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Authors: John Irving

Una mujer difícil (10 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Durante el primer mes de aquel verano, Eddie O'Hare sería una máquina masturbadora, pero nunca más descolgaría la fotografía de Marion de la pared del baño, ni tampoco volvería a ocultar los pies de Thomas y de Timothy. A partir de entonces se masturbó casi cada mañana en la casa vagón, donde creía que no le interrumpirían o le sorprenderían haciendo aquello.

Una de las mañanas después de que Marion pasara allí la noche, Eddie descubrió con deleite que el aroma de la mujer estaba todavía en las almohadas de la cama deshecha. En otras ocasiones, el tacto y el olor de alguna de sus prendas de vestir bastaban para excitarle. Marion guardaba en el armario una combinación o un camisón, y en un cajón estaban sus sostenes y bragas. Eddie confiaba en que dejara la rebeca de cachemira rosa en el armario, la que llevaba cuando la vio por primera vez.

A menudo la veía en sueños con aquella rebeca. Pero en el pequeño apartamento no había ventiladores, tampoco corrientes de aire que aliviaran el calor sofocante del lugar. Mientras que la casa de los Cole en Sagaponack solía estar fresca y ventilada incluso cuando más apretaba el calor, la casa alquilada en Bridgehampton era claustrofóbica y parecía un horno. Eddie no tenía motivos para esperar que Marion necesitara utilizar allí alguna vez la rebeca de cachemira rosa.

A pesar de los viajes en coche a Montauk para adquirir la hedionda tinta de calamar, la jornada de trabajo del ayudante de escritor era bastante cómoda, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, y Ted Cole le pagaba cincuenta dólares semanales. Eddie presentaba los recibos de la gasolina para el coche de Ted, que no era tan divertido de conducir, ni mucho menos, como el Mercedes de Marion. El Chevy modelo 1957 de Ted era blanco y negro, lo cual tal vez reflejaba la estrecha gama de intereses del artista gráfico.

Por las noches, alrededor de las cinco o las seis, Eddie solía ir a la playa a bañarse, o a correr, cosa que hacía pocas veces. En ocasiones los surfistas estaban pescando: hacían que sus tablas se deslizaran a lo largo de la playa y perseguían los bancos de peces. Empujados a la orilla por el gran pez artificial, los pececillos se agitaban en la arena compacta y mojada, y esto también explicaba el escaso interés que tenía Eddie en correr por allí.

Cada tarde, con permiso de Ted, Eddie iba en coche a East Hampton o a Southampton para ver una película o comerse una hamburguesa. Pagaba las películas y todo lo que comía con el salario que Ted le daba, y todavía ahorraba más de veinte dólares a la semana. Una tarde, en un cine de Southampton, vio a Marion.

Estaba sola entre el público y llevaba la rebeca de cachemira rosa. Aquella noche no le tocaba dormir en la casa vagón, por lo que no era probable que la rebeca de cachemira acabara en el armario del sórdido apartamento encima del garaje. No obstante, tras haber visto a Marion sola, Eddie buscaría su coche en Southampton y en East Hampton. Aunque localizó el vehículo una o dos veces, nunca volvió a ver a Marion en un cine.

La mujer salía de casa casi todas las noches. No solía comer con Ruth y nunca cocinaba para ella misma. Eddie suponía que si Marion salía a cenar, iba a restaurantes mejores que los que él frecuentaba. También sabía que si empezaba a buscarla en los buenos restaurantes, sus cincuenta dólares semanales no le durarían mucho.

¿Y cómo pasaba Ted las noches? Estaba claro que no podía conducir. Tenía una bicicleta en la casa alquilada, pero Eddie nunca le había visto montarla. Sin embargo, una noche en que Marion no estaba en la casa, sonó el teléfono y respondió la niñera que acudía por las noches. Llamaba el camarero de un bar restaurante de Bridgehampton, donde, según dijo el hombre, el señor Cole cenaba y bebía casi todas las noches. Esa noche en particular, el señor Cole no se mantenía muy firme en su bicicleta cuando se marchó. El camarero llamaba para manifestar su esperanza de que el señor Cole hubiera llegado a casa sano y salvo.

