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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (36 page)

BOOK: Una noche de perros
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«Es así como son los hombres», pensé. Ésta es la sexualidad masculina sin tapujos. No sin amor, pero separada del amor. Breve, limpia, eficiente. El Fiat Panda.

—¿En qué piensas? —preguntó Sarah, con la mirada atenta al suelo mientras caminaba.

—En ti —respondí, casi sin tropezar.

—¿En mí? —Caminamos un rato—. ¿Bueno o malo?

—Oh, bueno, por supuesto. —La miré, pero ella seguía mirando al suelo con el ceño fruncido—. Realmente bueno —añadí.

Llegamos a un estanque y nos detuvimos en la orilla, lo miramos, tiramos piedras al agua, y, en términos generales, dimos gracias al antiquísimo instinto que lleva a la gente hacia el agua. Pensé en la última vez que habíamos estado solos juntos, en la orilla del río en Henley. Antes de Praga, antes de La Espada, antes de toda clase de otras cosas.

—Thomas.

Me volví y le miré la cabeza, porque de pronto tuve la sensación de que había estado ensayando algo en su mente y ahora quería soltarlo lo más rápidamente posible.

—Sarah.

Continuó con la cabeza gacha.

—Thomas, ¿qué te parece si nos largamos?

Hizo una pausa, y entonces, por fin, me miró, con aquellos hermosos y enormes ojos grises, y vi la desesperación en ellos, en las profundidades y en la superficie.

—Juntos. Larguémonos de una puñetera vez.

La miré y exhalé un suspiro. En otro mundo, pensé para mí, podría haber funcionado. En otro mundo, en otro universo, en otro tiempo, como dos personas absolutamente diferentes, podríamos haber dejado atrás todo esto, largarnos a alguna soleada isla del Caribe, y disfrutar del sexo y de litros de zumo de piña, sin parar, durante todo un año.

Pero ahora, no funcionaría. Ahora sabía cosas en las que había pensado mucho tiempo; y había cosas que sabía desde hacía mucho tiempo, y que ahora detestaba saber.

Respiré hondo.

—¿Hasta qué punto conoces a Russell Barnes?

Parpadeó.

—¿Qué?

—Te pregunto hasta qué punto conoces a Russell Barnes.

Me miró por un momento, y después soltó una risa; de la manera que hago yo, cuando me doy cuenta de que estoy metido en un buen lío.

—Barnes —dijo, con la mirada en otra dirección al tiempo que sacudía la cabeza, en un intento por comportarse como si le hubiese preguntado si prefería Coca-Cola o Pepsi—. ¿Qué demonios tiene eso...?

La sujeté por el codo y se lo apreté; tiré para hacer que se volviese hacia mí.

—¿Quieres hacer el puñetero favor de responder a la puta pregunta?

La desesperación en sus ojos comenzaba a dar paso al pánico. La asustaba. Y, si he de ser sincero, me estaba asustando también a mí mismo.

—Thomas, no sé de qué me hablas.

Bueno, hasta la vista.

Se había apagado el último rayo de esperanza. Cuando me mintió, allí, junto al agua, en medio de la noche que se levantaba, supe lo que supe.

—Fuiste tú quien los llamó, ¿no?

Intentó zafarse, y después rió de nuevo.

—Thomas, me haces... ¿qué diablos te pasa?

—Por favor, Sarah —repliqué, sin soltarle el codo—. No actúes.

Ahora comenzaba a asustarse de verdad, e intentó forcejear con fuerza. No la solté.

—Por el amor de Dios... —comenzó, pero sacudí la cabeza y se interrumpió. Sacudí la cabeza cuando me miró con el ceño fruncido, y sacudí la cabeza cuando intentó parecer asustada. Esperé hasta que dejó de hacer todas estas cosas.

—Sarah, escúchame. Sabes quién es Meg Ryan, ¿no? —Asintió—. Pues a Meg Ryan le pagan millones de dólares por hacer lo que tú intentas hacer ahora. Decenas de millones. ¿Sabes por qué? —Me miró—. Porque es muy difícil hacerlo bien, y no hay más de una docena de personas en todo el mundo que puedan hacerlo a esta distancia. Así que no actúes, no finjas, no mientas.

Cerró la boca y de pronto pareció relajarse, así que aflojé la mano y después la solté. Nos quedamos allí como dos adultos.

—Fuiste tú quien los llamó —repetí—. Tú los llamaste la primera noche que fui a tu casa. Tú los llamaste desde el restaurante, la noche en que me atropellaron cuando iba en la moto.

No quería decir la última parte, pero alguien tenía que hacerlo.

—Tú los llamaste, y ellos vinieron para matar a tu padre.

Lloró durante más o menos una hora, en Hampstead Heath, en un banco, a la luz de la luna, en mis brazos. Todas las lágrimas del mundo rodaron por sus mejillas y empaparon la tierra.

Hubo un momento en que el llanto se hizo tan violento y tan estruendoso que comenzamos a tener un público un tanto disperso que comentaba en voz baja si sería prudente llamar a la policía; aunque después lo pensaron mejor. ¿Por qué la rodeaba con los brazos? ¿Por qué abrazaba a una mujer que había traicionado a su propio padre y que me había utilizado como si fuera un pañuelo de papel?

