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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (22 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Y en ese momento recordé el pensamiento que me había estado importunando todo ese tiempo. Cuando John Queensland había descrito su bolsa de golf, dijo que tenía pegatinas por todas partes. La misma bolsa de palos de golf que llevaba Bankston a su casa el miércoles, tan tarde después de la hora del almuerzo que no esperaba encontrarse conmigo, y mucho menos saliendo por la puerta de los Crandall. Bankston se la había robado a John Queensland.

¿Había estado Phillip en la casa de Bankston? Apunté la linterna hacia la cerradura. «Esto no puede considerarse allanamiento», me dije, histérica. Tenía una llave. Era la casera. La metí en la cerradura, abrí la puerta con mucho sigilo y entré.

No llamé. Dejé la puerta trasera abierta.

La luz de la cocina estaba encendida y el conjunto que formaba con el salón estaba hecho un desastre. En la encimera había un libro de la biblioteca abierto, uno que yo misma tenía en mi colección personal: Beyond Belief, de Emlyn Williams. Me mareé y tuve que inclinarme para leerlo.

En esta ocasión habían decidido seguir el patrón de Myra Hindley y Ian Brady, los «Asesinos del páramo». Iban a matar a un niño. Iban a matar a mi hermano. El monstruo no estaba metido en una celda de la cárcel de Lawrenceton. Los monstruos vivían aquí mismo.

Hindley y Brady torturaban a los niños durante varias horas, así que cabía la posibilidad de que Phillip siguiera con vida. Si estaba en el coche, si lo estaban llevando a casa de Melanie, estuviese donde estuviese (vale, la misma calle donde vivía Jane Engle), quizá hubiera dejado algún rastro.

Dejando de lado el sigilo, subí corriendo las escaleras. No había nadie. En el dormitorio más grande había una cama de matrimonio y un rollo de cuerda al lado. Sobre el tocador habían dejado una cámara.

Hindley y Brady, dos oficinistas de bajo nivel que se conocieron en el trabajo, habían grabado en cinta y fotografiado a sus víctimas.

El otro dormitorio estaba lleno de material para hacer ejercicio, el origen de la mejora muscular de Bankston. Había una caja archivadora con la tapa deslizada hacia atrás y la llave aún puesta en la cerradura. Deseaba ver cualquier cosa que guardase bajo llave. La abrí del todo y las revistas de su interior se derramaron como un chorro de lodo. Miré horrorizada la que estaba abierta. No sabía que se pudieran comprar fotos de mujeres tratadas de ese modo. Cuando supe del movimiento antipornográfico, pensé en mujeres que, al menos aparentemente, estaban dispuestas, cobraban y seguían sanas después de la sesión fotográfica.

Bajé corriendo por las escaleras, eché un vistazo al salón y abrí los armarios. Nada. Abrí la puerta del sótano. La luz estaba apagada, así que la escalera se sumía en la oscuridad en su medio tramo final. Pero había algo blanco en uno de los peldaños inferiores, apenas visible gracias a la poca luz que se colaba desde la cocina.

Bajé los peldaños y me agaché para recogerlo. Era un cromo de béisbol.

Oí un ruido ahogado y tuve tiempo para pensar: «¡Phillip!», pero entonces sentí un punzante dolor por el hombro y el cuello. Caí de frente, los brazos y las piernas enmarañados, dando con la cara en el borde de las escaleras. Lo siguiente que supe era que estaba tumbada en el suelo del sótano, contemplando el rostro de Bankston que se cernía sobre mí, más impasible que nunca bajo la tenue luz, aunque sonriente como una gárgola. Tenía un palo de golf en la mano.

Había otro interruptor al fondo de las escaleras y lo pulsó. Volví a escuchar el sonido ahogado y, con gran dolor, volví la cabeza para ver a Phillip, amordazado y con las manos atadas, sentado en una silla recta junto a la secadora. Su cara estaba empapada de lágrimas y su cuerpecito se había hecho todo el ovillo que le permitía la silla. Sus pies no tocaban el suelo.

Se me partió el corazón.

Toda mi vida había oído decir eso a la gente; que se les había roto el corazón porque su amor les había dejado, porque se les había muerto el gato o porque habían roto el jarrón de la abuela.

Iba a morir y mi hermano también iba a pagarlo con su vida, y se me partió el corazón ante la perspectiva de lo que podría durar hasta que se cansasen de él y lo matasen.

—Te oímos entrar —dijo Bankston, sonriente—. Estábamos aquí esperándote, ¿no es así, Phillip?

Increíble; Bankston, el banquero. Bankston, el de la lavadora y secadora tono almendra a juego. Bankston, el que concede un préstamo para un empresario por la tarde y se dedica a machacar la cabeza de Mamie Wright por la noche. Melanie, la secretaria; la que ocupa su tiempo libre matando a los Buckley con un hacha mientras su jefe está fuera. La pareja perfecta.

Phillip lloraba desconsoladamente.

—Cállate, Phillip —le dijo el mismo hombre que había estado jugando al béisbol con él esa tarde—. Cada vez que llores, pegaré a tu hermana. ¿Verdad que sí, hermanita? —Y Bankston descargó un golpe con el palo de golf que me rompió la clavícula. Mi aullido debió de ahogar los pasos de Melanie, porque de repente vi que estaba allí, mirándome con placer.