Eddie se dirigió a Bridgehampton y recorrió el trayecto que probablemente Ted había seguido para ir a la casa alquilada. En efecto, allí estaba Ted, pedaleando por Ocean Road; luego, cuando los faros de Eddie le iluminaron, se desvió a la cuneta de la carretera. Eddie frenó y le preguntó si quería que le llevara. A Ted le quedaba menos de un kilómetro por recorrer.

—¡Ya tengo un vehículo! —replicó Ted, y le indicó con un movimiento del brazo que siguiera adelante.

Y una mañana, después de que Ted pasara la noche en la casa vagón, Eddie notó el olor de otra mujer en las almohadas del dormitorio, mucho más fuerte que el aroma de Marion. ¡De modo que tenía otra mujer!, se dijo Eddie, todavía desconocedor de la pauta que seguía Ted con las madres jóvenes. (La joven madre del momento acudía a posar tres veces por semana, al principio con su hijo, un niño pequeño, pero luego sola.)

En cuanto a los motivos por los que él y Marion se habían separado, lo único que Ted le había dicho a Eddie era que lamentaba mucho la coincidencia de su trabajo con «unos momentos tan tristes en un largo matrimonio». Aunque de estas palabras se desprendía que tales momentos tristes podrían quedar atrás, cuanto más constataba el muchacho la distancia que mantenían Ted y Marion, tanto más se convencía de que el matrimonio estaba acabado. Además, Ted se había limitado a decir que el matrimonio había sido «largo», no había mencionado que alguna vez hubiera sido bueno o dichoso.

Sin embargo, aunque sólo fuese en las numerosas fotografías de Thomas y Timothy, Eddie veía que algo sí había sido bueno y dichoso, y que los Cole se habían llevado bien en otro tiempo. Había fotos de cenas con otras familias, matrimonios con hijos. Thomas y Timothy también habían celebrado fiestas de cumpleaños con otros niños. Aunque Marion y Ted aparecían pocas veces en las fotografías y los dos chicos (aunque sólo fuesen sus pies) eran el tema principal de cada foto, había suficientes pruebas de que Ted y Marion habían sido felices en el pasado, aunque eso no quería decir necesariamente que lo hubieran sido como pareja. Aun cuando su matrimonio nunca hubiera sido bueno, Ted y Marion lo habían pasado muy bien con sus hijos.

Eddie O'Hare no recordaba que él se lo hubiera pasado tan bien como se veía, abundantemente representado, en aquellas fotografías. Pero se preguntaba qué les habría ocurrido a los amigos de Ted y Marion. Con excepción de las niñeras y las modelos (o la modelo), nunca les visitaba nadie.

Si Ruth Cole, a sus cuatro años de edad, ya comprendía que Thomas y Timothy habitaban ahora en otro mundo, por lo que a Eddie concernía aquellos chicos también habían pertenecido a otro mundo. Habían sido amados.

Todo lo que Ruth estaba aprendiendo, lo aprendía de sus niñeras. Éstas, desde luego, no habían impresionado a Eddie. La primera era una chica del pueblo que tenía un novio con aspecto de matón, también del pueblo…, o así lo suponía Eddie desde su perspectiva exoniana. El novio era un vigilante de la playa dotado de la impermeabilidad al aburrimiento que debe poseer todo muchacho salvavidas. Cada mañana, el matón acompañaba a la niñera a casa de los Cole y, si por casualidad veía a Eddie, lo miraba ceñudo. Aquélla era la niñera que siempre llevaba a Ruth a la playa, donde el vigilante se dedicaba a broncearse.

