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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (37 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—No, gracias —murmuró él tímidamente, con las manos extendidas.

Acepté su rechazo y me quedé en el camino de tablas de la finca de Anna. Le vi luchar contra el viento hasta que, por fin, se colocó la plancha de surf contra el cuerpo a guisa de escudo y avanzó trabajosamente por la arena mojada. Lo vi alejarse con su madre hasta que ambas figuras fueron pequeños trazos en el horizonte y, por último, desaparecieron de la vista. Intenté imaginar dónde habrían ido. ¿Estarían en algún hotel, o en una casa? ¿Dónde se guarecían los niños y sus madres en noches de tormenta como aquélla?

Yo nunca había salido de vacaciones cuando era pequeña, porque no teníamos dinero, y ahora lo que no tenía eran hijos. Mientras escuchaba el sonoro chapoteo de las olas que rompían en la costa, pensé en Wesley y sentí el impulso de llamarle. Las estrellas asomaron entre velos de nubes y el viento me trajo unas voces, pero fui incapaz de descifrar una / sola palabra de lo que decían. Era como escuchar el croar de las ranas o el trino de unos pájaros. Volví adentro con la taza de café vacía y, por una vez, no sentí temor.

Se me ocurrió que, probablemente, no habría provisiones en la casa y que mi única comida del día iba a ser aquel bollo del aeropuerto.

—Gracias, Anna —susurré cuando encontré una reserva de paquetes de Cocina Ligera.

Calenté pavo con verduras, encendí la chimenea de gas y me quedé dormida en un sofá blanco, con la Browning al alcance de mi mano. Estaba demasiado cansada para soñar.

El sol y yo despertamos a la vez y la realidad de mi misión no se hizo tangible hasta que eché un vistazo al portafolios y pensé en su contenido. Era demasiado temprano para marcharme y me puse un suéter y unos tejanos para ir a dar un paseo.

Hacia Sea Fines, la arena era firme y llana. El sol era un círculo de oro blanco sobre el agua. Las aves punteaban el ruidoso oleaje con su canto. Las agachadizas deambulaban en busca de gusanos y pequeños cangrejos, las gaviotas planeaban al viento y los cuervos vagaban de un lado a otro como salteadores de caminos ocultos bajo negras capuchas.

Aprovechando que en aquellos momentos lucía un débil sol, era numerosa la gente mayor que había salido a pasear. Mientras caminaba, me concentré en el aire marino que soplaba en torno a mí. Noté que podía respirar con facilidad. Respondí a las sonrisas de los desconocidos que pasaban junto a mí, cogidos de las manos, y les correspondí agitando la mía cuando ellos lo hacían. Los amantes paseaban abrazados y, en los caminos entablados que bordeaban la playa, personas solitarias tomaban café y contemplaban el agua.

De vuelta en la casa de Anna, tosté un panecillo que encontré en el congelador y me di una larga ducha. Después, me puse la misma ropa de viaje: chaqueta cruzada negra y pantalones. Recogí las cosas y cerré la casa como si no fuera a volver. No tuve la menor sensación de que me espiaran hasta que reapareció la ardilla.

—¡Oh, no! —exclamé mientras abría la portezuela del coche—. ¡Otra vez tú!

El animalito se alzó sobre las patas traseras y me sermoneó.

—Escucha —le dije—, Anna me permite alojarme aquí. Ella y yo somos muy buenas amigas.

La ardilla movió los bigotes y me mostró su pequeño vientre blanco.

—Si me estás contando tus problemas, no te molestes. —Dejé la bolsa del equipaje en el asiento trasero—. La psiquiatra es Anna, no yo.

Abrí la puerta de mi lado y la ardilla, a saltitos, se acercó un poco más. No pude resistir la tentación y busqué en el bolso hasta encontrar una bolsita de cacahuetes del avión. Cuando di marcha atrás y salí del camino particular bajo la sombra de los árboles, el animalillo estaba sentado sobre las patas traseras y movía las mandíbulas vigorosamente. Me siguió con la mirada mientras me alejaba.

Tomé la 278 Oeste y conduje a través de un paisaje rebosante de espadañas, tréboles de las marismas, matas de esparto y juncos. Las charcas estaban cubiertas de hojas de loto y de lirio acuático y los halcones sobrevolaban el agua en casi todos los rincones. Salvo en las islas, daba la impresión de que la mayoría de la gente de la zona carecía de todo excepto de tierras. Las estrechas carreteras estaban bordeadas de pequeñas iglesias pintadas de blanco y de caravanas adornadas todavía con luces navideñas. Más cerca de Beauford, distinguí talleres de reparaciones de coche, pequeños moteles en solares desiertos y una barbería que enarbolaba una bandera confederada. Hice un par de breves paradas para consultar el mapa.

En la isla de Santa Helena, sorteé con cuidado un tractor que, junto a la cuneta, levantaba una nube de polvo, y empecé a buscar un lugar donde detenerme a preguntar la dirección. Descubrí unos edificios de ladrillo abandonados que en otro tiempo habían sido almacenes. Las envasadoras de tomates, las casas de labor y las funerarias se sucedían a lo largo de unas calles flanqueadas de tupidas arboledas de robles y de huertos protegidos por espantapájaros. No me detuve hasta que llegué a Tripp Island y encontré un sitio para comer.