—Cuando llegué, el espantapájaros estaba registrando el aparcamiento —le contó a Bankston—. Aquí está la grabadora. ¡No puedo creer que nos la hubiésemos olvidado!

Caramba, vaya pareja de chiflados. Había sonado como la típica ama de casa que se olvida de la ensalada de patatas en la nevera justo cuando la familia está saliendo para un picnic.

Cuando el dolor amainó lo suficiente como para pensar, decidí que el «espantapájaros» al que se refería era Robin. Me esforcé para volver a mirar a Phillip. Intenté desterrar el dolor para infundirle seguridad, pero apenas pude mantener la vista en él sin gritar. Si lo hacía, Bankston me molería a palos.

O puede que pegase a Phillip.

—¿Qué opinas? —le preguntó Bankston a Melanie.

—Será imposible sacarlos de aquí ahora —dijo ella con suma naturalidad—. El otro me ha dicho que ha llamado a la policía. Será mejor que uno de nosotros suba pronto para unirse a la búsqueda. Si no lo hacemos, supongo que la poli querrá registrar la casa y sospechará. No nos podemos permitir eso, ¿verdad? —Y sonrió pícaramente, dándome un golpecito en la pierna con su pie, como si yo fuese una travesura que tuviesen que ocultar por conveniencia. Me pilló mirándola—. Levántate y ponte junto al niño —ordenó antes de darme una patada. Sollocé—. Siempre quise hacer eso —le dijo a Bankston con una sonrisa.

No eran solo los golpes los que me dificultaban el movimiento, sino la conmoción. Me encontraba en ese sótano prosaico a más no poder con esas dos personas, prosaicas a más no poder, monstruos que iban a matarme junto a mi hermano. Durante años había leído y me había maravillado acerca de gente que vivía puerta con puerta con psicópatas sin sospechar nunca nada. Y allí me encontraba yo, intentando arrastrarme desesperadamente sobre el suelo de cemento de un edificio propiedad de mi madre mientras mis amigos buscaban fuera a mi hermano, sencillamente porque pensé que algo así jamás iba a pasarme. Tardé un poco en ponerme junto a Phillip, a pesar de las patadas que me propinó la joven que conocía de toda la vida y con la que había ido a la iglesia más de una vez. Agarré el borde de la silla y me arrastré como pude hasta arrodillarme, rodeando torpemente a mi hermano con el brazo sano. Recé por que Phillip se desmayara. Su expresión era mucho más de lo que podía soportar y no encontraba consuelo para él. Estábamos ante dos demonios, y todas las normas de educación y cortesía con las que nos habíamos criado con tanto esmero Phillip y yo ya no tenían validez alguna. No había recompensa para el buen comportamiento.

—Tengo la grabadora, pero ahora no podemos usarla —se quejaba Melanie—. Creo que empezó a sospechar cuando me vio salir del aparcamiento. No quería ayudarla a buscar, así que tuve que fingir que no la había oído. Creo que esta noche no vamos a tener diversión.

—No lo he planeado lo suficiente —convino Bankston—. Ahora se pasarán toda la noche buscándolos, y encima tendremos que sumarnos a la búsqueda. Al menos, ahora que tenemos sus llaves, no podrán usar el juego maestro para entrar aquí. —Las sostuvo visiblemente. Debí de perderlas mientras caía por las escaleras.

—¿Crees que insistirán en registrar todos los apartamentos? —preguntó Melanie, ansiosa—. No podemos negarnos si lo piden.

Bankston meditó. Aún estaban al pie de las escaleras. No podría alcanzarlas. No podía ver ningún arma, aparte del palo de golf, pero aunque los atacara con el brazo bueno y la poca energía que me quedaba, los dos me reducirían con facilidad y nadie oiría el ruido, a menos que los Crandall hubieran decidido pasar la noche en su sótano.

—Tendremos que improvisar —resolvió finalmente Bankston.

¡La pelota de béisbol! Quizá Robin la viera, como la vi yo.

—¿Hablaste con alguien antes de entrar? —preguntó Bankston.

—Solo lo que te he dicho antes. Robin me preguntó si había visto al crío y le dije que no, pero que me encantaría ayudar en la búsqueda —respondió Melanie sin rastro de ironía—. Roe se dejó la puerta trasera abierta, pero la he cerrado con llave. Y he recogido el bate del niño, que seguía en el patio.

Aquella era nuestra sentencia de muerte, pensé.

Bankston maldijo.

—¿Cómo acabó ahí fuera? Estaba seguro de haberlo metido en casa.

—No te preocupes —dijo Melanie—. Aunque lo hubieran encontrado, podrías haber dicho que se lo estabas guardando, pero que nunca se presentó para reclamarlo.

—Tienes razón —admitió Bankston, convencido—. ¿Y qué hacemos con estos dos? Si los dejamos amordazados aquí mientras subimos a buscar con los demás, podrían soltarse. Si los matamos ya, perdemos la diversión con el chico. —Avanzó hacia nosotros, seguido por Melanie.