Durante el primer mes del verano, Marion, que solía llevar a la niñera y a Ruth a la playa y luego iba a recogerlas, le pidió a Eddie que realizara esa tarea un par de veces. En una de esas ocasiones, la niñera y él no cruzaron una sola palabra, y Ruth avergonzó a Eddie al preguntarle de nuevo: «¿Dónde están los pies?»

La niñera que acudía por la tarde era una universitaria que conducía su propio coche. Se llamaba Alice, y se consideraba demasiado superior a Eddie para dirigirle la palabra, excepto para comentarle que en cierta ocasión conoció a una persona que había ido a Exeter. Naturalmente, esa persona se había graduado en el centro antes de que Eddie hubiera iniciado sus estudios, y Alice sólo conocía su nombre, que tanto podía ser Chickie como Chuekie.

—Probablemente es un apodo —le dijo estúpidamente Eddie. Alice suspiró y le dirigió una mirada de conmiseración. Eddie temió haber heredado la tendencia de su padre a decir cosas obvias y que no tardaran en darle espontáneamente un apodo como Minty, del que no podría desprenderse durante el resto de su vida.

La niñera universitaria también tenía un trabajo veraniego en un restaurante de los Hamptons, pero Eddie nunca comía allí. Además, era bonita, por lo que Eddie nunca podía mirarla sin sentirse avergonzado.

La niñera que acudía por las noches era una mujer casada cuyo marido trabajaba de día. A veces llevaba a sus dos hijos, que eran mayores que Ruth pero jugaban respetuosamente con los innumerables juguetes de la pequeña, sobre todo muñecas y casas de muñecas a las que Ruth no hacía ningún caso. Ella prefería dibujar o escuchar cuentos. En la habitación donde jugaba tenía un caballete de pintor profesional, con las patas serradas. Ruth sólo sentía apego por una muñeca sin cabeza.

De las tres niñeras, la del turno de noche era la única que se mostraba amistosa con Eddie, pero éste salía todas las noches, y cuando estaba en casa tendía a quedarse en su habitación. El cuarto y el baño para los invitados se hallaba en un extremo del largo pasillo que había en el piso superior. Cuando Eddie quería poner unas letras a sus padres o escribir en sus cuadernos de notas, casi siempre se quedaba allí solo. En las cartas que escribía a su familia no mencionaba que Ted y Marion pasaban el verano separados, y menos aún que se masturbaba regularmente, estimulado por el aroma de Marion y mientras sostenía alguna prenda seductora de la mujer.

La mañana en que Marion sorprendió a Eddie mientras se masturbaba, el muchacho había dispuesto sobre la cama una verdadera reproducción textil de la mujer: una blusa veraniega color melocotón de una tela fina y liviana, adecuada para la sofocante casa vagón, y sostenes de un color a juego. Eddie había dejado la blusa desabrochada. El sostén, colocado más o menos donde uno esperaría que hubiera un sostén, estaba parcialmente expuesto, pero con una parte cubierta por la blusa, como si Marion se estuviera desvistiendo y hubiese llegado a esa etapa. Esto daba a sus ropas un aire de pasión, o por lo menos de apresuramiento. Las bragas, también de color melocotón, estaban debidamente colocadas (la cintura arriba y la entrepierna abajo) y a correcta distancia del sostén, es decir, como si Marion llevara realmente puestos el sostén y las bragas. Eddie, que estaba desnudo, y que siempre se masturbaba restregándose el pene con la mano izquierda contra la parte interior del muslo derecho, tenía apoyada la cara contra la blusa desabrochada y el sostén. Con la mano derecha acariciaba la inimaginable suavidad sedosa de las bragas de Marion.