Que me ahorquen si lo sé.

Cuando por fin comenzó a amainar el llanto, seguí abrazándola, y noté cómo su cuerpo se sacudía y temblaba de la misma manera que los niños hipan después de una llantera.

—No tenía que morir —afirmó repentinamente, con una voz clara y fuerte, que me hizo creer que venía de alguna otra parte. Quizá sí—. No tenía que haber sucedido. La verdad —se limpió la nariz con la manga— es que me prometieron que no le pasaría nada. Dijeron que, si no hacía nada, entonces todo estaría en orden, que ambos estaríamos seguros, y que ambos seríamos...

Titubeó, y pese a toda la calma en su voz, comprendí que la culpa la mataba.

—¿Que ambos seríais qué?

Echó la cabeza hacia atrás, estiró su largo cuello y le ofreció la garganta a alguien que no era yo.

Entonces se rió.

—Ricos.

Por un momento, yo también me sentí tentado de reír. Sonaba a una palabra ridícula. Sonaba a un nombre, un país, o una ensalada. Fuera lo que fuese esa palabra, seguramente no significaba tener un montón de dinero. Era pura y sencillamente demasiado ridículo.

—¿Te prometieron que seríais ricos?

Respiró hondo y exhaló un suspiro, y su risa se apagó tan de prisa que quizá nunca se había reído.

—Sí. Ricos. Dinero. Dijeron que tendríamos dinero.

—¿Se lo dijeron a quién? ¿A vosotros dos?

—Oh, Dios, no. Papá no hubiese... —Se interrumpió, sacudida por un violento temblor. Luego levantó la barbilla y cerró los ojos—. Él ya estaba mucho más allá de hacer caso de ese tipo de cosas.

Recordé su rostro. La expresión decidida, ilusionada, de alguien que ha vuelto a nacer. La expresión de un hombre que ha pasado su vida haciendo dinero, abriéndose camino, pagando sus facturas, y después, justo a tiempo, descubrió que, después de todo, ése no era el objetivo del juego. Había visto una oportunidad para enderezar las cosas.

¿Eres un hombre bueno, Thomas?

—Así que te ofrecieron dinero.

Abrió los ojos y sonrió fugazmente, y después se sonó la nariz.

—Me ofrecieron toda clase de cosas. Todo lo que puede pedir una muchacha. Todo lo que una muchacha ya tenía, hasta que su padre decidió que iba a quitárselo.

Permanecimos sentados durante un rato, cogidos de la mano, entretenidos en pensar y hablar de lo que ella había hecho. Pero no llegamos muy lejos.

Cuando comenzamos, ambos creíamos que ésa sería la más importante, profunda y larga conversación que cualquiera de los dos habíamos mantenido con otro ser humano. Casi de inmediato, comprendimos que no. Porque no tenía sentido. Había tanto que decir, tal cúmulo de explicaciones que escuchar, y no obstante, vaya uno a saber por qué, nada de todo aquello necesitaba ser manifestado.

Así que lo diré yo.

Al mando de Alexander Woolf, la compañía Gaine Parker Inc. había fabricado muelles, cerrojos, sujetadores de puertas, asideros para alfombras, hebillas, y mil cosas más típicas de la vida occidental. Habían producido cosas de plástico, cosas de metal, cosas electrónicas, cosas mecánicas, algunas de ellas para venderlas a las tiendas, otras para otros fabricantes, y algunas para el gobierno de Estados Unidos.

Esto, al principio, fue bueno para Gaine Parker. Si puedes fabricar un inodoro que le guste al jefe de compras de Woolworths, has triunfado. Si puedes hacer uno que le guste al gobierno norteamericano, al cumplir con todas las especificaciones exigidas para un inodoro militar —y os aseguro que existe, y que tiene sus especificaciones, y a ojo de buen cubero diría que dichas especificaciones probablemente ocupan treinta folios por ambos lados—, si puedes hacerlo, entonces, no sólo has triunfado, sino que digamos que te ha tocado el premio gordo.

Gaine Parker no fabricaba inodoros. Fabricaba un interruptor electrónico que era muy pequeño y hacía algo muy interesante con los semiconductores. Además de ser indispensable para los fabricantes de termostatos de los aparatos de aire acondicionado, el interruptor también encontró un hueco en el mecanismo de refrigeración de un nuevo motor diesel sujeto a las especificaciones militares. Así fue como, en febrero de 1972, Gaine Parker y Alexander Woolf se convirtieron en subcontratistas del Departamento de Defensa norteamericano.

Las bendiciones aportadas por este contrato eran ilimitadas. Además de permitir, o incluso alentar, que Gaine Parker cargase ochenta dólares por un artículo que en el mejor de los casos valía cinco en el mercado, el contrato era un sello de garantía, un aval de las excelencias de su calidad, que llevó a que los clientes de pequeños interruptores que hacían cosas interesantes de todo el mundo hicieran cola ante la puerta de Woolf.