—Actuaste impulsivamente cuando lo secuestraste —observó Melanie—. Creo que deberíamos encargarnos de ellos ahora y esconderlos bien. Luego, cuando se calmen los ánimos y dejen de buscar, veremos si podemos meterlos en el coche y tirarlos por ahí. La próxima vez intenta contenerte, haremos lo que hemos planeado sin extras.

—¿Me estás criticando? —se revolvió Bankston. Su tono era bajo y amenazante.

La expresión de Melanie cambió por completo. Jamás había visto nada parecido. Se acobardó, se doblegó y se convirtió en otra persona.

—No, jamás —lloriqueó y se inclinó para lamerle la mano. Vi sus ojos. Estaba interpretando, y eso la excitaba inmensamente.

Se me revolvió el estómago. Ojalá estuviese interponiéndome lo suficiente en la línea visual de Phillip. Me arrimé más a él, a pesar de que el dolor de la clavícula se hacía cada vez más intenso. Phillip estaba temblando y se había orinado encima. Su respiración era cada vez más entrecortada y de vez en cuando afloraban sollozos apagados.

Melanie y Bankston se estaban besando y este se desvió un poco para morderle el hombro. Ella lo abrazó como si ambos estuviesen dispuestos a hacerlo allí mismo, pero en ese momento se separaron y ella dijo:

—Será mejor que acabemos ahora. ¿Por qué correr más riesgos?

—Tienes razón —convino Bankston. Pasó el palo de golf a su compañera y ella lo agitó en el aire ensayando el golpe mientras él rebuscaba en sus bolsillos. Con sus pantalones negros, jersey verde y el pañuelo anudado al cuello, Melanie parecía a punto de ir a pasar unas horas en el club de campo. El palo silbó a pocos centímetros de mí en ese diminuto espacio e iba a protestar cuando me di cuenta de que a Melanie no podía importarle menos. Las viejas asunciones son difíciles de reprimir.

Vi un pie asomando por las escaleras, tras ellos.

—Dame tu pañuelo, Mel —dijo Bankston de repente. Melanie se lo desató al instante—. Así será menos aparatoso, y es la primera vez que lo intento —observó él, feliz. En ningún momento nos miraron a mí o a Phillip, salvo de pasada, y tenía la certeza de que, para ellos, no éramos personas en absoluto.

Al pie se le unió otro igual, y el primero avanzó silenciosamente sobre el siguiente peldaño.

—Quizá debería grabar esto —dijo Melanie alegremente—. No es lo que teníamos planeado, pero seguro que será interesante.

El siguiente paso hizo ruido y yo empecé a chillar:

—¡Ojalá os pudráis en el infierno! ¿Cómo podéis hacerme esto? ¿Cómo podéis hacerle esto a un niño?

Estaban tan asombrados como si la silla se hubiese puesto a hablar. Melanie alzó el palo de repente con ambas manos. Cubrí a Phillip en la silla con mi propio cuerpo, pero el golpe fue tan fuerte que la silla se tambaleó. No me costó aullar tan fuerte como un tren de mercancías. Vi que los pies apuraban las escaleras a toda prisa.

—¡Cállate, zorra! —restalló Melanie, furiosa.

—Cállate tú —le recomendó una voz monótona.

Era el viejo señor Crandall, y llevaba una pistola grande.

El único sonido que se oía en el sótano era el que provenía de mis sollozos, mientras pugnaba por controlarme. Phillip levantó sus muñecas atadas para rodearme la cabeza con los brazos. Deseé más que nunca que se desmayara.

—No vas a disparar —dijo Bankston—, viejo idiota. Rebotará en el suelo de hormigón y les dará a ellos.

—Antes les pegaría un tiro que dejártelos a ti —dijo el señor Crandall llanamente.

—¿A quién de los dos dispararás primero? —inquirió Melanie, presa de la furia. Se estaba alejando poco a poco de Bankston—. No podrás con los dos, viejo.

—Pero yo sí —dijo Robin desde lo alto de las escaleras, y no estaba tan tranquilo como el señor Crandall. Conseguí alzar la mirada. Vi a Robin descendiendo con una escopeta recortada—. No sé tanto de armas como el señor Crandall, pero me ha cargado esta y, si apunto y la disparo, estoy seguro de que a algo le daré.

Si iban a intentar algo a la desesperada, sería ahora. Podía sentir la agitación que rezumaban sus poros. Se miraron mutuamente. Solo podía observar a través de la neblina del dolor y el pañuelo verde que sostenía Bankston en la mano. Debían de ser cada vez más conscientes de que todo había terminado.

De repente la voluntad de lucha se les evaporó. Recuperaron la imagen de lo que solían ser, al menos por un instante: un administrativo de préstamos bancarios y una secretaria que parecían incapaces de recordar dónde estaban y cómo habían llegado allí. Bankston dejó caer el pañuelo. Melanie bajó el palo de golf. Ya no se miraban mutuamente.

Empezó a oírse un tumulto arriba, y Arthur y Lynn Liggett aparecieron bajando por las escaleras para detenerse en seco ante la escena que tenían delante.

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