¿Cómo se encuentra?

Intuía que Tucker trataba de sonsacarme algo, pero no lograba imaginar qué.

—Me encuentro bien. De hecho, tan pronto salga usted, voy a vestirme y a marcharme de aquí.

El coronel iba a decir algo, pero no lo hizo.

Le observé un momento. Vestía un mono deportivo azul marino de la Academia Nacional del FBI y unas botas de cuero para prácticas de cross. Me pregunté si estaría haciendo ejercicio en el gimnasio cuando alguien le había hablado de mí. De pronto, caí en la cuenta de que éramos vecinos. Tucker y su mujer vivían también en Windsor Farms, a unas pocas calles de mi domicilio.

—Marino me aconsejó que evacuara la casa —dije en un tono casi acusador—. ¿Está enterado de eso?

—Estoy enterado.

—¿Qué ha tenido que ver usted con el consejo?

—¿Por qué cree que he tenido que ver con lo que Marino le haya dicho? —replicó él con parsimonia.

—Usted y yo somos vecinos. Es probable que pase por delante de mi casa cada mañana.

—No lo hago. Pero sí, sé dónde vive, Kay.

—No me llame Kay, por favor.

—¿Si fuera blanco, me permitiría llamarla Kay? —soltó él con desenvoltura.

—No. Tampoco se lo permitiría.

No se mostró ofendido. Tucker sabía que no me fiaba de él. Sabía que le tenía un poco de miedo; en aquel momento se lo tenía a todo el mundo, probablemente. Me estaba poniendo paranoica.

—Doctora... —Se levantó de la silla—. He tenido su casa bajo vigilancia desde hace semanas.

Hizo una pausa y bajó la vista hasta mí.

—¿Por qué? —pregunté.

—El comisario Brown.

—¿De qué me habla? —pregunté notándome la boca seca.

—Estaba muy metido en una compleja red de tráfico de drogas que se extiende de Nueva York a Miami. Algunos de los pacientes de usted estaban complicados en ella. Ocho, por lo menos, de los que tengamos noticia en este momento.

—Muertos en tiroteos por droga.

El coronel asintió y volvió la vista hacia la ventana.

—Brown no la soportaba a usted.

—Eso estaba muy claro. La razón, no.

—Digamos, simplemente, que usted hacía su trabajo demasiado bien. Varios compinches de Brown tenían encima largas condenas por culpa de usted. —Hizo una pausa antes de proseguir—. No nos faltaban razones para temer que proyectara hacerla eliminar.

Le miré, perpleja.

—¿Qué? ¿Qué razones?

—Soplos.

—¿Más de uno?

—Brown ya había ofrecido dinero a alguien a quien debíamos tomar muy en serio —explicó Tucker.

Alargué la mano y cogí el vaso de agua. El coronel añadió:

—Eso fue a principios de mes. Hace tres semanas, más o menos. —Recorrió la habitación con la mirada.

—¿A quién contrató? —quise saber.

—A Anthony Jones.

Tucker me miró y mi asombro creció aún más, pero lo siguiente que dijo me dejó anonadada:

—La persona que estaba previsto que muriese en Nochebuena no era Anthony Jones, sino usted.

No pude articular palabra.

—Toda esa comedia de equivocarnos de casa en Whitcomb Court tenía por objeto no exponerla. Pero cuando el comisario desapareció por la cocina y salió al patio trasero, él y Jones tuvieron una discusión. Y ya sabe lo que pasó. Ahora, el comisario también ha muerto y, con franqueza, es usted afortunada.

—Coronel Tucker...

Se acercó a los pies de la cama. Yo añadí:

—Coronel, ¿estaba usted al corriente de todo eso antes de que sucediera?

—¿Me pregunta si tengo dotes de clarividencia? —replicó con expresión ceñuda.

—Me parece que ya sabe a qué me refiero.

—La teníamos vigilada, pero no. No hemos sabido hasta después que era en Nochebuena cuando estaba previsto matarla. Evidentemente, de haberlo sabido, no le habríamos permitido andar por ahí repartiendo mantas.

Bajó la mirada al suelo, meditabundo, y luego volvió a hablar:

—¿Está segura de que se encuentra en condiciones de dejar el hospital?

—Sí.

—¿Adonde piensa ir esta noche?

—A casa.

Tucker hizo un gesto de negativa con la cabeza.

—Ni hablar. Y tampoco le recomiendo ningún hotel de la ciudad.

—Marino ha accedido a quedarse conmigo.

—¡Ah! Entonces, seguro que estará usted a salvo —fue su sarcástico comentario, al tiempo que abría la puerta—. Vístase, doctora. Tenemos que asistir a una reunión.

No mucho después, cuando asomé la
cabeza
por la puerta de la habitación, me acogieron varias miradas y unas pocas palabras. Lucy y Janet estaban allí con Marino; Paul Tucker esperaba aparte, enfundado en un chaquetón de goretex.

—Doctora, usted viene conmigo. —Le hizo una señal a Marino—. Usted síganos con las señoritas.

