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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (19 page)

BOOK: Una vida de lujo
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Apartó de su mente el coro, las caras, las débiles llamas de las velas de cera. Vio a su padre en su cabeza. En la calle Skeppargatan. En la camilla. Debajo de una manta amarilla. Sucio. Ensangrentado. El silbido provocado por la explosión seguía en sus oídos. Aun así: su padre no tenía ese silbido.

El silbido. Papá.

El caos.

Ella corriendo a su lado.

Tuvieron que apartarla de la ambulancia con fuerza.

Diez horas después del estallido de la bomba, se encontraba en una pequeña habitación del hospital. Nada de ramos de flores, nada de cajas de bombones. Solo aparatos con números digitales. Primero no habían querido decir dónde estaba su padre, pero esta vez Natalie exigió que la llevaran hasta él. La estructura de la cama era de metal y resplandecía a la luz de los rayos de sol que entraban por las persianas. Llevaba una venda que le cubría media cara y tenía tubos metidos en la nariz y en los brazos.

Su madre estaba en el pie de la cama, sollozando. Natalie y Göran estaban cada uno en una silla. Tenía que haber sido Stefanovic, pero decían que él también estaba en cuidados intensivos. Fuera, un policía montaba guardia. Sospechaban que pudiera haber más violencia.

Al cabo de un rato, una enfermera entró en la habitación.

—Tienen que salir ahora. Hay que operarle otra vez.

Su madre dejó de llorar.

—¿Qué van a hacer?

—Tendrá que preguntárselo al médico.

—¿Es tan grave como la operación anterior?

—Lo siento, no puedo decírselo.

Su madre y Göran se levantaron. Natalie no quería marcharse. Quería quedarse allí, quería estar al lado de su padre el resto de su vida.

—Vamos, cariño. Tenemos que salir —dijo su madre en serbio.

Natalie se levantó, inclinándose para besar la frente de su padre.

Entonces: su mano tembló.

Natalie miró hacia abajo. Puso la mano sobre la suya. Era más que un temblor. Movía los dedos.

—Espera, mamá. Se está moviendo.

Su madre dio unos pasos rápidos hacia delante. Göran también se acercó para ver mejor.

Su padre levantó la mano del colchón.

A Natalie le parecía que quería decir algo. Se acercó más.

Oyó una leve respiración.

Sintió a su madre justo por detrás.

Otra respiración.

Después una voz débil. Su padre susurrando en serbio:

—Ranita mía.

Natalie le apretó la mano.

—¿Qué dice? —dijo Göran.

—Cállate —susurró Natalie, sin darse la vuelta.

Göran se inclinó hacia delante, tratando de escuchar.

La voz de su padre otra vez.

—Ranita mía. Ahora tú te encargas.

Natalie le miró. No podía ver el movimiento en sus labios. La habitación estaba sumida en un silencio absoluto.

—Ahora tú estás al mando de todo —dijo su padre otra vez.

El obispo pronunció su discurso. Llevaba algo parecido a una mezcla entre un vestido negro con ornamentos dorados y una capa de mago. Natalie había ido a misas serbio-ortodoxas unas siete veces en su vida, y siempre en Semana Santa. Pero hoy no era un cura cualquiera. El obispo era un pez gordo del mundo eclesiástico. El obispo Milomir: obispo de Gran Bretaña y de los países nórdicos. Normalmente estaba en Londres, pero para esto había acudido enseguida.

El obispo seguía hablando. De cómo su padre había llegado a Suecia en 1981 en busca de trabajo. Cómo había empezado a trabajar en Scania, en Södertälje. Cómo había avanzado, montando empresas, creando negocios. Se convirtió en un hombre adinerado, un hombre de éxito, un ciudadano respetado. Cómo seguía yendo a misa con regularidad, donando dinero para fines benéficos y para la construcción de la iglesia de Enskede Gård. Sobre todo: cómo nunca traicionaba al pueblo serbio y la fe serbia. Era evidente que había oído algunas cosas de otros, o simplemente se las había inventado. Como por ejemplo eso de que su padre iba a misa con regularidad; había tanta verdad en esa afirmación como en decir que existían las chuches frescas.

El coro cantó otra vez. El obispo giró una lámpara de aceite sobre el suelo. Todos cantaron juntos: el himno nacional no oficial a san Jorge; era más apropiado que nunca. Las velas que todo el mundo sujetaba en sus manos estaban a punto de extinguirse. Las llamas oscilaban lentamente. Ya llevaban más de una hora encendidas.

El obispo comenzó a leer en eslavo de la iglesia. Echó aceite sobre el cuerpo de su padre. Gotas sobre su pálida frente.

El olor a mirra. El coro salmodiando con monotonía.

Ya había terminado.

El cura sueco de Södertälje anunció que había llegado el momento del último beso. Su madre comenzó a moverse. Había que hacerlo en un orden especial y tenías que volver a tu sitio en sentido contrario a las agujas del reloj.

Natalie sujetaba su mano con fuerza.