El restaurante, bajo el rótulo de «The Gullah House», estaba atendido por una mujerona robusta, de piel negra como el carbón, cuyo vestido vaporoso de colores tropicales le daba un aspecto radiante. Cuando la mujer se volvió hacia el camarero situado tras la barra y le comentó algo, el idioma en que habló sonaba musical y lleno de palabras extrañas. Se supone que el dialecto gullah —la lengua que hablaban los esclavos y que todavía utilizan los afroamericanos de la zona— es una mezcla de inglés isabelino y del habla de las Indias Occidentales.

Esperé en mi mesa de madera a que me sirvieran un té helado, temiendo que nadie de los que trabajaban allí pudiera indicarme dónde vivían los Gault.

La camarera se acercó con una jarra de cristal llena de té con hielo y rajas de limón.

—¿Qué más le traigo, encanto?

Incapaz de pronunciar el nombre escrito en la carta, señalé con el dedo algo que ponía
Biddy ee de Fiel.
La traducción, debajo, prometía una pechuga de pollo a la parrilla con lechuga romana.

—¿Quiere unos boniatos fritos como entrante? ¿O prefiere una fritura de cangrejos? —La mujer paseó la mirada por el restaurante mientras me hablaba.

—No quiero nada más, gracias.

Decidida a que su dienta tomara algo más que un simple almuerzo de régimen, me señaló las gambas fritas consignadas en el dorso de la carta.

—Hoy también tenemos gambas frescas fritas. Están tan buenas que se relamerá de gusto.

—Bien —respondí, mirándola—, supongo que, en ese caso, será mejor que pruebe una ración pequeña.

—Entonces, ¿le pongo un par de gambas?

—Por favor.

El servicio mantuvo su ritmo lánguido y ya era casi la una cuando pagué la cuenta. La mujer del vestido de colores, sin duda la encargada del local, estaba fuera, en el aparcamiento, hablando con otra mujer de color que conducía una furgoneta en cuyo lateral se leía «Gullah Tours».

—Disculpe —dije a la encargada. Advertí que me dirigía una mirada suspicaz, pero no hostil.

—¿Desea hacer un recorrido por la isla? —me preguntó.

—En realidad, necesito que me indique una dirección —respondí—. ¿Conoce usted la plantación Live Oaks?

—Eso no entra en el recorrido. Ya no.

—Entonces, ¿no puedo llegar hasta allí?

La mujer volvió el rostro y me miró de reojo.

—Se ha instalado ahora una gente nueva. Y no les gusta que los turistas merodeen por las cercanías, ¿entiende?

—Lo entiendo —asentí—, pero tengo que llegar a Live Oaks. No quiero hacer ningún recorrido turístico. Lo que quiero es saber cómo se llega.

Se me ocurrió que el idioma que yo estaba empleando no era el que la encargada —que, sin duda, también era la dueña de Gullah Tours— deseaba oír.

—Bien —propuse—. ¿Qué le parece si pago la tarifa de la excursión y esa furgoneta suya me lleva hasta Live Oaks?

A las dos mujeres les pareció una buena propuesta. Solté veinte dólares a la encargada y nos pusimos en marcha. La plantación no quedaba muy lejos. La furgoneta no tardó en aminorar la marcha y un brazo enfundado en una manga de abigarrado colorido señaló por la ventanilla las hectáreas de nogales pacaneros que se extendían tras una pulcra valla blanca. Al final de un largo camino de acceso sin pavimentar había una verja abierta, y casi un kilómetro más adelante entreví una fachada de madera pintada también de blanco y un viejo tejado de cobre. No había ningún rótulo que indicara el nombre del propietario, ni referencia alguna a que aquello fuera la plantación Live Oaks.

Doblé a la izquierda y entré en el camino. Desde allí, estudié los espacios entre viejas pacanas cuyo fruto ya había sido recolectado. Pasé junto a un estanque cubierto de lentejas de agua y contemplé una garza azul que caminaba por la orilla. No vi a nadie pero, cuando me acerqué a lo que era una espléndida mansión de antes de la guerra, distinguí un coche y una camioneta de carga. Detrás de la casa había un viejo granero con el techo de cinc, junto a un silo hecho de
tabby
, un adobe confeccionado con conchas, guijarros y otros materiales, típico de la zona. El día se había nublado y la chaqueta me resultaba demasiado fina cuando subí los pronunciados peldaños del porche y llamé al timbre.

Por la expresión del hombre que me recibió, deduje de inmediato que no debería haber encontrado abierta la verja del final del camino.

—Esto es una propiedad privada —me dijo.

Si aquél era el padre de Temple Gault, no encontré el menor parecido entre ambos. El hombre que tenía ante mí era enjuto y nervudo, con el cabello canoso y un rostro alargado y curtido por el sol y el viento. Llevaba botas altas, unos pantalones caqui y una sudadera gris con capucha.