Avanzamos por un pasillo de un blanco brillante en dirección a los ascensores, y descendimos. Por todas partes había agentes uniformados y, cuando se abrieron las puertas de cristal de la sala de urgencias, aparecieron tres de ellos para escoltarnos hasta los coches. Marino y el jefe habían aparcado en plazas para vehículos policiales y, cuando vi el coche privado de Tucker, noté otro espasmo en el pecho. El coronel conducía un Porsche 911 negro. No era nuevo, pero estaba en unas condiciones excelentes.

Marino también vio el coche y guardó silencio mientras abría la cerradura de su Crown Virginia.

—¿Estuvo anoche en la 95 Sur? —pregunté a Tucker tan pronto entramos en el coche.

Él se colocó el cinturón de seguridad y puso en marcha el motor.

—¿Por qué me lo pregunta? —No lo dijo a la defensiva. Sólo era curiosidad.

—Volvía a casa desde Quantico y un coche parecido a éste nos siguió.

—¿Nos?

—Iba con Marino.

—Ya veo. —Al salir del aparcamiento tomó a la derecha, dirigiéndose hacia la central—. De modo que eran ustedes los de esa Grand Dragón.

—Entonces, era usted... —murmuré mientras los limpiaparabrisas apartaban la nieve del cristal.

Las calles estaban resbaladizas y noté que el coche patinaba cuando Tucker frenó en un semáforo.

—Anoche vi una pegatina de la bandera confederada en un parachoques y expresé mi desagrado —reconoció.

—La furgoneta que la lucía es de Marino.

—Me importa un bledo de quién sea.

Me volví y lo miré fijamente.

—¡Marino se lo merece! —añadió él con una carcajada.

—¿Siempre actúa tan agresivamente? —pregunté—. Porque es un buen sistema para que alguien le pegue un tiro.

—Que lo intenten, si quieren.

—No le recomiendo que vaya por ahí persiguiendo y provocando a un enemigo de los negros.

—Por lo menos, reconoce usted que Marino lo es.

—Hablo en general —respondí.

—Doctora, usted es una mujer inteligente y refinada. No consigo entender qué ve en él.

—Hay mucho que ver en él, si una se toma la molestia de mirar.

—Es un racista, un machista y no soporta a los homosexuales. Es uno de los seres humanos más ignorantes que he conocido nunca. ¡Ojalá yo no tuviera que ver con él!

—Marino no se fía de nada ni de nadie —expliqué—. Es cínico, y no le faltan razones para serlo, estoy segura.

Tucker guardó silencio.

—Usted no le conoce —añadí.

—Ni quiero conocerle. Lo que querría es que desapareciera.

—Por favor, no se equivoque —le recomendé de corazón—. Cometería un gran error.

—El capitán es una pesadilla política —insistió el jefe—. Jamás deberían haberle puesto al frente de la Primera Comisaría.

—Entonces, trasládelo otra vez a la división de detectives, al Escuadrón A; ése es su auténtico sitio.

Tucker continuó conduciendo en silencio. No quería hablar más de Marino.

—¿Por qué no me han dicho en ningún momento que alguien quería matarme? —pregunté entonces. Mis propias palabras me sonaron raras; no podía creer del todo lo que significaban—. Quiero saber por qué no me dijo que estaba bajo vigilancia.

—Hice lo que creí más conveniente.

—Debería haberme informado.

Tucker miró por el retrovisor para comprobar que Marino seguía detrás de nosotros cuando doblamos la esquina para dirigirnos a la parte trasera de la sede central del departamento de Policía de Richmond.

—Creí que decirle lo que habían revelado nuestros confidentes no haría sino ponerla en más peligro. Temí que se pusiera usted... —hizo una ligera pausa—, en fin, nerviosa. O agresiva. No quería que cambiara de forma apreciable su comportamiento normal, que pasara usted a la ofensiva y agravara, quizá, la situación.

—Creo que no tenía derecho a ser tan reservado —insistí acaloradamente.

—Doctora Scarpetta —prosiguió el coronel con la mirada fija al frente—, le seré sincero. No me importaba lo que usted pensara, y sigue sin importarme. Lo único que me importa es salvarle la vida.

En la entrada del aparcamiento, dos agentes con sendos rifles de repetición montaban guardia. Sus uniformes negros contrastaban con la nieve. Tucker detuvo el coche y bajó la ventanilla.

—¿Cómo va eso? —preguntó.

Un sargento, firme y con el arma apuntando al cielo, contestó:

—Todo está tranquilo, señor.

—Bien. Muchachos, tengan cuidado.

—Sí, señor. Lo tendremos.

El coronel cerró la ventanilla y continuamos la marcha. Aparcó a la izquierda de la doble puerta de cristal que conducía al vestíbulo y a los calabozos del gran complejo de hormigón que él dirigía. Observé la escasa presencia de coches patrulla y vehículos camuflados en el aparcamiento y supuse que en una noche como aquélla, con las calles tan deslizantes, habría muchos accidentes de que ocuparse; el resto de los agentes de servicio estaba buscando a Gault. Para las fuerzas del orden, Gault había entrado en una nueva categoría. Ahora era un asesino de policías.

—Usted y el comisario Brown tenían coches similares —comenté mientras me quitaba el cinturón de seguridad.

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