Se acercaron a su padre.

Su pelo color ceniza parecía más claro que antes. La mandíbula, que solía parecer tan ancha cuando sonreía a Natalie, ahora daba la sensación de ser estrecha. El cuello, que siempre había parecido tan fuerte, ahora era delgado como el cuello de un pájaro.

Su madre se agachó y dio un beso ligero en la frente de su padre.

Natalie se colocó encima del ataúd. Tenía la sensación de que todo el mundo de la capilla se paraba para observarla. Esperando para ver qué hacía.

Bajó la mirada. La cara de su padre. Los ojos cerrados. Las pestañas brillantes.

Se inclinó más. Paró con su boca a unos milímetros de la frente de su padre. No lloraba. No pensaba. No estaba afligida.

Solo un pensamiento en su cabeza: «Papá, estarás orgulloso de mí. Los que han hecho esto se arrepentirán».

Después lo besó.

La muchedumbre comenzó a dispersarse. Ahora quedarían cien personas en el cementerio. Incluso los policías se alejaban del lugar en sus coches.

Natalie empezó a caminar hacia un taxi que había pedido hacía más de quince minutos. Solo eso la irritaba; tener que esperar un cuarto de hora cuando debería haber coches a la vuelta de la esquina.

Viktor caminaba unos pasos por detrás de ella. Su madre se lo había dejado claro: «Todavía no estáis casados, así que no puede estar a nuestro lado en la capilla».

Parecía que a Viktor le daba igual. A decir verdad, parecía que todo le daba igual últimamente.

Un poco más allá, junto a la valla, apareció Göran.

La cabeza ligeramente inclinada hacia delante. La expresión de Göran era grave.

Se detuvo delante de ella.

Derecha, izquierda, derecha. A pesar de que ya le había dado los besos antes del entierro.

—Natalie, lo lamento —dijo.

Se preguntó por qué lo repetía ahora.

Le estrechó la mano. Cogió la mano de Natalie en la suya. La sujetó durante unos segundos. La apretó. Sus ojos grises miraban fijamente a los suyos. Su mirada no era de compasión, como la de los demás. Era firme. Decidida.

Soltó su mano. Siguió hacia el cementerio donde todavía estaban su madre y algunas personas más.

Natalie se quedó. Miró su mano.

Una nota arrugada.

La abrió; las palabras estaban escritas a lápiz, con una letra descuidada. Dos palabras y una hora: «Stefanovic. Mañana 18.00».

Viktor la alcanzó.

—¿Qué era eso?

Natalie dobló los dedos sobre la nota.

—Nada.

El taxi estaba esperando al otro lado de la verja. Vio cómo un policía entraba en un coche un poco más adelante.

—Nada de nada…

Capítulo 16

J
orge iba rumbo a casa de Paola. Y de Jorgito. Se esforzaba por mantener la velocidad legal. Después de la historia de la persecución, era todavía más importante rebajar los riesgos a cero.

Tenía la mollera llena de detalles. El plan estaba en pleno proceso de desarrollo. Después de semanas de planificación, estaban a punto de ponerlo en marcha.

Shiiit
, tío; qué pedazo de subidón.

El tema de las imitaciones de armas ya estaba arreglado: Javier había robado pistolas Taurus de Jula. Copias de Parabellum, un arma de la policía brasileña. Negras, suficientemente pesadas. Parecían la hostia de reales. Era increíble: el Estado sueco quería controlar las armas, pero entonces ¿cómo era posible que cualquier chorbo pudiera hacerse con una copia perfecta en cuestión de minutos?

La idea era del Finlandés: dejarían un arma falsa tras el robo; así no podrían ser condenados por atraco a mano armada si se jodieran las cosas.

Robert y Sergio habían robado coches en Noruega y los habían aparcado en la casita de verano de Jimmy; otra idea del Finlandés. Los limpiaron de huellas dactilares. Los cubrieron con lonas.

El Finlandés los puso en contacto con cantidad de traficantes de armas sirios de los gordos. Les habían prometido al menos un Kala más una pistola de alguna marca guay. Jorge todavía no había decidido quién llevaría el Kaláshnikov, pero debería ser para él. El arma de más peso, al tío de más peso.

Jorge dio vueltas por la ciudad todos los días. Comprobando cosas de las comisarías, de la zona alrededor de Tomteboda, de las vías de escape. Mantuvo a los chicos controlados. Intercambiaba ideas con el Finlandés. Hablaba con Tom sobre la posibilidad de conseguir un contrato de alquiler de segunda mano en algún sitio.

Los planes iban tomando forma. Pero todavía había dos cosas que le roían por dentro: ¿cómo iban a forzar la valla? Y sobre todo: ¿cómo iban a entrar en la cámara?