A Marion le bastó una fracción de segundo para darse cuenta de que Eddie estaba desnudo y para reconocer lo que estaba haciendo (¡y con qué ayudas visuales y táctiles!), pero cuando Eddie la vio por primera vez, ella ni entraba ni salía de la habitación. Estaba inmóvil como una aparición, algo en lo que sin duda Eddie confió que fuese. Además, no era exactamente Marion, sino más bien su reflejo en el espejo del dormitorio lo que Eddie vio primero. Marion, que podía ver la imagen de Eddie en el espejo y al muchacho real, tenía la singular oportunidad de ver a dos Eddie masturbándose a la vez.

Ella abandonó el umbral con tanta rapidez como había aparecido. Eddie, que aún no había eyaculado, no sólo supo que ella le había visto, sino también que, en un instante, lo había comprendido todo.

—Lo siento, Eddie —le dijo Marion desde la cocina mientras él se apresuraba a recoger las prendas femeninas—. Debería haber llamado.

Una vez vestido, siguió sin atreverse a salir del dormitorio. Esperaba a medias oír las pisadas de la mujer bajando las escaleras que conducían al garaje o, de una manera más misericordiosa, oír el ronroneo del Mercedes al alejarse. Pero ella le estaba esperando. Y como él no había oído sus pasos al subir desde el garaje, dedujo que ella debía de haberle oído gemir de placer.

—Yo he tenido la culpa, Eddie —le decía Marion—. No estoy enfadada, sólo me siento turbada.

—Yo también —musitó él desde el dormitorio.

—No pasa nada, es natural —dijo ella—. Sé que los chicos de tu edad… —Su voz se desvaneció.

Cuando por fin Eddie se atrevió a ir a su encuentro, Marion estaba sentada en el sofá.

—Ven aquí… ¡Mírame por lo menos! —le pidió, pero él permaneció inmóvil, mirándose los pies—. Es cómico, Eddie. Digamos que es cómico y dejémoslo así.

—Es cómico —dijo él, abatido.

—¡Ven aquí, Eddie! —le ordenó Marion.

Él se acercó arrastrando los pies, con la mirada todavía baja.

—¡Siéntate! —Pero lo único que el muchacho pudo hacer fue colocarse rígidamente en el otro extremo del sofá, lejos de ella—. No, aquí. —Dio unas palmadas al sofá, entre los dos.

El chico no podía moverse.

—Eddie, Eddie…, sé que los chicos de tu edad… —repitió—. Es lo que hacéis los chicos de tu edad, ¿no? ¿Puedes imaginarte sin hacer eso?

—No —susurró él, y empezó a llorar. No podía contenerse.

—¡Oh, no llores! —le pidió Marion. Ahora ella nunca lloraba; era como si se le hubieran agotado las lágrimas.

Entonces Marion se sentó tan cerca de él que Eddie notó que el asiento del sofá se hundía y se encontró apoyado contra ella. No dejaba de llorar mientras la mujer hablaba y hablaba.

—Escúchame, Eddie, por favor. Creía que una de las mujeres de Ted se ponía mi ropa, porque a veces las prendas están arrugadas o en perchas que no son las suyas. Pero eras tú, y eras amable de veras…, ¡incluso doblabas mi ropa interior! O intentabas hacerlo. Yo nunca doblo mis bragas y sostenes. Sabía que no era Ted quien los tocaba —añadió al ver que Eddie seguía llorando—. Mira, Eddie, esto me halaga, ¡te lo digo de veras! Éste no es el mejor verano… Me alegra saber que alguien piensa en mí. —Hizo una pausa y, de repente, pareció más azorada que Eddie—. Bueno, no quiero decir que estuvieras pensando en mí —se apresuró a añadir—. Eso sería bastante presuntuoso por mi parte, ¿verdad? Tal vez era sólo mi ropa, pero aun así me siento halagada. Probablemente tienes muchas chicas en las que pensar…

—¡Pienso en ti! —le reveló Eddie—. Sólo en ti.

—Entonces no estés turbado —le dijo Marion—. ¡Has hecho feliz a una señora mayor!

—¡No eres una señora mayor! —exclamó él.

—Cada vez me haces más feliz, Eddie.

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