A partir de ese momento, nada podía ir mal, y nada lo fue. La posición de Woolf en el negocio
matériel
creció y creció, y su acceso a las personas importantes que dirigían ese mundo —y por tanto se puede decir sin temor a equivocarse que dirigían el mundo— no le fue a la zaga. Le sonreían, bromeaban con él, y avalaron su solicitud de socio en el club de golf St. Regis en Long Island. Lo llamaban a medianoche para mantener largas conversaciones sobre esto y lo otro. Lo invitaban a navegar con ellos, y, lo que era más importante, aceptaron sus invitaciones. Enviaron felicitaciones de Navidad a la familia, y después regalos de Navidad, y llegó el momento en que lo invitaron a ser uno de los doscientos invitados en las cenas del partido republicano, donde se hablaba mucho del déficit presupuestario y de la regeneración de la economía norteamericana. Cuanto más subía, más eran los contratos que conseguía, y más reducidas e íntimas las cenas. Hasta que, finalmente, dejaron de tener cualquier relación con la política partidista. Tenían más relación con la política del sentido común, ya me entendéis. Fue al final de una de estas cenas que otro gran capitán de la industria, su juicio obnubilado por un par de botellas de burdeos, le contó a Woolf un rumor que le había llegado. El rumor era absolutamente fantástico, y Woolf, por supuesto, no se lo creyó. De hecho, lo encontró tan divertido, tanto, que decidió compartir las risas con una de las personas importantes, en el transcurso de una de las habituales conversaciones a medianoche, y descubrió que le habían cortado antes de llegar a la culminación.

El día que Alexander Woolf decidió plantarle cara al complejo militar-industrial fue el día en que todo cambió; para él, para su familia y para la empresa. Las cosas cambiaron rápidamente, y cambiaron para bien. Arrancado de su sopor, el complejo militar-industrial levantó perezosamente una de sus grandes zarpas, y lo apartó, como si no fuese más que un simple ser humano.

Le cancelaron los contratos existentes y los futuros. Arruinaron a sus proveedores, destruyeron su fuerza laboral, y lo investigaron por evasión de impuestos. Compraron las acciones de la compañía en unos pocos meses y las vendieron en unas pocas horas, y cuando eso no les funcionó, lo acusaron de ser un narcotraficante. Incluso lo expulsaron del St. Regis por no reponer un palo de golf.

Nada de todo esto preocupó a Alexander Woolf en lo más mínimo, porque tenía claro que había visto la luz, y la luz era verde. Pero sí preocupó a su hija, y la bestia lo sabía. La bestia sabía que Alexander Woolf se había iniciado en la vida con el alemán como lengua materna, y que América había sido su primera religión; que a los diecisiete vendía perchas en la parte trasera de una furgoneta, vivía solo en un sótano en Lowes, New Hampshire; que sus padres habían muerto, y que no tenía ni diez dólares suyos. De ahí había salido Alexander Woolf, y ahí era donde estaba preparado para volver, si era necesario volver. Para Alexander Woolf, la pobreza no era una cosa oscura o desconocida a la que había que temer.

Pero su hija era otro cantar. Su hija no había conocido más que mansiones, piscinas enormes, cochazos y ortodoncias de esas que valen un riñón y parte del otro, y la pobreza la aterraba. El miedo a lo desconocido la hacía vulnerable, y la bestia también lo sabía.

Un hombre le hizo una proposición.

—Ya lo ves —dijo.

—Sí.

Le castañeteaban los dientes, y eso me hizo comprender cuánto tiempo llevábamos sentados y lo mucho que quedaba por hacer.

—Será mejor que te lleve a casa —dije, y me levanté.

En lugar de levantarse conmigo, se acurrucó en el banco, con los brazos cruzados sobre el estómago como si le doliese. Porque le dolía. Cuando habló, su voz sonó tan baja que tuve que ponerme en cuclillas a sus pies para oírla. Cuanto más me agachaba, más agachaba ella la cabeza para no mirarme a los ojos.

—No me castigues. No me castigues por la muerte de mi padre, Thomas, porque puedo hacerlo sin tu ayuda.

—No te castigo, Sarah. Sólo voy a llevarte a tu casa, nada más.

Levantó la cabeza y me miró de nuevo, y vi cómo un nuevo miedo aparecía en sus ojos.

—Pero ¿por qué? Quiero decir que ahora estamos aquí, juntos. Podemos hacer cualquier cosa. Ir a cualquier parte.

Miré al suelo. Ella aún no lo había entendido.

—¿Adonde quieres ir?

—Qué más da. —Su voz sonaba más fuerte a medida que crecía la desesperación—. El caso es que podemos irnos. Por Dios, Thomas, tú lo sabes... te controlaron porque me amenazaban, y me controlaron a mí porque te amenazaban. Es así como lo hicieron. Eso se ha acabado. Podemos irnos. Largarnos.

Sacudí la cabeza.

—Me temo que ahora no es así de sencillo, si es que alguna vez lo fue.

Me detuve y pensé en cuánto debía decirle. La verdad es que no debía decirle nada, pero qué coño.

—Esto no sólo nos concierne a nosotros dos. Si nos vamos, morirán otras personas. Por nosotros.

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