Se podía cortar la valla con una cizalla en varios puntos, pero no era suficiente. Tenían que entrar y salir en coche. Y el único sitio donde había un camino asfaltado pasaba por la verja. Así que era la verja o nada, y había que reventarla; era la hostia de sólida. El Finlandés informó: verja industrial de una clase de seguridad estándar. Una cizalla nunca haría el trabajo, pero el Finlandés dijo que una rotaflex fuerte funcionaría. El problema: no iban a tener tiempo para bajar de un vehículo y ponerse a cortar la verja en pedazos. Tenían que encontrar otra manera de hacerlo. La pregunta era cuál.

Pasaba lo mismo con la cámara. Necesitarían volarla para entrar. La alternativa era que el contacto de dentro encontrase a alguien que pudiera abrirla desde el interior, pero eso no iba a suceder. En otras palabras: iban a necesitar dinamita.

El Finlandés lo había dejado claro:

—Para que funcione, necesitamos unos planos serios del lugar. Sin planos no se puede dejar que nadie calcule la carga explosiva necesaria y todo eso. ¿Lo entendéis?

Jorge lo entendía: sin planos, podían olvidarse de la cámara.

Jorge tenía tantas ganas de encontrar soluciones propias. Pero el Cerebro era el cerebro en esto. Además: el Finlandés también tendría que trabajar un poco. Tal y como estaban las cosas ahora mismo: Jorge se rompía la espalda mientras el Finlandés se limitaba a mandar y a filosofar sobre esto y lo otro. Dando órdenes. Decidiendo las cosas. Pero terminaría con los papeles invertidos. Jorge y Mahmud: ya habían planificado su pequeña estrategia personal.

Otra área problemática estaba tomando forma: Viktor. No bastaba con la actitud chorra que había mostrado en la reunión; el pavo arrastraba los pies con las cosas que Jorge le había pedido. Tenía que haber conseguido guantes de trabajo, monos, etcétera. En lugar de esto, lloriqueaba cada vez que Jorge hablaba con él. Decía que todo el asunto se les estaba escapando de las manos. Que era demasiado peligroso, demasiado
crazy
. Que las condenas serían demasiado largas si fallaban.

A menudo ni devolvía sus llamadas.

Después de unos días: el tío se esfumó del mapa, más o menos. Jorge llamó dos, tres veces. Pero al vikinguillo pringado se la sudaba devolverle la llamada. Jorge habló con Tom. Le pidió que parloteara con su colega, que hiciera que Viktor se diera cuenta. A Jorge le quedaban dos milímetros de paciencia antes de explotar en la cara del chorbo.

Pasaron los días. No ocurrió nada.

Jorge salió del coche. Interrumpió sus pensamientos de atracador. Levantó la mirada hacia el piso de Paola. Quinta planta. La calle Hägerstensvägen. En Örnsberg. Paola: había ido a vivir lo más lejos que podía de su patria, Sollentuna. Una señal; quería mostrar que ella llevaba las riendas de su propia vida. Pero Jorge se preguntaba si había olvidado a su madre. Vale, seguramente quedaba con ella con más frecuencia que él. Pero Jorge al menos vivía más cerca.

Tocó el timbre de la puerta.

Oyó un ruido que venía desde dentro. Vio algo que oscureció la mirilla.

Dos segundos más tarde: ella abrió.

—Entra —dijo.

Él se quitó los zapatos. Entró en el piso. Había piezas de Lego y Playmobil en el suelo.

Jorgito vino corriendo.

—Hola, hola, hola. ¡Ven a ver!

Jorge levantó al niño, lo tiró al aire, le besó las mejillas.

Dijo las mismas cosas en español que su madre siempre había dicho.


¡Caramba, cómo has crecido
!

Entraron en el cuarto del chiquillo. Papel pintado azul con animales. Una alfombra con motivos de calles y casas. Juguetes de plástico por todas partes.

Los pasos lentos de Paola al fondo.

Puso a Jorgito sobre el suelo. Miró a Paola.

—¿Qué pasa?

—¿Qué?

—Paola, no lo intentes. Puede que no me conozcas a mí, pero yo a ti te conozco. ¿Qué te pasa?

Paola se agachó. Cogió la mano de Jorgito.

—Ven, vamos a la cocina.

Tenía la cara tensa.

Se puso delante de ella. Ella lo rodeó para llegar al fregadero. Preparó un vaso de zumo para el pequeño Jorge.

Jorge se puso delante de ella otra vez. Cogió su cara entre las manos.

—Paola,
¿qué
es lo que te pasa?

—Hoy me han despedido.

Paola tenía pinta de estar destrozada. A punto de hacer pucheros. Soltó la mano de su hijo. No quería que la viera si se ponía a llorar. El chiquillo miró a Jorge.

—¿Me has traído alguna avioneta hoy?

Jorge trató de sonreír. La última vez que había estado allí le había traído un avión de Playmobil. Esta vez tenía otro regalo.

Joder, no tenía tiempo para problemas familiares ahora mismo. La planificación del ATV consumía todo su tiempo. Aun así: sabía cómo se había alegrado Paola por haber conseguido el trabajo como administrativa en una empresa de informática. Además: sabía que le resultaba muy difícil salir adelante como madre soltera.

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