—Busco a Peyton Gault —anuncié, y sostuve su mirada mientras agarraba con fuerza el portafolios.

—Esa verja debería estar cerrada. ¿No ha visto los carteles de «No entrar»? Los he colocado cada dos postes de la valla. ¿Qué quiere de Peyton Gault?

—Eso sólo puedo decírselo a él —respondí.

El hombre me examinó detenidamente con un destello de indecisión en los ojos.

—No será periodista, ¿verdad?

—No, señor. Soy la forense jefe de Virginia.

Le entregué mi tarjeta y él se apoyó en el marco de la puerta como si se hubiera mareado.

—Que Dios nos asista... —murmuró—. ¿Es que no pueden dejarnos en paz?

No habría imaginado nunca la íntima zozobra en que vivía aquel hombre por lo que había engendrado, pues en un rincón de su corazón de padre todavía debía de amar a su hijo.

—Señor Gault —le dije—. Permítame hablar con usted.

Él se llevó el pulgar y el índice a los ojos para evitar que le saltaran las lágrimas. Las arrugas de su frente tostada se hicieron más profundas y un súbito rayo de sol entre las nubes pareció convertir en arena su barba de varios días.

—No he venido por curiosidad —expliqué—. Ni para investigar nada. Por favor...

—Ese chico no ha sido normal desde el día en que nació —dijo Peyton Gault, enjugándose las lágrimas.

—Comprendo que esto es terrible para usted. Es una tragedia indecible y lo comprendo.

—Nadie puede comprenderlo —dijo él. v-Déjeme intentarlo, por favor. ,./—No serviría de nada.

—Estoy segura de que sí —respondí—. He venido para hacer lo que es debido.

El hombre me miró con incertidumbre.

—¿Quién la envía?

—Nadie. Estoy aquí por propia iniciativa.

—Entonces, ¿cómo nos ha encontrado?

—Preguntando la dirección —contesté, y le dije dónde.

—No creo que esa chaquetilla la abrigue mucho... —dijo él.

—Lo suficiente.

—De acuerdo, pues. Vayamos al embarcadero.

El dique atravesaba unas marismas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista; en el horizonte se adivinaban aquí y allá las siluetas de las islas costeras, las Barner Islands. Nos apoyamos en las barandillas y contemplamos los cangrejos de mar que se arrastraban por el légamo oscuro. De vez en cuando, una ostra escupía.

—En tiempos de la guerra de Secesión hubo aquí hasta doscientos cincuenta esclavos —me contó, como si estuviéramos allí para mantener una charla amistosa—. Antes de irse, debería usted visitar la capilla de Ease. Ahora es una estructura de
tabby
en ruinas, con una oxidada verja de hierro forjado que encierra un pequeño cementerio.

Le dejé hablar.

—Por supuesto, las tumbas han sido saqueadas desde el principio. Calculo que la capilla se levantó hacia 1740.

No hice comentarios.

Él exhaló un suspiro y su mirada se perdió en el océano.

—Tengo unas fotografías que quiero enseñarle... —dije entonces en voz baja.

—¿Sabe? —su voz adquirió de nuevo un tono emocionado—, es casi como si aquella inundación fuera un castigo por algo que hice. Yo nací en una plantación de Albany. —Se volvió a mirarme—. La finca había resistido casi dos siglos de guerra y de mal tiempo. Y entonces llegó esa tormenta y el río Flint tuvo una crecida de más de siete metros.

»Vino la policía del estado y la policía militar y lo acordonaron todo. El agua llegó hasta el techo de lo que había sido el hogar de mi familia y arrancó los árboles. No dependíamos sólo de las pacanas para tener comida en la mesa pero, durante una temporada, mi esposa y yo tuvimos que vivir como mendigos, en un centro de acogida junto con trescientas personas más.

—Su hijo no causó esa inundación, señor Gault —le dije con suavidad—. Ni siquiera él puede provocar una catástrofe natural.

—En cualquier caso, supongo que nos convenía trasladarnos. Allí se presentaba continuamente gente que quería ver dónde nació, y eso le destrozaba los nervios a Rachael.

—¿Rachael es su esposa?

Peyton Gault asintió.

—¿Qué hay de su hija?

—Esa es otra triste historia. Tuvimos que enviar a Jayne al Oeste cuando tenía once años.

—¿Se llama así?

—En realidad, se llama Rachael, pero su segundo nombre es Jayne, con i griega. No sé si está usted al corriente, pero Temple y Jayne son gemelos.

—No tenía idea —respondí.

—Y Temple siempre tuvo celos de ella. Era terrible verlo, porque Jayne estaba loca por él. Era la pareja de rubitos más encantadora que uno pueda imaginar, y sin embargo, desde el primer día, Temple quiso aplastarla como a un insecto. Era muy cruel con ella.

Hizo una pausa. Una gaviota argéntea nos sobrevoló entre graznidos. Brigadas de cangrejos de mar cargaban contra un matojo de espadañas.

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